María (Guillermina Pico) camina por las calles de Gràcia, un barrio algo bohemio de Barcelona. A contramano de su andar pasan algunos transeúntes, las motos estacionadas la observan desde la vereda opuesta, sobre el fondo del encuadre asoman las vidrieras y las fachadas de los negocios. María camina abrigada, de vez en cuando mira hacia atrás, otras veces atiende a las voces sueltas que asoman desde los umbrales. Su estancia en Barcelona ya lleva varios años. Viajó a esa ciudad desde Buenos Aires para estudiar y se quedó, formó su familia, tuvo una hija y luego se divorció. Isabel (Isabel García Ponzoda) ya tiene seis años y su acento catalán llama la atención de María, como el reflejo de un espejo deformado que es propio pero también ajeno, algo irreconocible. La escuela del bosque cuenta la historia de María e Isabel en aquella ciudad de adopción para María, de nacimiento para Isabel, aquel país convertido en hogar y arraigo. ¿Arraigo? ¿Qué es el arraigo? Esa es la pregunta central de la nueva película de Gonzalo Castro, escritor y director argentino que reaparece en el cine después de varios años de ausencia, como el recién llegado a una ciudad que una vez fue propia.

Unos años después de publicada su primera novela, Hidrografía doméstica (2004), Gonzalo Castro se asomó al cine y se convirtió en un prolífico realizador independiente, asiduo a festivales como el BAFICI, explorador de una nueva intersección del lenguaje ahora con la forma de las imágenes. Así llegaron Resfriada (2008) –premio a la Mejor Dirección en la Competencia Argentina del BAFICI-, Cocina (2009), Invernadero (2010) –premio a la Mejor Película, también en Competencia Argentina del BAFICI-, y Dioramas (2012). Luego su nombre desapareció de la programación de los festivales y los listados de estrenos. Hasta que un día el cine lo vio regresar. “Con las primeras películas tenía el ímpetu de estar poniendo en práctica un modo de producción que no sabía si iba a funcionar. Entre el 2006, año en que empecé a filmar Resfriada, y el 2012, en el que se estrenó Dioramas, filmé cuatro películas, en ese momento me pareció que eran más que suficientes. Después, ya sin el beneficio de la inercia, supongo que fue más difícil recomenzar”, cuenta el director. La escuela del bosque fue el proyecto que reactivó ese ímpetu ya desprovisto de la inercia, las historias en otro país que lo hicieron reconectar con el propio.

Guillermina Pico es una pieza clave de este regreso. La actriz y guionista trabajó con Castro desde el comienzo, y en la historia de María hay retazos de su propia biografía, recuerdos convertidos en parte de esa fábula. Antes que un guion formal existió el impulso de registrar esas vidas en ese tiempo, las voces de los catalanes y los argentinos emigrados, las reflexiones sobre el arraigo y la pertenencia, la maternidad en todas sus dimensiones. Así lo cuenta: “Hay algo que inconscientemente fue tomando lugar en la película que apareció en las primeras escenas que filmamos con Gonzalo, y que son temas que me interesan y a los que les dedico mucho tiempo. Yo soy de La Pampa, estudié Cine y Filosofía en Córdoba, luego viví y estudié en Barcelona tres años, antes de irme a vivir a Buenos Aires. Con tanto movimiento, las raíces son, digamos, un gran tema para mí. Antes de Barcelona no lo había pensado mucho, ni lo había sentido. Pero después de esos años en España, empezaron a ser un concepto sobre el que reflexionar”.

Para Castro, antes que un guion existió la voluntad de filmar a esos personajes, la elección de las voces y los rostros, las decisiones de montaje como armado de una sinfonía. “El guion se modeló con las decisiones previas a la filmación, lo que fue dictando el rodaje y finalmente la edición. No elegimos actores para determinados personajes, sino que pensamos en cómo armonizar ficcionalmente personas que conocíamos y nos interesaban”. Y Barcelona también fue un destino antes que un punto de partida, el lugar donde se situaban esas charlas, donde lo abstracto devenía en una materia concreta. “La película transcurre en Barcelona porque sus protagonistas –nuestros amigos que iban a actuar- viven ahí y hacia ahí nos desplazamos. La ciudad no toma un lugar central pero aprovechamos su fotogenia imperante. Las ventanas, los picaportes, las llaves de luz, todo nos dice que estamos en otro mundo”.

