Desde San Pablo
Lula le devolvió la sonrisa a Brasil, ganó una elección apretada y sepultó el sueño reeleccionista de Jair Bolsonaro. “El pueblo quiere libros en lugar de armas” dijo buscando dos significantes muy fuertes de un país dividido que, con su victoria aún fresca, empezó a intentar unir la misma noche de “este 30 de octubre histórico”, como lo definió. Con palabras detenidamente pensadas pero que apuntaron en esa dirección conciliatoria, el presidente electo dejó claro también que “el pueblo votó más democracia y no menos democracia” y le agradeció a Dios “por haber sido muy generoso conmigo”.
Era muy claro a qué se refería. Su tercer mandato al frente de una nación que se dividió en las urnas con porcentajes que las encuestas no previeron. El líder del PT con el 99,99 % de los votos escrutados alcanzó el 50,90 %. Su rival, el actual jefe de Estado, reunió el 49,10 % de las voluntades electorales. Una diferencia de 2.139.436 sufragios que terminó, al menos por ahora, con un ciclo político de tensión, incertidumbre y violencia.
La derrota de Bolsonaro —que al cierre de esta edición no había reconocido— fue convalidada a las 20.09 por el Tribunal Supremo Electoral (TSE) con el 98,91 de los votos contados y una hora y medio después, Alexandre de Moraes, el más conocido de sus integrantes, la hizo pública en conferencia de prensa.
Su significado es muy potente por lo que proyecta. Termina una etapa de desapego por la convivencia democrática. Mensajes discriminatorios y burlones del presidente hacia las minorías. Militares que cumplieron un papel preponderante en la vida institucional del país, pero no con el fin que tienen destinado. Se aleja por un tiempo la posibilidad de que el neofascismo, en crecimiento a nivel mundial, pueda tener un bastión consolidado y en el gobierno en esta región, la más desigual del planeta.
Bolsonaro es el primer jefe de Estado elegido en democracia que fracasa en su afán de continuar al frente del país. Tampoco pudo romper la racha de los derrotados en primer turno. Nunca hubo uno que pudiera dar vuelta el resultado en el balotaje. Ni siquiera el propio Lula. El histórico dirigente del PT, en cambio, volverá a dirigir el país después de once años. Había sido elegido en 2003 y repitió en el período 2007-2011.
En esta ciudad, la más importante de Brasil y que se extendió en celebraciones hasta la madrugada, el presidente electo habló por primera vez en su condición de tal. Lo hizo en el hotel Intercontinental, el mismo que había escogido en 2002 cuando llegó al Planalto por primera vez.
Arrancó con una serie de agradecimientos que incluyeron a Fernando Haddad —su candidato a gobernador de San Pablo derrotado por Tarcisio Gomes de Freitas, un exministro de Bolsonaro— y su aliada, la ecologista Marina Silva. Acompañado por los principales dirigentes del PT y su esposa Janja, pidió sus anteojos, bromeó sobre su pinta de intelectual y leyó un discurso de tono mesurado, acaso porque buscaba las palabras justas para un momento tan feliz para él, como delicado por la división notoria que vive el país.
“Quiero agradecerle al pueblo brasileño, al que me votó y no me votó. Estoy aquí para gobernar esta nación que se encuentra en una situación muy difícil. Había dos proyectos de país, pero el único vencedor es el pueblo brasileño”, señaló en un tono poco habitual para él, acostumbrado a improvisar, llegarle a su audiencia con palabras sentidas e improvisadas, y casi nunca escritas.
Lula reivindicó “la victoria inmensa del amplio movimiento democrático” y lo ubicó por sobre los partidos, incluido el suyo, el PT. Dijo que los brasileños votaron “más libertad y no menos libertad, más solidaridad y no menos” y prometió “enfrentar al racismo y los preconceptos”, una reflexión sin destinatario explícito pero que cualquier observador imparcial sabría a quién iba dirigida.
“No existen dos Brasil, somos un único país, un único pueblo, una gran nación”, señaló en un momento de su discurso entre bocinazos y cohetes que explotaban en las inmediaciones de la calle Alameda Santos, paralela a la avenida Paulista y centro de los festejos de la militancia. Sí hubo otra definición que marcó una nueva señal de época, fue cuando dijo: “A nadie le interesa vivir en un país en clima de guerra, es hora de bajar las armas”.
Bolsonaro ganó en casi todo Brasil menos en la región del nordeste —donde Lula le sacó una diferencia aplastante— y en el estratégico estado de Minas Gerais, donde el gran derrotado —además del presidente— fue su gobernador, Romeu Zema, quien había llamado a votar por el excapitán del ejército que ahora deberá irse a su casa.
Algunos números del nordeste son elocuentes. En Bahía, Lula obtuvo el 72,12 por ciento; en Ceará —territorio de Ciro Gomes— el 69,97 y en Piauí, donde sacó la diferencia más abultada, el 76,86 % contra el 23,14 del ultraderechista. En votos válidos estos guarismos significaron 22,2 millones para el actual presidente electo y 9,8 millones para su rival. Un margen indescontable en el conteo nacional.
En donde no hubo demasiados cambios con respecto a la primera vuelta fue en la porción del electorado que intentaban seducir los dos candidatos. Las abstenciones volvieron a ser muy altas: 32.199.598 personas no concurrieron a votar, el 20,59 % del padrón. Las que sufragaron en blanco llegaron al 1,43 por ciento y los votos nulos al 3,16 por ciento. La razón por la cual nadie le movió el amperímetro a esa masa crítica del electorado que no se dejó seducir por ninguno de los dos candidatos, será alimento de discusión para los analistas.
Cualquier cifra concreta puede derivar en interpretaciones peregrinas desde uno y otro sector político. Bolsonaro podría argumentar que sacó en esta segunda vuelta 7 millones más de votos que en la primera. Lula creció 3 millones. Como fuere, la elección que se definió el domingo se convirtió en la más reñida de la historia. Pero sobre todo, le puso un freno circunstancial al temido avance de la ultraderecha en las urnas. El presidente se llamó a silencio refugiado en Brasilia y el país se vio sacudido por una marea de remeras rojas que nunca hubiera deseado ver. Las camisetas amarelas quedaron por unos días guardadas hasta el Mundial de Qatar. Ese símbolo tan fuerte de uniformidad electoral que había elegido el derrotado para intentar continuar en el gobierno.