Desde Río de Janeiro

Las elecciones presidenciales de este domingo en Brasil tienen características e importancia inéditas en la historia. Los oponentes son el ex presidente de izquierda Luiz Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores (PT), y el actual mandatario, el ultraderechista Jair Bolsonaro (foto), del Partido Liberal, que de liberal tiene el nombre y nada más.

Sondeos

Todos los sondeos, en unísono, señalan el favoritismo de Lula. Y este punto señala el primer aspecto inédito del pleito: desde que en 1997 el entonces presidente Fernando Henrique Cardoso logró aprobar en el Congreso el proyecto de ley que establecía la reelección, todos los mandatarios que se presentaron a las urnas para permanecer en el puesto aparecieron en los sondeos como favoritos, y salieron victoriosos en la votación final.

También inédita es una disputa electoral tan radicalmente polarizada. Nunca antes en la historia el país llegó a una elección presidencial dividido prácticamente al medio. Acorde a los últimos sondeos, Lula era el favorito para 53% de los electores, y el ultraderechista para 47%.

Es verdad que en 2014 Dilma Rousseff, del mismo PT de Lula, se reeligió por una diferencia pequeña frente al derechista Aecio Neves, 51,64% frente a 48,36%. Pero había otros partidos de diferentes tendencias que no se aliaron a ninguno de los dos, y el panorama fue menos polarizado que ahora.

Agresividad

Un detalle que llamó la atención a lo largo de toda la campaña electoral, y que ya se venía arrastrando desde hace mucho tiempo, fue la tremenda agresividad del presidente Bolsonaro y su pandilla contra Lula. Una agresividad, dicho sea de paso, cargada de mentiras y acusaciones absoluta e irremediablemente falsas, esparcidas por las redes sociales controladas por uno de sus hijos, Carlos, el único caso de “concejal nacional”: en lugar de ocupar su puesto en la Cámara Municipal de Rio de Janeiro, se trasladó para Brasilia, a más de mil kilómetros de distancia, justamente para controlar el llamado “despacho del odio”.

La campaña de Lula optó, luego de algún tiempo, por contestar en el mismo tono. Y con eso, otra vez algo inédito: jamás, en toda la historia, hubo un intercambio de agresiones en un tono tan elevado.

Bolsonaro pasó el tiempo todo, sin pausa, disparando falsas acusaciones sobre el sistema electoral brasileño. Amenazó con no reconocer el resultado en caso de derrota. Insinuó que contaba con respaldo de las Fuerzas Armadas para un golpe militar si las urnas tuviesen un resultado negativo para sus ambiciones.

Al ver que no tenía respaldo alguno entre los uniformados en actividad, pasó a incentivar sus seguidores más radicalizados a salir a las calles para “defender la democracia”. Con eso despertó el temor, en gobernadores y alcaldes, de actos de violencia, y perdió espacio entre los que se decían indecisos sobre su voto.

Tarde en la noche del pasado viernes, luego de un debate transmitido por televisión y seguido por millones de electores, finalmente dijo algo inesperado: aseguró que reconocerá el ganador, en caso de que sea derrotado.

Y así terminó la disputa electoral más importante desde la retomada de la democracia, en 1985, y la más agresiva y radicalizada: con un país que se reveló dividido como nunca, y con una extrema derecha mucho más amplia y sólida que jamás se supuso que pudiera existir.

El futuro

Queda por ver, si se confirman todas las previsiones y Lula es anunciado como vencedor, qué hará Bolsonaro de aquí hasta el primer día de 2023, cuando, como determina la Constitución, deberá entregar el cargo.

Y luego quedará otra duda flotando en el aire: ¿será juzgado por las más de 50 denuncias de crímenes cometidos durante su mandato? ¿Terminará en una cárcel? ¿Se exiliará en alguno de los países gobernados por ultraderechistas amigos?

Una tercera duda cuelga en el horizonte: ¿cómo recuperar lo que fue destrozado a lo largo de cuatro años por el peor y más abyecto presidente de la historia de la República brasileña?