Durante la mañana del viernes se encendieron las alarmas del mundo occidental y (no tan) cristiano. Tras 87 años de alocada, sufriente y violenta vida, dejaba su existencia física Jerry Lee Lewis. El último suspiro lo encontró recostado en la cama de su hogar de Mississippi, acompañado por Judith, su última mujer. El parte final dijo “causas naturales”, pero los antecedentes daban un derrame cerebral en 2019, una úlcera perenne y profunda; y una vida, claro, tremenda. Digna de un héroe primigenio del rock and roll, con todos sus bemoles colaterales.
Vaya entonces del averno que arrope ese cuerpo decaído y afiebrado de quien temprano nomás se hacía llamar “The Killer”. Vaya de quien ose perdonar sus afrentas border y mozas dentro de un sistema moral que se pensaba inmutable. De lo menor a lo peor. De lo más perdonable, incluso, a lo menos porque, claro, cuesta mucho soportar que se haya casado con una niñita de 13 años llamada Myra Gale Brown, y que encima era su prima, cosa seria para el infierno.
Y cosa seria para su vida profesional de entonces, que determinó no solo el comienzo de un largo ostracismo desde 1958 (censuraron sus temas, prohibieron sus shows, etc), sino el paso epocal, sistémico, de un rock and roll ríspido, picante, rompedor, a otro más endulzado, inofensivo, que gobernó durante fines de los cincuenta y principios de los sesenta, hasta que los Stones, los Who, los Kinks, o los mismísimos Beatles decidieran cortar con la dulzura.
Ese Lewis cuyo descenso fue entre alcohol y drogas; entre problemas con la ley y líos con mujeres, que llegaron a imperdonables maltratos para con algunas de ellas, como el sufrido por la propia Myra, que terminó divorciándose de Jerry Lee alboreando los setenta. O el de Jaren Pate, cuarta esposa y otra víctima de su locura, que murió ahogada en una pileta de natación, a principios de los ochenta. O el de Kerrie McCarver, que pidió a los gritos divorciarse de la ex estrella de rock and roll, por las palizas que recibía de su parte.
Caótica vida la de Jerry Lee, que sumó otro de sus peores peldaños cuando Steve Allen Lewis, su hijo de 3 años, se ahogó en 1962; además, un accidente automovilístico acabó con la joven vida de otro de sus vástagos, Jerry Lee Junior --tenía 19 años— en 1973.
Con todo, Jerry Lee fue un pionero del rock and roll, qué duda cabe. Tal vez no haya tenido la gravitación extra género –comercial-- de un Elvis Presley, pero sí hizo aportes que rompieron con todo lo anterior. Mencionar “Great Balls of Fire” y “Whole Lotta Shakin’ Goin’ On”, alcanza. También una fantasía al paso: váyase a saber si a Jimi Hendrix se le hubiese ocurrido prender fuego o hacerle el amor a su guitarra, si este bendito demonio rubio no hubiese incendiado su piano, en el trance piromaníaco que le habilitaban sus grandes bolas de fuego.
De lo musical, nada de dulce de leche, entonces. La década del cincuenta fue lo que fue, entre otras cosas, porque el tipo bancó la parada. Y la bancó bien. Dureza. Ruido frenético. Hedonismo. Energía. Nada de preguntas existenciales y baladitas con almíbar. Para eso había otra gente. Lo suyo era rock and roll en estado puro. Semilla de maldad. Al menos hasta que una decadencia motivada por causas propias y ajenas predichas terminó reconvirtiéndolo en un cantor con olor a alcohol y aires de country, tal como expresan temas como “She Still Comes Around” o “She Even Woke Me Up to Say Goodbye”, "Me and Bobby McGee" o "To Make Love Sweeter for You"
Por lo demás, el sosiego, la calma recién llegaron a su vida en un momento tan tardío como el siglo XXI. No todo fue como durante su única visita a la Argentina –1992, en el Gran Rex— cuando, descontentos por apenas cincuenta minutos de recital, fans criollos terminaron destrozando butacas, vidrios y todo lo que había en el camino. En las antípodas de ese lapsus, más bien, el viejo lobo rocker terminó invitando a su disco de 2006 (Last Man Standing), a Mick Jagger, Bruce Springsteen y B.B. King, algo que repetiría cuatro años después con el mismo Jagger, Keith Richards, y Sheryl Crow para Mean Old Man.
Jerry Lee había nacido pobre en Ferriday, Louisiana, en septiembre de 1935. Se había formado musicalmente escuchando entre el góspel, blues y boogie-woogie, todo lo que hay en el medio; había aprendido a tocar el piano a los 10 años; había –obviamente—fracasado como predicador en una iglesia pentecostal de su pueblo; y había sido tempranamente fichado por el todopoderoso Sam Phillips para la Sun Records, donde conoció a la santísima trinidad de las músicas del diablo: Chuck Berry, Little Richard y Carl Perkins.
Todo lo que le pasó después, más allá de este muy breve esbozo, pervive impecablemente retratado en dos films. Uno se llama Great Balls of Fire, y es una biografía fílmica estrenada en 1989, con Dennis Quaid, haciendo de él. Otro, Trouble in Mind, documental casi flamante dirigido por Ethan Coen. También hay un jugoso libro llamado Jerry Lee Lewis: His Own Words, escrito por Rick Bragg. Y hay una entrevista para la revista Time, donde un veredicto propio --muy ajustado a la verdad de su vida, por cierto— lo rescata sincero y brutal: “Soy un hijo de puta que toca el piano”.