Los espectadores compartimos un código tácito con los actores y actrices que vemos actuar en un escenario, una pantalla chica o grande: sabemos que cuanto más de verdad jueguen su mentira, mejor funcionará para nosotros. Al fin y al cabo, cada uno desde su lado, sabemos que todos somos niños jugando a lo mismo. A que ese tiempo compartido habrá sido real. Por un rato, nuestras vidas pasarán solo por esa ficción, y en verdad a ella nos consagraremos; para (volver a) descubrir que la ficción no es lo opuesto de la realidad, sino un gran complemento vitamínico de la susodicha. Su mejor espejo. Los espectadores seriales sabemos muy bien que esto es así. Por supuesto que la ficción es un hecho inventado producto de la imaginación. Tampoco desmentiremos al diccionario cuando define a la imaginación como una facultad humana para representar mentalmente sucesos, historias o imágenes de cosas que no existen en la realidad, o que son o fueron reales y no están presentes. Pero no exiliemos a la imaginación de la realidad, que es nacida y criada en ella. ¡Ojo con romper espejos! Menos los del arte, que son los más caros.

Por eso a los espectadores nos irritan tanto los actores que sobreactúan. Porque traicionan. Siempre es preferible un actor malo, que intenta y no llega, a un actor sobreactuado, que no colabora, se desbarranca y distrae la causa matriz del asunto. Cuenta la leyenda que el gran Ernesto Bianco ensayaba un especial para canal 11, y observaba a una joven actriz en su debut. En la jerga teatral, se le llama bocadillo a una intervención acotada, breve, y esta actriz tenía solo un bocadillo: “Señores, la mesa está servida”, por dar el ejemplo clásico. Pero sucedía que la muchacha, entre los nervios de debutante y el afán de lucirse, se movía y estiraba con grandilocuencia esas cinco palabras. Y Bianco le preguntó al oído a un productor: “¿Por qué esta chica actúa más de lo que le pagan?”. Como toda pregunta genial, llena de respuestas. Siempre sobreactuar es inocular artificialidad en un diálogo o un gesto. Esa forma exagerada, que subraya el fingir, distrae la verdad del asunto y la sacrifica, denota incomodidad con el personaje en cuestión o, lo que es muy común, se debe a un mero derrame de ego. Una apuesta a la exageración, al grito, como manera de que determinadas cualidades parezcan más grandes de lo que son, o simplemente se hagan ver, en desmedro de la verdad del argumento en juego, por supuesto. El ego cuando se derrama no se fija por dónde. Caso especial el de los figurantes. Así llamados los actores y actrices que interpretan papeles poco importantes, generalmente sin texto, y sin embargo se las arreglan para sobreactuar lo suyo haciéndose notar en escena. El afán por querer pasar de elementos decorativos a personajes discordantes, de figurantes a figuretis. La dignidad no importa en esos casos, menos la verosimilitud de la trama a proteger. Afortunadamente, hay público para todo; lamentablemente, para los sobreactuadores también. Si no, ¿de qué viviría la posverdad?, por ejemplo.

Ahora cambiemos la palabra espectadores por ciudadanos. Argentinos, sin ir más lejos. Y argentinas, apuntan de un lado. Argentines, agregan del otro. En fin, que sin dejar a nadie afuera, la República Argentina se ha convertido, como por arte de mafia, en un país muy sobreactuado, léase muy sobreadaptado también. O fuera de sus cabales o demasiado dentro, depende de cada temperamento y ocasión. Dicen los que saben que el mundo está igual que nosotros, en muchos casos peor. Pero bueno, vivimos acá y mientras tanto esto es también el mundo que habitamos. Aquí están nuestro escenario de operaciones, el set donde filmamos y somos filmados, las cámaras que nos persiguen, la escenografía geográfica que nos encubre, nuestros libros de quejas y sugerencias, la letra aprendida de memoria, la improvisada, la que se olvida, ¿quedará alguien en los camarines?... El problema de nuestro amado país, otrora crisol de razas, está en que puestos a representar nuestro propio espectáculo, devenimos en crisol de géneros, y eso complica la verosimilitud de cualquier trama. No es lo mismo actuar en una farsa, breve relleno cómico entre dos autos sacramentales, que burbujear en la alegre festividad de una comedia, llorar en los remolinos de un drama, saltar entre los picoteos burlones de una sátira, hundirnos en la tempestad de una tragedia, desenfadarnos en modo vodevil, arrastrarnos entre las desmesuras del culebrón… ¡No es lo mismo y sin embargo parece que todo diera lo mismo! Será que no ha nacido el director capaz de homogeneizar semejante comparsa, encontrarle el género correspondiente y hacer cumplir los argumentos, vale decir los códigos; penales, civiles, laborales, comerciales, los que sean, porque en ellos -en cada argumento, en cada código- está iluminada y a disposición esa letra, esa verdad que deberá respetarse, a fin de que la representación en cuestión sea clara de entender para todos. Solo así será exitosa. Lo real es que, fuera del crisol de razas y géneros teatrales o quizá por ellos mismos, los argentinos padecemos la insufrible desgracia parateatral de la sobreactuación para comunicarnos. Parecería lógico, en tanto vivimos condenados a sobreadaptarnos a todo, a naturalizar el desquicio, permanentemente. Ya no alcanza con actuar para vivir, Fito, Baglietto, como hace cuarenta años. Hoy hay que sobreactuar para que te den bola. La sobreactuación se convirtió en una aplicación psiquiátrica al alcance de cualquiera, los medios y las redes la vuelven rendidora, te llenan de likes. Para colmo, también el uso de la sobreactuación se ha sobrenaturalizado, será para que el pescado podrido y el vidrio molido nuestros de cada día se digieran mejor. Dado que es mucho lo que hay que mentir, ocultar, tergiversar, insultar, difamar... la sobreactuación se impone en todos esos casos. Es la droga que no puede faltar en el botiquín de quien tiene que salir a engañar. Después están los estilos, las situaciones, como en el teatro y el cine. Una curiosidad, de la actuación y de la vida (por si hubiera que separarlas), es que alguien puede amenazarte poniéndote un arma en la cabeza y vos sentir que ese alguien actúa fríamente, pero no sobreactúa; mientras que otro puede amenazarte palmeándote el hombro, y vos sentir el escalofrío mortal de su sobreactuación…

Así de complicado y fascinante es actuar. Así de complicado y fascinante es vivir.