Con más del 95% del escrutinio ya realizado, todo indica que Benjamin Netanyahu volvería al gobierno de Israel con un bloque propio compuesto, en la perspectiva más optimista, por 65 bancas. La nueva alianza de gobierno se construyó bajo la conducción del tradicional partido Likud, en alianza con sectores de la derecha religiosa, ultranacionalista y profundamente antiárabe.
En esta elección, las grandes derrotadas fueron las izquierdas, con el otrora poderoso Partido Laborista, de orientación socialdemócrata, ahora reducido a tan sólo cuatro bancas, y con el pacifista Meretz sin llegar al mínimo establecido para ingresar al Parlamento, por primera vez desde su creación en 1992. Los partidos árabes, con un resultado mejor al inicialmente previsto, llegaría a los diez asientos. En tanto que Yesh Atid, el partido del actual primer ministro Yair Lapid, con 24 bancas y de orientación centrista, se convertiría en la primera minoría en el nuevo congreso israelí.
Frente a la conformación de uno de los gobiernos más derechistas en la historia de Israel, distintos voceros de las organizaciones palestinas manifestaron su desaprobación y temor ante la probable intensificación de las políticas antiárabes en el corto plazo. De igual modo, advirtieron que están dispuestas a combatir a Netanyahu y a sus aliados, lo que podría fortalecer a Hamas, en Gaza, y debilitar a la Autoridad Palestina, en Cisjordania.
A nivel internacional, un nuevo gobierno de Netanyahu podría correr nuevamente el eje geopolítico de la región.
En efecto, y luego de distintos acuerdos encarados durante este último año y medio con países árabes e islámicos a partir de la puesta en marcha de los “Acuerdos de Abraham”, gobiernos como el de Emiratos Árabes Unidos han transmitido su temor de que un renovado mandato de la derecha ultranacionalista en Israel no sólo incrementará la presión en contra de los palestinos, sino que podría aumentar las tensiones con las naciones vecinas.
Con todo, gobiernos con más diálogo con los Estados Unidos, como el Arabia Saudita, podrían mostrarse favorables al regreso de Netanyahu al poder ya que de ese modo se consolidaría nuevamente el frente anti Irán en Medio Oriente, promoviendo así un nuevo equilibrio de poder en la región en contra del régimen chiíta.
En tanto que para aquellos gobiernos más alejados de Washington, como es el caso de Irán, el regreso al poder de Netanyahu y de la derecha israelí podrá ser de utilidad en la apelación a un discurso nacionalista siempre útil para descomprimir la conflictividad interna y, sobre todo, las movilizaciones de protesta que, pese a la menor atención de la prensa occidental, todavía continúan desafiando a los ayatolas y a los fundamentos de la república islámica.
Pero inesperadamente, las tensiones se incrementarían con Estados Unidos, el aliado histórico de Israel, aunque en este caso, pesan considerablemente las diferencias políticas y las alianzas partidarias internas.
El gobierno de Joe Biden ve con preocupación el ascenso de Netanyahu al poder en Israel no sólo porque incentivaría la conflictividad en Medio Oriente, sino porque además se trata de uno de los principales aliados a nivel internacional de Donald Trump.
El triunfo de la derecha israelí será sin duda un antecedente de importancia en el eventual triunfo republicano que, según casi todas las encuestas, tendrá lugar en las elecciones de medio término la semana que viene en Estados Unidos: una coyuntura que además sería utilizada por Trump para anunciar su próxima candidatura presidencial republicana.
Pero al mismo tiempo, para el gobierno demócrata, un nuevo gobierno de Netanyahu también podría ser una buena noticia. En efecto, Biden y la OTAN podrían sumar un nuevo aliado en su cruzada global contra Rusia.
Hasta el momento, Yair Lapid ha mantenido una postura neutral en su interés de mantener las buenas relaciones con Moscú. En este contexto el gobierno israelí ha censurado la intervención rusa, pero no ha enviado armas al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski. En un fino equilibrio entre Washington, Moscú y Kiev, Israel ha proporcionado ayuda humanitaria a Ucrania, pero sin dañar su relación con Putin.
Las razones son básicamente geopolíticas: en el marco del conflicto armado en Siria, Rusia mantiene una importante presencia militar y permite los bombardeos israelíes sobre milicias proiraníes, principalmente Hezbolá, impidiendo así su eventual desplazamiento hacia el estratégico punto de los Altos del Golán.
Durante su campaña electoral, Netanyahu fue más ambiguo: señaló que la posición de Israel sobre el conflicto había sido “prudente”, pero en los momentos de mayor asedio de Rusia, y frente a un electorado más alineado con Estados Unidos, planteó la posibilidad de que Jerusalén comience a enviar armamento a Ucrania.
Pero la neutralidad israelí podría verse afectada en caso de que se confirme la cooperación militar de Irán con Rusia la que, según la inteligencia de la OTAN, ya habría comenzado a operar a partir de la presencia de drones de origen persa en territorio ucraniano.
De este modo, la participación iraní en el conflicto de Ucrania podría convertirse en el argumento de mayor peso político para que el gobierno de Netanyahu se decida a involucrarse proveyendo armamento para sostener al régimen de Zelensky: un pedido promovido en gran medida por los orígenes judíos del gobernante ucraniano.
Si esta posibilidad finalmente cobra forma, para nadie resultaría extraño un evidente incremento de las tensiones y de los conflictos en la geografía siempre compleja de Medio Oriente.