Ver el cine de Adrián Caetano supone, y no es un rasgo menor, disfrute. Hay algo propio a la poética del director así como congruente con una sensibilidad cultivada por los géneros narrativos y sus buenos narradores. En este sentido, un clasicismo que actualiza en parámetros cercanos, de tópicos western releídos en clave propia, con personajes tan heroicos como los de Gary Cooper o Clint Eastwoood pero situados en el entorno inmediato. Así como sucede en Un oso rojo, (la serie) Tumberos, o en la negrísima El Otro Hermano; en Togo, el director de Pizza, Birra, Faso perfila un cowboy de barrio, conocedor de la calle y sus peligros, atento al prójimo y dispuesto a aceptar el rol que le toca. En síntesis, un héroe.
Togo (Diego Alonso) cuida de la cuadra de un barrio de Montevideo. Acomoda autos, los limpia, presta ayuda al vecindario, la confianza es mutua. Pero en la cuadra siguiente aparecen otros, más jóvenes, son varios y sus comportamientos los delatan: son parte del narcotráfico y están extendiendo el territorio; más tarde o más temprano, vendrán por la cuadra de Togo. Y más vale cuidarse por sí mismo porque, como se dice una sola y suficiente vez en la película, “la policía no hace nada”.
En este sentido, la película abre de manera fulminante y declara su puesta en escena: Togo es una película de la calle y violenta. A Caetano le bastan sólo unos segundos para dejarlo claro. Y a la vez es un comienzo cifrado, que muestra pero también no. Cuando avanzado el argumento se vuelva sobre esta misma secuencia, la misma será renovada en sus posibilidades. Así como Daniel Tinayre en Deshonra, el drama carcelario con Fanny Navarro y Mecha Ortiz, cuya acción inicial pautaba el devenir posterior pero temporalmente anterior del relato: ¿qué pasó para que la película comience así? O como John Ford al mirar de otra manera lo que había sido contado desde un único punto de vista, durante el duelo legendario, cruce entre mito y verdad, de El hombre que mató a Liberty Valance.
Las menciones cinéfilas pueden ser más, en todo caso lo que hacen es subrayar algo: sus lecciones estéticas; para eso están las grandes películas y sus realizadores. Caetano las apropia y recrea. Pone su cámara y actores en pleno barrio montevideano, los cruza con un relato puro y duro, y logra lo que muy pocos o no tantos: que la atención quede depositada en la suerte de los protagonistas, en la curiosidad por saber y ver qué sucede a continuación. El encanto de un relato bien construido. Pero no sólo eso.
Porque al quedar contagiados de ese hechizo narrativo, lo que surge es el retrato de una sociedad que lidia con la violencia, capaz de adentrarse entre las fisuras menos evidentes. Es decir, por un lado están los negociados de la noche y las maneras turbias de generar dinero –en donde la policía, si aparece, es para “limpiar” el terreno, como lo supone la muerte de un pibe, un engranaje que será restituido–, un ambiente peligroso cuyos códigos Togo conoce. (¿Por qué vive en la calle? Esa historia está y será narrada.) Pero la violencia está también puertas adentro, como la que vive Mercedes (Catalina Arrillaga), la piba de clase alta que prefiere la amistad de Togo antes que la de su familia. Entre los dos, una pareja impensada: héroe y sidekick, perfilados desde el contraste: viejo/joven, experto/principiante, proletario/burguesa.
Como sea, ese mundo violento, que se habita puertas adentro o afuera, es el que hay que repeler. En cierto sentido, también con violencia: allí el proceder de Togo, rengo y apoyado en un bastón que parece milenario, pero lo suficientemente vital como para regenerar sus energías nadando o bailando. En otro sentido, el antídoto para repeler la violencia está en la amistad y el afecto. De este modo, entre Togo y Mercedes surge una sensibilidad compartida, en donde el afecto se vuelve familiar. Togo sabe que la calle no es un buen lugar y cuida de Mercedes, no sólo porque los criminales de la banda narco podrían vejarla, sino también por el guardia de seguridad del supermercado, de una doble cara siniestra.
En determinado momento y porque es un western, Togo será el cowboy que se espera. No sólo por ser el héroe del relato, en el sentido de portar ciertas capacidades extraordinarias (que las tiene, tal vez bendecido por un saber tribal y ancestral que la música de tambores que él baila refrenda) sino por ser un caballero andante pero nacido en el siglo equivocado –al decir de Raymond Chandler–, cuyos valores lo llevan a actuar de cierta manera, así como el Shane de Alan Ladd o el “hombre sin nombre” de Ryan Gosling en Drive. Alguien debe cumplir ese lugar, aun a pesar suyo, aun a riesgo de quedar malherido para siempre: la renguera, en el caso de Togo, como seña corporal.
En síntesis, Togo devuelve a Caetano al cine pero “de plataforma” (se trata de una producción de Netflix), luego de la casi lejana y admirable El Otro Hermano (2017). La sabiduría y disfrute del director está también en las series (Sandro de América, Puerta 7), pero el cine es el cine, allí hay algo que funciona de otro modo, más concentrado y acorde con un concepto que no vale la pena estirar –como ocurre, las más de las veces, en muchas series– sino entender, para encontrar las imágenes justas, precisas, que digan sobre el aire que se respira por estos días –asfixiante, ¿no?; ahora bien, ¿son los informativos televisivos el mejor antídoto?– pero con una potencia poética capaz de construir otro mundo, posible y por qué no próximo, en apenas algo más de 90 minutos.
Togo 8 puntos
Uruguay, 2022
Dirección y guion: Israel Adrián Caetano.
Música: Diego Caetano Guerra.
Fotografía: Juan Manuel Apolo.
Montaje: Agustín Fagetti.
Intérpretes: Diego Alonso, Catalina Arrillaga, Néstor 'Tito' Prieto, Luis Alberto Acosta, Marcos Da Costa, JoelAlva13, José Pagano, Federico Morosini, Sabrina Valiente. Duración: 92 minutos.
Disponible en Netflix.