La remera roja lleva el perfil de Marielle Franco dibujado en línea de puntos, no tiene ninguna inscripción. Es mi amuleto desde que la descubrí, allá por 2018, en una tienda del barrio de Santa Teresa. A Marielle -racializada, lesbiana, feminista- la mataron en marzo de ese año, en Río de Janeiro y fue Bolsonaro, así lo develó la investigación judicial.

Es domingo. Mi corazón está en Brasil, muchas veces por la música que me encanta, pero hoy hay razones más acuciantes. O samba nao pode esperar, suena Daniela Mercuri en mis auriculares. “El sueño no puede esperar, el samba no puede esperar, el amor no puede esperar y el verso y la rima”, canta, y agita, desde la música y las redes. “El futuro no puede esperar, el pueblo no puede callar, la libertad no puede esperar, y dar la vuelta”, sigue la canción. Ya vi en Instagram a Daniela con su remera roja, militando, amplificando a sus millones de seguidores en las redes sociales. En uno de sus posteos dice que “nuevamente Bahia va a salvar a Brasil del fascismo”.

No lo puedo evitar, me viene “Cuando eu pensó na bahía”, pero me quedo incómoda con la frase. ¿Quién podrá salvarnos del fascismo? Si está acá y allá, impregnado en un día a día cada vez más hostil. El algoritmo me lleva por una canción de Chico Buarque, A pesar de vocé, que ya no le pertenece. Una canción que tiene 40 años y volvemos a cantar. Desde hace días me da vueltas por la cabeza un libro de Silvia Bleichmar, “No me hubiera gustado morir en los 90”. Sus textos centrados en la disolución de la posibilidad de ver al otro (la otra, le otre) como semejante me resuenan, en esta época de “dueñidad”, como le dice Rita Segato. En épocas donde parece que las personas son son resto, desecho. Y sí, siempre podemos decir que nos tenemos. Es verdad, pero también es cierto que la corriente va para otro lado. Debemos hacer más que refugiarnos en las compañeras, la movilización, todo aquello que hacemos como salmonas. Hay que imaginar otras maneras.

Canto “Lula la”. Sem medo de ser feliz acompaña una espera que será larga. En casa me dicen: “Lo vas a mufar de tanto repetirlo”. Los múltiples usos del pensamiento mágico me llevan a las canciones dedicadas a Jemanja, o Janaina. Primero suena María Bethania y después Quem vem pra beira do mar, de Dorival Caymmi junto a Adriana Calcanhoto.

Con música de fondo, veo por distintos medios y plataformas que hay decenas de colegas en Brasil, contando una elección que es importante, por mil motivos, para todes. Yo los escucho, sigo sus reflexiones, me intereso sobre todo cuando algún cronista encuentra a votantes bolsonaristas. La familia, la patria, el orden. Quiero entender, comprender, escuchar. Y es difícil tan lejos, no sólo geográficamente. La dificultad es propia, por supuesto: cómo hacerse parte de una época hostil. No será negándola.

Necesito la música para soportarlo, y aparece Elis Regina, con Como nossos pais. “Ellos vencieron y el semáforo está en rojo para nosotros, que somos jóvenes”, cantó hace medio siglo. “Mi dolor es darse cuenta de que a pesar de que hemos todo, todo lo que hicimos, seguimos siendo los mismos y vivimos como nuestros padres”, se hace enorme.

Mientras escucho las canciones advierto que la mayoría tienen muchos años, que son de otra época. Como yo misma. Y recuerdo el “Diario de la guerra del cerdo”, de Adolfo Bioy Casares. ¿Será que ya no tenemos lugar y sólo nos queda el destierro o la cicuta? Ay, poné música más alegre, me digo. Algo que te permita caminar como si bailaras. A sus 80 años, Caetano Veloso sacó un disco, Meu Coco. Me promete hacer “el mundo feliz”. Y le creo, cómo no creerle a la más verdadera de las mentiras. Me refugio en ese milagro de armonía, ritmo, melodía y poesía que despliega un mundo en tres minutos: la canción.

Esta vez, la caminata no me lleva a ningún lado. Mientras llevo mis pasos por una ciudad que es la mía, la cabeza sigue lejos, conjurando el miedo con canciones. Llego a Chico Buarque y me quiero quedar a vivir por ahí. Ya sé, ya sé que ahora hay otros ritmos, otras músicas por descubrir, también me gustan. Pero déjenme disfrutar de ese trozo del siglo 20 que vive en youtube. Geni y el Zepelín, se interpretó como una metáfora del pueblo brasileño. La escucho en portugués, y después en español. A los 15 años me regalaron el casete Chico Buarque en español, con un pan cortado en la foto de tapa. “Reina de los prisioneros, las locas, los pordioseros, los gurises del asilo. A menudo a su cuidado, angelitos desgraciados y viudas sin porvenir”, describe a la protagonista al principio de la canción. La escucho y recuerdo Teresa Batista cansada de guerra, de Jorge Amado. “Tirenle tierra a Geni, ella está para aguantar, ella está para escupir”, termina el tema que, sí, puede leerse como una alegoría bien setentista. Pasaron los años, me atravesó el feminismo, me pregunto por qué todos quieren que los rediman mujeres, y aun así, me sigo conmoviendo.

Como me conmueve Elza Soares, y su mujer del fin del mundo, que canta su lágrima de samba al pie del carnaval. La voz de esa mujer ya no es de este mundo, pero siempre nos acompañará. ¿Por qué será que las canciones nos hacen, se convierten en partículas de nuestra vida?

Los pasos no pisan el suelo, van de canción a canción. María Gadú me trae el recuerdo de la flor que la inspiró, y su Bela Flor me acompaña en este recorrido de deseo y ansiedad. En algún momento serán las cinco de la tarde, y sabremos algo del futuro. Qué ilusión insólita. No sabremos nada, una vez más, pero respiraremos aliviados. Y así será, raspando. Las compañeras feministas festejan allá, porque fueron parte de esa construcción. Claro que fueron las mujeres las redentoras. Nosotras las abrazamos emocionadas, con alegría.

Y si está tan lejos, por qué nos atenaza la garganta la comprobación de esa paridad: sólo dos millones de votos de diferencia sobre más de 120 millones. Se leen razones, análisis, proyecciones de las dificultades que tendrá el líder popular una vez que asuma la presidencia. Cuánto tuvo que tejer, y cuánto tendrá que ceder, son algunas de las preguntas que asustan al calor de una canción de Cazuza que también tiene sus años. El tiempo no para, primero por Elza Soares y después por su autor. Y sí, porque… aunque veamos el futuro repetir el pasado, la realidad está allí, estalla en la cara.

Seguiremos, por supuesto, poniendo el cuerpo a lo que creemos. “Si el mundo se pone pesado, voy a pedir prestada la palabra poesía”, decía la Samba de la utopía, de Fernando Silva, y promete: “Si el mundo va para atrás, voy a escribir en un póster, la palabra rebeldía”.

Con la idea fija de hacer cuerpo para un mundo que no sea para los dueños, donde no sea tan fácil para algunos apropiarse de tantas vidas, igual me voy a ir cantando Victoriosa con Liniker. Porque sí, sólo podremos hacerlo con alegría.