El tiempo perdido            8 puntos

Argentina, 2020

Dirección, guion y montaje: María Álvarez.

Duración: 102 minutos.

Estreno en Malba Cine, sábados a las 20.

Una no oye bien, la otra fue operada de la cadera. Está la que no tiene una visión perfecta, culpa de una maculopatía, y el que repite varias veces la misma historia, como si no la hubiera contado nunca. Los protagonistas de El tiempo perdido tienen entre 70 y 80 años (o más), pero realizan una proeza reservada para espíritus jóvenes: una vez por semana se reúnen en un bar de la esquina de Lavalle y Libertad, para leer los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Siete mil páginas, a razón de varios párrafos por reunión, sin una meta estricta de tiempo (no se trata de clases; ellos lo llaman “club”). El fundador del grupo va por la quinta vez que lee la novela completa, y cada vez sigue descubriendo cosas nuevas. Como sucedía con el primer documental de María Álvarez, Las cinephilas, sobre un grupo de señoras que practican con devoción la pasión que el título indica, los protagonistas de El tiempo perdido (un título tan referencial como engañosamente autocrítico) son un grupo de ancianos a quienes una práctica artística (ser cinéfilo o bibliófilo son formas de arte) hace ser felices.

Como en el caso anterior, Álvarez --de quien a comienzos de este año se estrenó su tercer film, Las cercanas-- practica la pura observación, sin otra intervención que no sean la elección de los planos y el montaje, entendido en sentido amplio. Pero aquí el desafío es mayor que antes, por las características de la actividad. Mientras que las “cinephilas” se trasladaban de una sala a otra, estando en permanente movimiento, los “proustianos” están “condenados” (por sí mismos) a la inmovilidad más absoluta. Inmovilidad física, movimiento permanente de la mente, a través del oído y la palabra. Álvarez no filma nada de la vida cotidiana de ninguno de los miembros del club: solo los muestra “en acción”, y esto representa un desafío para sí misma y para el espectador. ¿Cómo filmar la palabra, la recepción, el pensamiento, el goce interno?

Filmando a los protagonistas, podrá decirse. La realizadora ha dedicado largas jornadas de concurrencia a las actividades del “club” (un club en el que la única gimnasia es mental), de tal modo de obtener los mejores planos, los momentos más significativos. La cámara está tan cerca que en ocasiones muestra los poros de los “socios activos”. Una señora protesta, porque le están dedicando demasiado tiempo a un solo párrafo (como si en Proust importara la velocidad); otra, que concurre por primera vez y confiesa no ser lectora, pregunta quién es el asesino de En busca del tiempo perdido. Tal vez insatisfecha con la falta de respuesta, no se la vuelve a ver en la mesa del Petit Colón (o del bar que está justo en diagonal, que parece ser el otro emplazamiento de la docena de asistentes). Otra pregunta dónde están los diálogos, teniendo en cuenta que se trata de una novela.

Por lo que puede verse, la circulación del grupo es tan abierta como la fecha de finalización (fin de la novela). Hay rostros nuevos, otros que desaparecen, los que están siempre. Todos parecen ser amigos de toda la vida de Albertine, Swann o el barón de Charlus. Más allá de unos cuantos primeros planos, la cámara encuadra casi siempre en plano medio, que es el que corresponde a la mirada cercana de un espectador sentado a la mesa. Como las sesiones son largas y continuadas (gentileza de un montaje tan inteligente como invisible, a cargo de la realizadora), el espectador funciona como un miembro más del club, enterándose o recordando los besos de buenas noches de la mamá del narrador, pero nunca de quién es el asesino.