“¿Qué necesitamos para hacer un jardín?”, le pregunta Isabel a su madre mientras leen un cuento antes de dormir. “Agua”, contesta María, mientras sonríe, inspirada por las reflexiones de su hija y la historia que asoma entre dibujos infantiles. La relación entre María e Isabel se juega en varias conversaciones que mantienen en la enorme casa que comparten en Gràcia, en los recorridos por el jardín, en las esperas en el auto. Juntas dibujan esa compleja dinámica del arraigo y la pertenencia, los acentos que se chocan, las inquietudes infantiles que se entremezclan con los interrogantes de los adultos. Juan (el escritor Alejandro García Schnetzer), el padre de Isabel, ha formado una nueva familia con una mujer catalana, una familia que se expande y se integra junto a María e Isabel, cuya convivencia se despliega en pequeños momentos, íntimos y banales, cautivos por el ojo de la cámara. “La casa en la que filmamos pertenece a una familia inglesa e italiana, cuyos hijos yo cuidaba con una amiga cuando vivía y estudiaba en Barcelona”, recuerda Pico. “La casa fue central para la narrativa y la ventana perfecta para mostrar esa Barcelona que recordaba, en sintonía con la forma que tiene Gonzalo de hacer las películas y yo de relacionarme, actuar y construir sentido”.

Pero hay otras madres e hijas que conviven en la película. María se fue de Buenos Aires hace 15 años para estudiar y su madre lloró durante varios meses. Ese llanto secreto del que no estaba enterada le llega como un insidioso reproche en la voz de su hermana Iara (Macarena Fernández), varios años menor, quien ahora la visita en Barcelona. Para Iara la falta de la primogénita le otorgó un nuevo lugar en su familia, el recipiente de una ausencia, la repentina mayoría de edad más indeseada. Motivada por su propia separación, ahora realiza un viaje para reencontrar en María los rastros de aquella hermana mayor extraviada en el tiempo, conservada intacta en la memoria. Y la madre oscila entre ambas desde un fuera de campo que no conocemos, comprendida entre el amor y las lágrimas, entre la reprimenda y la sentida evocación. “En las charlas previas con Macarena nos íbamos dando cuenta cómo era nuestro padre, cómo era nuestra madre, el tiempo que había pasado en nuestra historia”, señala la actriz. “Era un juego que conducía la actuación y la escritura de manera muy sencilla, y al mismo tiempo muy misteriosa. Uno nunca sabe qué imágenes o ideas tiene el otro en su mente –en este caso Maca- cuando habla de su madre, pero sí sabía cuáles tenía yo, y al hacer el viejo juego de hablar de ‘mamá’, ya está, éramos hermanas, no teníamos que fingir nada”.

La presencia del padre es más concreta, al principio como una preocupación de María por su autoimpuesta reclusión, luego como un personaje real que cobra forma al final de la película: un artista del dibujo, un habitante del barrio periférico de Vallvidrera. “Hay algo de actualización generacional que funciona como vaso comunicante entre las dos hermanas”, reflexiona Castro. “Y si esa relación se ve interrumpida por la distancia, en cuanto se reconectan, los fluidos comienzan rápidamente a estabilizar el nivel. La decisión de ese reencuentro de ambas ya habilitaba una interacción particular, y a eso agregamos unos punteos de ciertas coordenadas vivenciales para generar la base que definía las escenas: la improvisación”. La improvisación circula en todas las escenas, en las charlas entre María e Isabel, en los juegos de Isabel y su amiguito catalán, en las esperas de Juan y su hija en el umbral de una puerta. Pero también en los apuntes de un grupo de músicos que buscan la distinción nacional en una melodía, en las discusiones de un grupo de catalanes que refrendan las virtudes de los calçots, apenas unas cebollas asadas para los argentinos.

