No sé si es bueno o malo. No sé cómo sucedió. No creo que alguien lo haya creado adrede pero ahí está. Pasen, espectadores, que el show eterno ha comenzado y, por lo que vislumbra, nunca acabará. Si antes el espectáculo exigía planificación, estudios y técnicas, el espectáculo de hoy es instantáneo, no se detiene y no busca aprecio intelectual ni sostén teórico. Le basta con una risa o un gesto de sorpresa.

Alguien pone una cámara dentro de un nido de pájaro. El pájaro trae ramita tras ramita. La tarea le lleva horas. En días el video tiene millones de visualizaciones. Se lo cuento a un amigo que me dice “yo lo miraría”. Pero claro, si yo también lo miré. Es que este espectáculo eterno, esa “televisión fuera de control” (como alguien definió a Youtube), sí es interesante. Mucho más que programas de televisión de formatos repetidos hasta la saciedad, con conductores que poco tienen que decir.

La odisea del pajarito es también más interesante que la música mala y el teatro berreta. Y además no pretende gran cosa, no simula trascendencia, no tiene ínfulas. Y (tema a analizar) también es más divertido que la realidad. Ya lo decía Cortázar en “La noche boca arriba”: es “como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse”.

Pero hay un problema. Ahora hay millones de curiosidades satisfechas, menos atentas a ese espectáculo (acá vale también decir arte) que exigía una técnica y sacrificios. Esos millones de curiosidades fueron satisfechas antes de ir a escuchar cantar o ver bailar. Eran espectadores y consumidores de “arte” pero buscaron otra cosa. Ya no sacrificio ni veleidades. Solo esperaban ser desaburridos y lo encontraron.

Esos espectadores ya no están (tan) disponibles para los espectáculos que somos capaces de crear nosotros, los que aún trabajamos con tracción a sangre, aunque sé que todos vamos detrás de un poco de atención de esa “televisión fuera de control”. Los “quince minutos de fama” que proponía Warhol están acá. Son quince, pero hilvanados por millones, o millones de millones. Pero a diferencia de lo que pensaba Andy, esa fama no llegará por fotocopiar cuadros o drogarse en una fiesta del jet set y ser fotografiado. Llegará por cosas más banales aún: una persona cayéndose de una silla, el sol que se esconde en el horizonte, amigos bañándose en una piscina.

De aquí en más, todo será más sencillo pero más complicado. Más sencillo porque el show puede ser cualquier cosa, y más complicado porque esa cualquier cosa la puede filmar cualquiera. ¿Llegará a hartarnos? Creo que no. Porque además del presente, todo lo que se filmó en el pasado, y todas las páginas de libros que puedan ser leídas y grabadas, y todas las canciones viejas, y todas las vidas de todas las personas también se volverán un espectáculo. Incluso (quizá) nuestras vidas. Por qué no.

Youtube me muestra la historia del “Pirata de Culiacán”, un pibe al que le faltan jugadores y que se hizo famoso por aparecer totalmente borracho en varios videos. Tenía diecisiete años y de un día para el otro pasó del lumpenaje a ser una celebridad. Discotecas, mujeres, narcotraficantes, fotos con un ¡tigre blanco! El pibe gana fama y dinero, hasta que, borrachísimo, insulta al capo del cartel de la ciudad. Días después le pegan quince tiros. No apague el televisor que a este espectáculo aún no terminó. Una banda le compuso un narcorrido que tuvo ¡seis millones de visualizaciones en un día! Seis millones en toda la vida vendría a ser el sueño de todo compositor, de todo creador, de todo artista. Acá se cumplió en un día. Chupate esa mandarina.

Y saben qué, igual que al pájaro construyendo el nido, yo vería la historia del Pirata de Culiacán. De hecho, lo vi. Puede ser morbo, puede ser que este espectáculo eterno nos propone acceder a donde nunca llegamos antes, a pispear las vidas de la gente que está literalmente en el culo del mundo. Y es divertido. Es curioso. Es novedoso. Es el mundo desnudo.

Pero lo que más me interesa entender es cómo fue posible que todo, hasta la cosa más banal y aburrida, como ver a alguien pescando o a un gato comiendo, se haya vuelto un espectáculo. Algo cambió, algo se rompió en la Matrix del entretenimiento.

Tal vez no es que todo sea un espectáculo, sino que todos nos reconocemos de una vez y para siempre como insaciables espectadores, curiosos, testigos. Y para alimentar a ocho mil millones de personas, hay que mostrar peces nadando, gente comiendo, lluvia cayendo, culos bailando.

Y claro que es más divertido que ver a Mirtha o a Tinelli. Y este nuevo espectáculo no nos exige pertenencia, el uso del cerebro, el aporte de la ideología. Es una cinta perpetua que no pide nada a cambio. Que nos hace reír o nos sorprende sin saber quiénes somos, dónde estamos, lo que sentimos. Incluso no le importa lo que deseamos porque ese espectáculo eterno es capaz de crear, tarde o temprano, ese deseo.

Y las docenas de directores y guionistas que exigía el espectáculo tal como lo conocimos, se multiplicaron en millones. Cualquiera es director o guionista. ¿Está mal? No lo creo. El que “guiona” los videos de un tipo contando cómo se vive en Kioto quizá es mejor “guionista” que el que trabaja en un programa político hecho para dañar a alguien. O en un programa de humor pendorcho o en una telenovela de cuarta.

Por eso los talibanes de la ecología dañan cuadros célebres. Saben que la lucha también debe volverse un espectáculo. Algunos políticos lo entendieron hace rato. Otros se niegan, a riesgo de sufrir las consecuencias. Es que sólo el espectáculo garantiza que la rueda siga girando, que las ideítas se sigan propagando, que no desaparezcamos como entidades políticas, como personas modernas, como contemporáneos.

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