La primera vez que lo vi, un caluroso día de enero, dormía sobre un par de colchones en el rellano de la escalera de acceso al Teatro Lavardén.

Usaba un largo perramus que debió haber sido de color beige y que ahora lucía amarronado, con un brillo desparejo, pulido por la grasa y la suciedad. El pantalón ancho, casi indistinguible del abrigo por la mugre que los cubría, se extendía hasta envolver unas zapatillas anchas y descoloridas. Caminaba encorvado, con paso lento, siempre cargando bolsas. Llevaba el cabello enrulado, largo, gris y desprolijo, y una tupida barba blanca.

Los sesenta explotaban en Rosario. Los carnavales en los clubes traían los referentes de la música popular del momento: Sylvie Vartan y Johnny Hallyday subirían al escenario ese fin de semana. Rodolfo había acordado con su hermano y dos compañeros de la facultad en ir a verlos y esperaba que lo pasaran a buscar.

Se perfumó, se miró en el espejo y se acomodó el mechón tras la oreja. Usaba el cabello largo, como todos, pero él tenía bucles y su melena rubia se abultaba alrededor de su rostro, confiriéndole, al mismo tiempo, un aspecto seductor y angelical. Extrovertido, Rodolfo estaba siempre de buen humor y rodeado de amigos.

Alfredo, su hermano menor, era más delgado, pero igualmente atractivo. Estudiaba arquitectura y trabajaba en el estudio de un amigo de su padre. Su aspecto frágil enternecía a las jóvenes que se acercaban a los hermanos. Con pocas palabras, seducía con su mirada serena y sus gestos delicados. Inseparables, el mayor era quien proponía las salidas y planeaba los encuentros. El hermano acompañaba, disfrutando aquello que, solo, no hubiera encontrado.

Solía verlo de día, trasladando sus cosas desde la entrada principal del teatro, hasta una escalera lateral, menos visible. En una oportunidad pasé a su lado y me pidió ayuda para llevar uno de los colchones hasta la esquina. Sentí en mis manos el cotín grasiento, percibí el olor acre que emanaba de sus ropas pringosas e imaginé su piel sudada y sucia. Descubrí sus manos grandes, oscurecidas por la tierra y las uñas largas y negras. Su voz sonó firme, pero ausente, y en el mismo tono dócil con el que me lo había pedido, me agradeció el favor.

Los hermanos vivían con sus padres, en una típica casa chorizo del centro, con un zaguán de mosaicos con figuras geométricas, que brillaban por el lampazo con el que su madre los acariciaba diariamente. De chicos, les gustaba jugar allí a las cabecitas con una pelota de trapo. Más tarde, otros zaguanes los habían encontrado abrazados a noviecitas de verano, u ocultos, mientras fumaban.

Esa noche sería una más de baile y alegría, en esos años de juvenil inconsciencia y plácido disfrute. Irían a ver y a escuchar a sus ídolos.

A las nueve y media salieron hacia el club y luego de media hora de colectivo, estaban ya en la cola para ingresar. Comentarios sobre lo que esperaban ver en el escenario se alternaban con el reconocimiento de algún rostro en esa hilera interminable de jóvenes animados.

Después de comprar unas cervezas, se ubicaron cerca del escenario, a fuerza de “permiso” y codazos suaves. Allí escucharían a las bandas de la ciudad, encargadas de animar al público y hacer la previa antes de recibir a las figuras internacionales. Pasada la medianoche se anunció a la pareja de cantantes y la multitud explotó en silbidos y gritos, en un clima de excitación creciente. Algunas chicas se montaron sobre los hombros de los muchachos. Muchos saltaban eufóricos.

Las canciones se sucedieron, las notas se escurrieron dóciles y, cuando se anunció el último tema, el público siguió pidiendo más. Rodolfo y Alfredo estaban al borde del escenario y sintieron la presión de la gente que se amontonaba y los gritos que pasaron de ser aclamaciones de admiración, a quejas y alaridos de dolor. En pocos segundos, todo cambió. Algunas personas cayeron, otras quedaron suspendidas, apretujadas, sin posibilidades de liberarse, los brazos aprisionados, el pecho apretado hasta no poder respirar.

Rodolfo vio el rostro de su hermano que se alejaba de él, llevado por la avalancha. Escuchó sus gritos llamándolo, y alcanzó a verlo callarse y desaparecer en una marabunta de brazos y cuerpos.

A la mañana, Rodolfo se despertó en el hospital, frente al rostro lloroso de su madre y en ese instante supo que su hermano ya no estaba. Se hizo el velorio mientras él permanecía internado, recuperándose de las costillas rotas y una fractura en el brazo. Después de aquel día, en la casa nunca se volvió a mencionar el suceso y su padre tampoco a hablarle. Sumido en una tristeza infinita, su vida se limitó a trabajar y estudiar. Su madre cocinaba y atendía a sus hombres a fuerza de pastillas que la convirtieron en un autómata.

Rodolfo terminó sus estudios, y cuando trajo el título a la casa, besó a su madre y se fue de la casa. Por muchos años lo buscaron, sin suerte.

Cada tanto desaparecía y luego retornaba a su rutina, siempre con las mismas ropas, pero afeitado y con el cabello corto. Cuando lo vi así, me percaté que no tendría más de sesenta años. En su metamorfosis, se veía atractivo, con un rostro armonioso, la tez muy blanca y los ojos claros, de mirada mansa.

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