En su novedad de fin de año, Editorial Crack-Up presenta la primera novela de Genniol, referente clave de la contracultura argentina en los ochenta y gran compañero de aventuras de Luca Prodan, con quien, entre otras cosas, compuso "La rubia tarada".
En Patio de Cuervos —prologada por la prestigiosa dramaturga Vivi Tellas—, el histórico performer y clown del under porteño Héctor "Genniol" Rossa (1948) narra a través de su alter ego, Poccá, las peripecias de un prisionero argentino en un gulag de Siberia a comienzos de los '90, en pleno proceso de disolución de la Unión Soviética, en un texto de corte autobiográfico que puede ser leído tanto como una novela, una crónica de viaje o un diario de supervivencia.
Un artista latinoamericano atrapado en el “fin de la historia”, que se salva para contarlo y que, de regreso a nuestro país, llega con una valija cargada de fotografías, cartas y objetos que retratan lo vivido.
A continuación presentamos un capítulo de Patio de Cuervos, que ya se consigue en todas las librerías del país.
Cámara / Kamera
Poccá vio cómo se cerraba la puerta acompañada de su pesado sonido metálico y miró a su alrededor reconociendo la cámara. Está en una habitación rectangular de tres por cuatro metros, con techo abovedado y una ventana con vidrio opalino a tres metros de altura. Sus paredes y el techo son de color blanco impecable, su piso de cemento pintado de color rojo, al lado de la puerta un embudo de cemento de cuarenta centímetros de altura como retrete y, al lado de este, un lavabo de cemento con una antigua canilla que sale de la pared. Sobre esta pileta, un metro más arriba, cuelga un cuadro escrito en ruso con los reglamentos que tienen que cumplir los prisioneros de Lefortovo. Una cama de hierro con sábanas blancas y una manta azul. Una mesa del tamaño de un tablero de ajedrez y un banco a su lado. Estos tres elementos están sujetos firmemente al piso. La luz proviene de una tortuga doble, desde el centro del techo.
Poccá sintió el desamparo sin saber qué hacer. Caminó como un animal enjaulado cambiando de dirección cada tres pasos y tratando de no caer en una emboscada de su mente. Se sentó en el banco con la cabeza entre las manos y los ojos cerrados, tratando de reorganizar sus sentidos, pero solo logró un bombardeo de imágenes y recuerdos. El contexto lo determina. En esa habitación blanca, con una cama, una mesa y un banco que no se pueden mover, en definitiva no se tiene nada. Todo el ruido está en la mente. No hay silencio. El hecho de estar aislado dentro de un calabozo lleva a recordar, solo a recordar.
En Moscú al calabozo lo llaman cámaras. —¿Las cámaras de qué? Esas no son cámaras del silencio, no. El aislamiento solo es físico, al pensamiento no se lo puede aislar fácilmente. Al no haber aislamiento de la mente los recuerdos pesan más que cualquier otra reflexión. Se hacen parte de la realidad. El futuro es totalmente incierto, sobre todo encontrándose preso de la kgb por contrabando en Moscú, en la cárcel monumento nacional, que alguna vez acogió a Lenin. Lefortovo Prisión.
Se puede fantasear que, al salir del aprisionamiento, se puede escuchar a Charlie Parker en la radio del auto mientras se transita por las campiñas del sur de Francia, pero esas son solo pequeñas fugas de la mente. Realmente se piensa en recuerdos. Vienen, golpean, atormentan, sacuden, divierten, conmueven. No son ni siquiera volitivos, los recuerdos vienen aunque no se quiera.
—La familia, los amigos, Buenos Aires, las valijas, el Socio Ambicioso, los remates, Pajarito, Casa Mía, el aeropuerto, la familia, las valijas, Pajarito, los remates, los amigos, Buenos Aires, La negra Renée, los cuadros, el interrogatorio,—piensa circularmente Poccá.
—Un calambre en el estómago lo puso en cuclillas para soportar el dolor. Con esfuerzo, llegó a la cama y se arrojó en ella con la esperanza de dormir y luego despertar de esa pesadilla. Se abrió la puerta de hierro y entraron dos guardias con bastón, gritando en ruso, amenazadoramente, y señalando el cuadro escrito con letras rusas ubicado sobre el lavabo de la cámara. Poccá los miró atónito, sin poder entender ni una sola palabra. Uno de los guardias se puso rojo furioso. Poccá, en su desesperación por comunicarse, para calmar los ánimos de los carceleros, le sacó a un guardia el pañuelo de su mano y se lo pasó por su uniforme como quien saca polvo. El guardia lo miró sorprendido y se dio media vuelta para irse, sin olvidarse de cerrar la puerta de hierro. Poccá volvió a sentarse en el banco y apoyó su cabeza en la mesa y volvieron las imágenes y los recuerdos.
Nuevamente se abrió la puerta de hierro y entraron los dos guardias, esta vez acompañados por una bella mujer vestida con guardapolvo blanco y una bandeja de medicamentos. Le hacen seña para que vuelva a la cama, lo inyectan y se van. Poccá lentamente se fue quedando dormido cuando un chistido lo despertó, entreabrió los ojos y vio la puerta de hierro calada en el centro, por donde se asoma la cara de una anciana, muy pálida, con un pañuelo blanco en su cabeza, chistando y señalando con su mano que se acerque. Tambaleando por el efecto de la inyección, se acercó a esa alucinación. La anciana colocó en la pequeña mesa del pesebre un plato de aluminio con algo semejante a un vómito.
Le señaló que lo retire, Poccá lo llevó hasta la mesa, cuando la anciana cerró el pesebre con sonido metálico. Mientras, sentado en la cama, Poccá recibe más imágenes y recuerdos. Vuelve el sonido del cerrojo en la puerta y nuevamente reaparece la cara de la anciana con su pañuelo blanco, quien pronuncia en voz baja:
—Bluda.
Poccá la miró absorto hasta que la anciana introdujo su brazo por la ventanilla del pesebre, señalándole el plato de aluminio olvidado sobre la mesa fija de la cámara, repitiendo
—Bluda, Bluda. Poccá acercó el plato al pesebre. La anciana, al ver que no lo comió, se lo devolvió señalándole el retrete, para que arroje ese engrudo. Entregó el plato y la anciana cerró el pesebre.
Poccá volvió a la cama y se durmió.