La escuela del bosque está filmada en blanco y negro sobre la silueta de una ciudad que resulta una protagonista esquiva. En ella resuenan las caminatas por las calles, el zumbido de las conversaciones superpuestas, el sol que rebota contra el asfalto, los jardines que se visten de la inminente primavera. Todo evoca los aires de la nouvelle vague, la cámara curiosa, el registro documental, los treintañeros, el blanco y negro. Pero Castro reconoce otras influencias, menos evidentes, menos transitadas. “Siempre siento que no tengo demasiado margen para tomar decisiones estéticas conscientes, que hay demasiados factores activos difíciles de controlar y entonces las elecciones formales están ligadas a su condición de posibilidad. Quizás en la película haya algo del cine de Yasujiro Ozu en la decisión de afirmarme en un plano fijo y sostener el tiempo de una conversación, pero nunca pienso en términos de referencias explícitas a la hora de filmar. En el momento del rodaje siempre me aboco a encontrar el plano, y una vez que siento que ese plano produjo una escena que me gusta, en cuanto algo falla o el circuito narrativo de esa escena se cierra, corto y paso a buscar otro plano, otro lugar donde asentar la mirada”.

El título de la película refiere a una escuela ubicada en la zona de Vallvidrera, al sudeste de la sierra de Collserola: “Els Xiprers”. ¿Será Vallvidrera el nuevo destino de María e Isabel luego de tanto tiempo en Gràcia? ¿Allí, entre el verde de la sierra, el jardín y sus flores, los dibujos del abuelo, ese artista recluido? La posible mudanza dispara nuevas conversaciones: la despedida de esa casa enorme que fue hogar durante tanto tiempo, un nuevo desarraigo, los privilegios inmobiliarios en una ciudad como Barcelona. María lleva sus preocupaciones a las charlas con su jefa en la librería donde trabaja, a la comida entre amigos, a los recuerdos que comparte con Juan del tiempo de su llegada a España. Juan cita La ciudad ausente, la novela de Ricardo Piglia, en la que esa ciudad que transcurre en la memoria y en el recuerdo se encuentra con la otra, la que existe en el plano de lo real. Esa tensión se expone en las manos de ambos sobre la mesa del bar, jugando en paralelo, unidas sin tocarse, teñidas por ese blanco y negro de una evocación que nunca alcanza el objeto que representa.

“Mi primer acercamiento más o menos serio a la fotografía fue con una cámara Polaroid de fuelle, con película blanco y negro. Del registro de esas instantáneas surgió mi impulso inicial hacia el cine, la idea de que esas escenas capturadas de manera furtiva pudieran tener duración y sonido. Intenté extraer un blanco y negro potable en todas mis películas anteriores, sin éxito. El digital de la primera década del siglo fue revolucionario pero limitado, recién la segunda trajo una generación de cámaras que pudo competir en igualdad de posición con el film analógico. Creo que el blanco y negro es una abstracción muy noble, una forma de apearse del continuo cromático cotidiano, de tomar una distancia de asimilación”. Un blanco y negro que también expresa los contraluces de la conversación, la mezcla de nostalgia e impulso de presente, la intimidad de los interiores y los vientos del afuera, el saber del ayer y las incógnitas del hoy. Una conversación que sigue, que no termina. En palabras de Guillermina Pico: “Las conversaciones y los lugares forman parte de un relato mayor, las preguntas nos ayudaron a seguir conectando escenas y personajes y entretejer una conversación por la pertenencia, por la identidad. Las preguntas de mis amigos, de las personas que hace diez años tenían 25 años y ahora piensan dónde se convirtieron en padres, cómo quieren envejecer, cómo quieren cuidar a sus propios padres. Cuestiones de la humanidad nómade que tienen mucha resonancia en lugares como Barcelona”.

La escuela del bosque se exhibe en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martin el jueves 17, viernes 18 y sábado 19, a las 21; y el martes 22, miércoles 23, jueves 24 y viernes 25, a las 18.