Las obras de la artista francesa Rosa Bonheur (1822-1899) nos devuelven al vibrante mundo rural del siglo XIX, cuando los animales ocupaban todavía un lugar primordial. RB los pintó en toda su magnificencia y dignidad: en sus lienzos de estilo hiperrealista, caballos, vacas, perros, conejos, gatos, ovejas, aves, ciervos, leones, jabalíes, tigres, corderos, están dotados de alma. Eran, sin lugar a dudas, el tema favorito de esta prolífica autora de miles de cuadros y unas cuantas esculturas, que hoy día está siendo festejada por una mega retrospectiva. Más de 200 obras han sido seleccionadas de prestigiosas colecciones públicas y privadas de Europa y los Estados Unidos, y se exhiben hasta el próximo enero en el Musée d’Orsay, en París, en una gran muestra que invita a redescubrir la potencia y riqueza del trabajo de una mujer impar, dueña de una biografía rematadamente vanguardista, a dos siglos de su nacimiento.
Vale decir que la excelencia de Bonheur redundó en un contundente éxito en vida; en Francia, en Inglaterra, también cruzando el Atlántico. A tal punto su notoriedad que, cierta mañana, recibió la visita espontánea de la emperatriz Eugenia, que se presentó para condecorarla con la Legión de Honor, distinción que nunca antes había recibido una pintora. Sucedió en el Château de By, castillito cerca de Fontainebleau que la virtuosa y exigente Rosa había comprado con su propio dinero, y que lógicamente convirtió en una suerte de Arca de Noé, habitado por decenas y decenas de amigos animales. Mujer de gustos simples, la vida de esta alegre inconformista transcurrió allí, en el retiro y la monotonía de una existencia provinciana.
La exposición en curso se hace eco de la larga trayectoria que una Rosa libre y emancipada, mostrando obras tan diversas como una pintura de conejos mordisqueando una zanahoria -que ella expuso en el Salón de París cuando tenía apenas 19 años-; un retrato de Buffalo Bill a caballo -con quien trabó amistad tras conocerse en la Feria Mundial de París de 1889-; cianotipos con las que experimentó en los últimos años de su vida.
Hay quienes creen que, con su trabajo, Bonheur buscaba recuperar algo del paraíso perdido de la infancia, cuando los días felices transcurrían jugando a orillas del río Garona, corriendo despreocupada por los campos, pasando el rato con ovejas, terneros, caballos, vacas… Esa niñez idílica en el Château Grimont, cerca de Burdeos, fue interrumpida cuando tenía 7 años, y su papá -el pintor Raymond Bonheur- decide que la familia se mude a París. A Rosa le cuesta acostumbrarse a la cité, más aún cuando -cuatro años después- muere Sophie, su adorada mamá, que le había enseñado el abecedario asociando cada letra... con un animal. Desconsolada, RB encuentra refugio en el pincel, sin saber que pronto será el principal sostén de su papá, sus dos hermanos y su hermana (todos, por cierto, artistas). Porque, ya desde los 14, la brillante muchacha vende sus cuadros, que muestran total empatía con su compañía preferida: la fauna.
Bonheur pasó toda su vida estudiando a los animales: aprovechaba sus paseos por el Louvre para copiar con precisión fotográfica los especímenes que le devolvían óleos de Poussin, Rubens, Gericault; hacía escapadas por la campiña para bocetarlos; visitaba mataderos y ferias de ganado para perfeccionar su conocimiento sobre anatomía animal… Como las pesadas faldas eran un estorbo que le complicaba la faena, la pragmática Rosa pedía regularmente un permiso especial para “travestirse”, o sea, para vestir pantalones, que efectivamente le era dado por las autoridades. Sin aquel visto bueno, el gesto no solo hubiese sido motivo de escándalo: ella hubiera sido sancionada.
El look contracorriente (“mi uniforme de trabajo, nada más”) no fue la única rígida convención que esta pelicorti de 1.50 metros de altura desafió. Cultivó hábitos tan “extravagantes” como fumar cigarros, montar a caballo a horcajadas y no de costado -como demandaba a damas respetables la convención-, cazar animales pequeños. Decidió además no tener hijos ni contraer nupcias para concentrarse en su carrera, conviviendo durante más de cuatro décadas con Nathalie Micas, pintora y amiga desde la adolescencia.
La relación de respeto, cuidado y cariño entre ambas está envuelta en hipótesis sáficas: hay quienes dan por verdad revelada que eran pareja. Katherine Brault, la actual propietaria de la casa-estudio de Bonheur que hoy día funciona como un museo, explica que no hay pruebas de que Bonheur fuera lesbiana, aclara que son meras especulaciones. No descarta que acaso lo suyo fuera un acto de independencia y hermandad extraordinarias, pero igualmente manifiesta que lo que verdaderamente interesa es poner en valor una colección de obras extraordinarias que cayeron en el olvido a partir de los 1950s y, en ese sentido, poco importa su intimidad.
“El arte es absorbente, es un tirano. Exige corazón, cerebro, alma, cuerpo, la totalidad de su devoto. Nada menos ganará su mayor favor. Me caso con el arte. Es mi marido, mi mundo, mi sueño, el aire que respiro. No sé nada más, no siento nada más, no pienso nada más. Mi alma encuentra en él la más completa satisfacción”, las enfáticas, apasionadas palabras de Bonheur, sobre una vocación que signó su vida.
Por cierto: según especialistas en la materia,
son varias las razones por las que se ha reavivado el interés por su obra. La
primera y más evidente: coincide con el creciente entusiasmo de la crítica y el
público por talentos femeninos olvidados que antaño se abrieron camino en
profesiones dominadas por tipos. El auge de la ecología y de la causa animal,
además de cierta idealización del universo campestre, también parecen incidir
en la renovada estima por el trabajo de Rosa, devenida patrona medioambiental y,
en cierta medida, musa de antiespecistas.