Con un fuerte despliegue de seguridad del gobierno porteño que suscitó malestar e incluso enojo, las comunidades indígenas y pueblos migrantes conmemoraron, en el cementerio de Flores, el Aya Mark’ay Quilla, en quechua, “Día de los Difuntos”. Todo el escenario del cementerio, a excepción del sector de las bóvedas, se vio modificado este 2 de noviembre. Con oraciones y música andina, con ofrendas comestibles y coloridas flores colocadas sobre las tumbas, miles de personas coronaron su encuentro con los ajaius, espíritus de sus antepasados.
"Ni agua dejan entrar", se queja la gente que ingresa por la calle Balbastro. "¡No me dejaron entrar con paraguas para el calor y a otra señora sí! ¿Qué explicación hay?", protesta una mujer. En el ingreso hay policías, agentes de Prevención y de la Agencia Gubernamental de Control y personal de una empresa de seguridad privada. Mujeres entran por un lado; hombres por otro. Hay un vallado. Revisan las pertenencias. Quitan todas las bebidas, que van a parar a contenedores. Ya adentro del predio, un cartel anuncia el cierre para las 17.30 --la apertura fue a las 8-- y advierte que está prohibido el ingreso con bebidas, sombrillas y reposeras. Al agua hay que buscarla en gazebos de la Comuna 7 (son muy pocos, como los baños químicos). La temperatura ronda los 27 grados. Muches llevan sombreros y gorras, y algunos afortunados también paraguas.
La milenaria conmemoración es compartida por los pueblos originarios andinos. Nadie puede decir con exactitud cuánto hace que se celebra en Buenos Aires, pero se estima que alrededor de 30, 40 años. Comienza el 1° de noviembre en cada hogar, donde se preparan ofrendas en honor al difunto: comidas, bebidas, flores, golosinas, cigarrillos. La creencia es que en la madrugada el alma de los muertos regresa a las casas donde vivieron para sumarse a un banquete preparado por sus familiares. El 2 de noviembre, como comenta José Luis Laura, boliviano que vive en Argentina desde el '84, algunas ofrendas son trasladadas a los cementerios para "despachar a las almitas".
"El 1º se prepara una mesita con la foto, las velitas, las flores y a veces se ponen las comidas, lo que a ellos les gusta, las bebidas. Se invita a amigos y parientes para compartir. Después las flores se traen. A veces brindamos acá con un traguito, pero hoy no nos dejaron ingresar", explica Karina. Es peruana. Junto a sus cinco hermanos está frente al nicho donde están los restos de su papá. Sentados en unos banquitos que trajeron conversan, mascan coca, fuman. Encendieron unas velas alrededor de un retrato. En un momento, un grupo de jóvenes que ejecuta el alma pinkillo se une a la ronda con su música. En el sector de los nichos se ven personas trepadas a escaleras colocando flores, y otras frustradas porque no pueden acceder al primer piso, que está siendo refaccionado.
Salvo por el área de las bóvedas, todo el cementerio se ve alterado por la jornada. No es un día habitual de calma y de silencio. En una estructura con una cruz dejan sus ofrendas quienes no tienen familiares enterrados aquí. Tumbas y nichos lucen ahora flores nuevas. Y las primeras, también, ofrendas comestibles --aunque no son tantos los casos--, el signo más característico de la conmemoración. Hay varias familias reunidas alrededor de las tumbas, colocando sobre ellas tantawawas --panes que se preparan para la ocasión--, frutas, caramelos. En una se ven también pasancalla --maíz inflado-- y galletitas. Estos productos caseros son entregados a todos los que se acercan --conocidos o desconocidos-- a rezar y en algunos casos están acompañados por una decoración que puede incluir los tonos violeta y negro. Por el predio circulan otras bandas de músicos, entre ellas una integrada por nueve hombres sikuris llamada Markasuma, y Luz y senda, conformada por una familia. Cantan en cada tumba las canciones que piden las familias y reciben colaboraciones. También de sepulcro en sepulcro van un hombre y una mujer amautas ofreciendo un ritual para honrar a los fallecidos y un trompetista que interpreta el toque de silencio fúnebre.
"La corona es de cuando ella se fue; la escalerita de cuando ella baja", explica Yovani, quien reparte bolsas con panes con esas formas a las mujeres que rezan a la tumba de su hija Jhoseline, fallecida el año pasado con solo 28 años. También da bananas y naranjas. A esta cronista, un tantawawa con la cara de una joven que evoca a Jhoseline, con un barbijo verde.
"Ahora no hay bebida. El difunto tiene sed, ¿qué le vamos a dar?", bromea Juana Mamani. Sobre la tumba de su marido y cuñado hay también panes de distintas formas. El día anterior junto a Beatriz, su hija, preparó fricasé de cerdo y convocó amigos. "Hoy es día de despedida. Todo esto es para que el difunto se vaya contento y feliz. No es un día triste. Es un día de alegría para nosotros, porque los difuntos bajan desde el cielo para compartir, por eso se les pone lo que les gusta, sea caro, sea barato. Para nosotros es una fiesta", define Beatriz. "Algunos nos vamos bailando moseñada hasta las casas. Así terminamos el despacho."
La tensión en relación con el operativo de seguridad escala a eso de las 14. Hay varios frentes abiertos. Integrantes del Centro de Acceso a la Justicia y de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad cumplen la función de mediadores. Una banda quiere pasar a tocar y no se lo permiten, con el argumento de que puede haber solo una, que ya está sonando. Entonces se pone a tocar en la puerta. Tampoco dejan colocar afuera un stand de difusión de la entidad organizadora, la Mesa de Aya Mark’ay Quilla. Ambas cuestiones se resuelven al rato. Al fotógrafo de Télam Pepe Mateos no le permiten que haga su trabajo en el lugar.
"No pasa nada... Hace cuatro años que la gente bajó porque el director del cementerio no deja a los bolivianos que hagan sus rituales, sus cosas. Ni agua les dejan entrar, entonces la gente viene cada vez menos", analizan los vendedores de la florería de la esquina del cementerio, donde un ramo cuesta 300 pesos y dos, 500. La economía se infiltra, como la política, en la espiritualidad: alguien consulta si hay algún "ramito" a 100 pesos. Pero no, no hay. La misma hipótesis que aquellos vendedores maneja Mariana Amaru, de la Mesa de Aya Mark’ay Quilla. No sabe aún cuánta gente se acercó, pero sí que es mucha menos que en otros años, cuando se han juntado 60 mil personas. Y también sabe por qué. "Hace 15 años --desde la asunción de Mauricio Macri como jefe de Gobierno-- que se viene militarizando este cementerio y se vulneran nuestros derechos como naciones y pueblos indígenas. Han venido con perros, caballos, motos. Están criminalizando nuestras tradiciones, y con racismo y xenofobia", afirma, preocupada por la imagen que del día se llevarán les niñes, que son muchos. Hace cuatro años que la Mesa se reúne con representantes del Ministerio de Seguridad porteño en la víspera del evento. Este año, en cambio, el diálogo fue con la Subsecretaría de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural. Aunque parecía un avance, las comunidades no quedaron conformes con la negociación.
La salida es por Castañares. Se venden helados y agua, y comidas típicas, como lechón y charquekan. "Algunos, resignados por todo el operativo, se quedan afuera", señala Amaru. En las veredas también hay personas con sus velas, fotos y ofrendas, despachando a las almas.