Existió en Buenos Aires un museo donde se pudieron ver, por un tiempo, esas piezas que a falta de otro nombre reciben el de “gráfica popular” y que, a pesar de que probablemente sean el gran aporte argentino a la historia visual del siglo XX, no tienen ahora una pared de la ciudad dispuesta a exhibirlas. El objeto de esta memoria es describir un peculiar proceso, tratando de sistematizarlo un poco; de sacar la fórmula, digamos, porque de eso se trata. Sospecho que el caso del “Museo del Humor” no es único y que la receta se repite en diferentes frentes y administraciones. Acá va, de manera que cuando vean las batidoras ponerse nuevamente en acción ya puedan imaginarse el plato terminado.
Lo de llamarlo “del Humor” fue una idea de Carlos Garaycochea, vieja estrella televisiva que conservaba en salmuera el paradigma del humorista de antaño: gente como Quino o Caloi, que, sin buscarlo demasiado, iluminaba firmamentos cotidianos desde las contratapas. Si nos ponemos rigurosos, tendríamos que aclarar que lo que el Museo exhibió no sólo fue humor gráfico, sino que incluyó también ilustración, caricatura, historieta y un generoso etcétera.
Para llevar a cabo su propuesta, el señor Garaycochea reunió a otros figurones del ramo como Sábat, García Ferré, Quino o Mordillo y moscardoneó metódicamente a las autoridades de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, con las que mantenía sólidas relaciones color amarillo patito. Innumerables propuestas fueron y volvieron cual boomerang al Concejo Deliberante –o como se llame ahora– hasta que finalmente nuestros dibujantes pudieron decir que el Museo era una realidad. El edificio asignado era la antigua sede del Museo de Telecomunicaciones, la increíble ex cervecería Munich de la Costanera, edificio que les invito a recorrer desde afuera, dado que es la única forma en la que podrán verlo. Había un problema: la carencia de una colección propia, que Garaycochea resolvió invitando al especialista Hugo Maradei a postularse como director administrativo. Con esta pequeña gambeta, la colección privada de Maradei –la más grande que existe en la Argentina– pudo socializarse en la práctica, y todos pudimos ver originales de Divito, Ferro, Cao, Quinterno y una extensa lista de autores cuyas obras reposan por lo general en las bóvedas europeas.
Por un tiempo la cosa anduvo bien, pero, claro, no podía durar. Exhibiciones relacionadas con la historia visual de los porteños, Paseos de la Historieta decorados con estatuitas de colores, memoria gráfica: la administración que hizo Maradei del museo puede gustarnos mucho o poco, pero el tufillo populista que emanaba de todos estos eventos no escapó al olfato de las autoridades. También en el amarillo hay matices: algún cambio de gestión –sumado a la muerte progresiva de sus mascarones de proa- debilitó las últimas defensas que protegían a nuestra incipiente institución y la naturaleza de las cosas reclamó lo suyo. Una reunión convocada por las autoridades de Cultura hizo saber al sr. Maradei que la ciudad “no quería un museo lleno de cosas viejas”. El nuevo criterio era sintético, minimalista, deportivo. A diferencia de Saturno, ese viejo terrible de la mitología que tuvo el descaro de devorar a sus hijos, el oficialismo porteño prefería comerse al abuelito. Maradei -y lo que es peor, su colección- volaron por la ventana, junto con lo que restaba del “consejo de los sabios y venerables ancianos”. Un museo de paredes peladas recibió entonces el aporte de “distintos curadores en rotación permanente”, jóvenes monotributistas que, probablemente debido a no estar en contacto entre sí, ignoraban que estaban siendo usados para enterrar discretamente un lugar que a la ciudad no le interesaba conservar en absoluto. Creo que la última iniciativa que albergó la institución fue un taller de memes o algo por el estilo; todo bastante elocuente, hay que reconocerlo. La pandemia sirvió de pantalla dorada para que el cascarón vacío del Museo terminara fungiendo de centro de test y diagnostico covid19, en el cual un equipo de especialistas ensartaba hisopos en las fosas nasales de los asistentes, aunando por una vez (y acaso sin saberlo) el doble significado de la palabra humor, que alude tanto a los fluidos corporales como a una situación irresistiblemente cómica.
Y allí yace aún el “Museo del Humor”, ballenato varado en la Costanera, languideciendo junto a su melancólica jirafa de Mordillo, a la espera de que las autoridades se decidan a darle el tiro de gracia con uno de estos magníficos negocios inmobiliarios que se estilan ahora.