Lo de El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro no es nada novedoso: la serie televisiva integrada por relatos unitarios –con o sin una temática, género o tono compartidos– es tan vieja como los rayos catódicos. Al mismo tiempo, en esta era de relatos de duración XXL que pondrían colorado a un escritor ruso del siglo XIX y multiversos compartidos por secuelas y spinoffs que anticipan infinitas variaciones sobre lo mismo, el regreso a las fuentes del relato breve, cerrado sobre sí mismo, ofrece bondades equiparables a las del cuento literario, al menos cuando los dardos dan en el blanco.
Así, los ocho integrantes de este “gabinete”, presentados por el propio del Toro como en el pasado lo han hecho otros cineastas de la talla de Alfred Hitchcock y Dario Argento, permiten reencontrarse con los placeres de la introducción, el nudo y el desenlace entendidos como universo escueto, al grano, sin florituras ni cliffhangers ni promesas de que todo mejorará en la próxima temporada. El fantástico, el terror, la ciencia ficción e incluso la metafísica recorren cada uno de estos auténticos mediometrajes –casi todos rondan los 60 minutos; el más breve apenas si llega a los 40–, que recuerdan entregas del pasado en teleseries como La dimensión desconocida, Cuentos asombrosos o Hammer House of Horror.
La firma autoral no es aquí un dato menor, y en cada introducción el director de La forma del agua, El laberinto del fauno y la inminente versión animada de Pinocho presenta a cada uno de los realizadores con nombre y apellido, mostrando a cámara una pequeña figura realizada a imagen y semejanza de la persona de carne y hueso. Así, por la pantalla de Netflix desfilan las historias de Vincenzo Natali, David Prior, Ana Lily Amirpour, Keith Thomas, Catherine Hardwicke, Jennifer Kent y Panos Cosmatos, todos ellos ligados, con mayor o menor cercanía, al horror cinematográfico, además de la entrada dirigida por el mexicano Guillermo Navarro, reputado director de fotografía que viene trabajando junto a su coterráneo desde los tiempos de Cronos. Un contingente compacto de relatos diversos que, en conjunto, y más allá de gustos personales, regalan una notable calidad en términos narrativos y formales, desde luego con sus picos y mesetas.
En Ratas de cementerio, basada en un cuento de del Toro, Vincenzo Natali (Cube, Splice) retrocede al pasado para construir una historia que bebe de los miedos decimonónicos y regresa al tema de los ladrones de cadáveres, ofreciendo en el tercer acto una vuelta de tuerca alla Indiana Jones y remate a tono (la plataforma de la N roja ofrece la posibilidad de verla en colores o, guiño al terror clásico de los '30 y '40, en blanco y negro).
David Prior (The Empty Man), en tanto, viaja a los '80, eliminando así los molestos teléfonos celulares, y narra el encuentro de un médico forense (el gran F. Murray Abraham) con un desfile de cadáveres que esperan su bisturí, todos ellos mineros que fallecieron en un extraño incidente, antes de toparse con un ser llegado de… vaya uno a saber dónde. Jennifer Kent (The Babadook) opta por el clasicismo de los cuentos de fantasmas, cruzándolo con una versión invertida de Los pájaros (el mal no anida en su vuelo, más bien todo lo contrario), al tiempo que Keith Thomas adapta el cuento de H. P. Lovecraft El modelo de Pickman, con sus pinturas indescriptiblemente monstruosas.
Pero hay un capítulo quizás más lovecraftiano que esa adaptación directa, al menos durante los minutos finales. Se trata de The Viewing, la entrada de Panos Cosmatos, la más intensa, original, extraña, inesperada y lisérgica de las ocho historias. El hijo del realizador greco-italiano George Pan Cosmatos, responsable de El puente de Casandra, Rambo II y Cobra, ya había demostrado su idiosincrático talento para dar vuelta como una media el terror y zonas aledañas con Más allá del arcoiris negro y, sobre todo, Mandy, tour de force formal con un Nicholas Cage al borde de un ataque de mil y una cosas. En The Viewing, que los subtítulos de Netflix traducen no del todo acertadamente como La inspección, cuatro eminencias en su terreno –una astrofísica, un escritor de novelas de éxito, un productor musical y un especialista en fenómenos paranormales– se dan cita en la mansión de un excéntrico multimillonario y coleccionista dispuesto a mostrarles su última adquisición, no sin antes disfrutar de una buena charla acompañada de sustancias variadas.
Fanático de los formatos fílmicos analógicos, lo primero que llama la atención en The Viewing es el registro en 35mm atravesado por lentes Panaflex de los años '80, con sus pequeñas manchitas blancas que aparecen cada tanto en la emulsión y esa inimitable textura en los brillos y ligeras deformaciones laterales que contrastan con la precisión digital de los siete compañeros de aventura. La forma, para Cosmatos, es esencial al fondo, y aquí el Lionel Lassiter interpretado por Peter Weller (así es: el mismísimo Robocop) construyó los interiores de su hogar con una atención a los tonos ocres y el detalle kitsch, que los efectos ópticos, seguramente ayudados por algún invisible truco de ceros y unos, convierten en una suerte de guarida salida de los chips de una supercomputadora ochentosa.
La asistente del magnate, encarnada por la argelina Sofia Boutella, es quien provee las drogas de altísima calidad para animar la conversación, que va de lo personal a temas filosóficos, mientras el dueño de casa alterna la pulsante musicalización –creación de Daniel Lopatin, más conocido como Oneohtrix Point Never– como si fuera un dj en busca de un estado de éxtasis trascendental. Luego, por supuesto, llega el momento de entrar a la recámara y asistir al espectáculo de ese objeto por el cual todos se dieron cita allí. Y entonces, ahora sí, estalla lo inesperado, lo que nadie imaginaba. Que en el fondo no es otra cosa que una excusa, porque Cosmatos sabe que la esencia está en el viaje y no en el destino, que lo verdaderamente importante son las cosas que se dicen y se ven (y como se dicen y se muestran) y no tanto las vueltas de tuerca ingeniosas del guión.
El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro tiene varias gemas de diversa calidad escondidas en sus cajones, pero la verdadera piedra preciosa es esta, y sus pequeñas dimensiones no hacen más que convocar el deseo del próximo diamante de gran tamaño pulido por su creador.