Será por poco, pero Lula da Silva ganó. No es fácil salir de la cárcel y ganar una elección. No es solo un triunfo electoral, es una pulseada entre la verdad y la mentira. La mentira tecnológica, armada, disponiendo de todos los resortes del oficialismo.
Una mentira que logró apoderarse de los símbolos nacionales. Que degradó la imagen de Lula hasta lo máximo. Dos veces presidente de Brasil condenado por la supuesta recepción de un departamento en una playa secundaria donde nunca había estado en su propiedad.
Tan extrema era la mentira, el discurso político fascista en el peor sentido de la palabra, que ni siquiera nuestra derecha se animó a apoyar abiertamente a Bolsonaro.
Tenemos otro modelo que promete ajustes, despidos, vender todo. Pero lineal: para hacer otro nuevo negocio. Nuestra versión local es más sabia.
Pobre de aquellos que dicen que quien tiene mucho dinero no roba. No roba poco. El nuestro no miente. Ahora no dice que va a respetar lo bueno, promete que va a destruir todo. Lo que no tuvieron tiempo de dejar en pie antes de irse. No sé si esto no es peor que Bolsonaro en algún sentido.
Pero, sea como sea, nos enseña que la tecnología de la mentira, de infundir miedo, de mostrar fantasmas, tiene sus límites. A veces parecen omnipotentes estas regresiones a la oscuridad, las tinieblas, pero no lo son.
Solo quieren hacernos creer que son omnipotentes. Eso es para sumirnos en el pesimismo, en la depresión. Lula ganó por poco, dicen algunos. Otros, que es increíble que Bolsonaro haya estado tan cerca. Cerca, sí. Pero perdió. Y con todo el poder en sus manos.
Cuando se dio la primera vuelta, algunos se lamentaban de que le hubiese faltado tan poco para evitar la segunda. Aquí mismo, hace algunas semanas, dije que era un triunfo.
Bolsonaro no ahorró discurso ni recursos. Desde la violencia hasta reprimir. Desde la mentira hasta el insulto. Desde perseguir curas villeros a impulsar a sus partidarios a que anden a los tiros.