Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades 4 puntos
México, 2022.
Dirección: Alejandro González Iñárritu
Guion: Alejandro González Iñárritu y Nicolás Giacobone.
Duración: 159 minutos.
Intérpretes: Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Íker Sánchez Solano, Leonardo Alonso, Andrés Almeida y Ximena Lamadrid
Estreno de este jueves en salas y en Netflix a partir del 16 de diciembre.
Los tres mosqueteros mexicanos que conquistaron Hollywood –con Oscars incluidos– ya tienen una película hecha para Netflix. No es descabellado pensar que el gigante del streaming, cada hora más desesperado por poner una estatuilla de la Academia en sus oficinas, haya dado luz verde para que Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu filmaran básicamente lo que se les cantara. Ante esa posibilidad, los dos primeros recurrieron a historias de íntima ligazón con sus pasados. Cuarón, se sabe, dirigió Roma, en la que exploraba la relación de una familia de clase alta con su empleada doméstica durante la agitada década de 1960. Del Toro hizo Pinocho, que llegará a las salas el 24 de noviembre y el 9 de diciembre a Netflix. Desde ya que no hay nada autobiográfico allí, pero sí puede interpretarse como el pilar de su ideario: a fin de cuentas, el chico de nariz creciente es un monstruo querible y frágil, en línea con los que han atravesado la filmografía del ganador del Oscar por La forma del agua.
¿E Iñárritu? Bueno, el director de Babel y Biutiful hizo una de sus habituales películas ambiciosas y cargadas de nihilismo, a lo que le suma escenas cuya carga metafórica cae ante el peso del ridículo. Son dos horas y media largas, larguísimas, llenas de prodigios técnicos que conducen hacia la nada misma. Un vacío cuya pretensión se preanuncia desde la elección de un título como Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades. Porque Iñárritu no hace películas; Iñárritu cuenta verdades, en este caso, con la forma un viaje por sus obsesiones. O, mejor dicho, LA obsesión, que no es otra que él mismo.
No hay imagen en la que no imprima una huella de grandilocuencia, un intento de marcarse a fuego como un autor en pleno uso de las herramientas cinematográficas. La primera escena, por ejemplo, tiene a una cámara subjetiva que simula lo que ve un hombre que da saltos de cientos de metros en un desierto durante unos cuantos minutos. Apenas después, ese hombre (Daniel Giménez Cacho, algo así como el “Ricardo Darín mexicano”) asiste al parto del hijo que va a tener con su esposa Lucía (Griselda Siciliani). Ella puja, el bebé nace, los doctores lo pesan y vuelven con la noticia de que no quiere salir, que prefiere quedarse adentro. ¿Conclusión? Médicos y enfermeras “empujan” al recién nacido hacia el vientre.
Esa muestra de surrealismo filtrado por el mal gusto, aunque sin algo de escatología que al menos demostrara cierta autoconciencia, es una de las constantes de un film que, entre otras bondades, tendrá casas y trenes que se inundan, tormentas de arena, recreaciones de batallas entre mexicanos y estadounidenses y varios intentos burdos por señalar que el mundo se está yendo a la mierda. Así lo piensa Iñárritu, como también su alter ego ficticio Silverio Gacho (Giménez Cacho), un periodista devenido en reputado documentalista que vuelve a México tan consagrado por la crítica como conflictuado por cuestiones nunca del todo claras.
Pero tampoco importa demasiado, dado que lo importante es que esa conflictividad pueda operar como puntapié para largas peroratas con ínfulas de profundidad y encuentros con personajes de todo tipo, pero siempre cortados por la tijera de una maldad innegociable. Como ese colega que, durante una entrevista televisiva en vivo, fusila discursivamente a Silverio. Porque en Bardo no hay salvación posible, mucho menos algo parecido a la reconciliación.