“Vinieron acá los chicos de la Secretaría de Cultura, pero yo no me doy mucha cuenta. Lo valoro mucho, son como caricias, pero ya dije que éste es el último, que no quiero más homenajes”, asegura Leonardo Favio. Hoy en Mar del Plata, en el cierre del Primer Congreso Argentino de Cultura, que reúne a más de 2000 participantes locales y extranjeros, Favio será celebrado por su obra, pero el director de Juan Moreira y Gatica, el Mono vive el tiempo presente. Está entusiasmado con su nueva película, Aniceto, una versión musical de El romance del Aniceto y la Francisca (1966), que acaba de terminar de rodar y se encuentra en plena etapa de montaje. Durante la charla con Página/12, en su casa-estudio de la calle Pasteur, Favio muestra bocetos, elige fotografías y se conmueve con la banda de sonido compuesta por Iván Wyszogrod, que pone una y otra vez en un radiograbador que tiene sobre el escritorio.
–¿Cómo fue que volvió a pensar en el Aniceto?
–Siempre intuí que Aniceto daba como para un ballet, para llenar esos silencios, hacer una película más pictórica, otra historia dentro de esa historia. Ves, por ejemplo (muestra unas fotos), esto es un campamento de gitanos, que en un momento dado queda así, transfigurado. Estamos trabajando en este estilo. Es una película donde convergen todos los elementos, fundamentalmente la pintura y la danza. Y la música, claro, que la hizo Iván, el mismo chico que compuso la de Gatica, que es impresionante. Es una película, no sé cómo decirlo, muy... rara. Pero no porque yo me lo haya propuesto. Surgió así. Fijate vos. En el último cumpleaños de Niní Marshall estaba Lino Patalano y, en un momento dado, se me acerca y me dice: “¿Nunca pensaste en hacer un ballet con El romance...?” Y yo sí lo había pensado, pero quería escuchar qué me decía él. Y comenzamos a charlar y eso me dio más coraje. Entonces vine y empecé a trabajar y trabajar. Primero era un proyecto para hacer en teatro. Después Iván me convenció de llevarlo al cine. Y empezamos a trabajar el guión. Hasta que finalmente se hizo. Te va a sorprender el nivel actoral. El Aniceto es Hernán Piquín, un bailarín clásico impresionante. Y las dos chicas, la Francisca y Lucía, son dos bailarinas de excepción, Natalia Pelayo y Alejandra Baldoni.
–¿Cómo fue la experiencia de concebir una película a partir de las coreografías, algo que no había probado hasta ahora?
–Era como si toda la vida lo hubiera estado manejando. Tal vez sea porque siempre me gustó mirar ballet, ese tipo de cosas. Trabajé con dos coreógrafas: Margarita Fernández y Laura Roatta. Y con Hernán, que está considerado uno de los más grandes bailarines del mundo. Ibamos por secuencias, venían, charlábamos, yo les decía cuál era la imagen que yo tenía de esa danza, ellas lo elaboraban, después iba a ver los ensayos... Nos entendimos a la perfección desde el comienzo. Y me resultó más fácil de lo que esperaba. Todos estamos muy sorprendidos. Además, todo se hizo en galería: interiores y exteriores.
–¿Como las comedias musicales de la Metro, que reconstruían Nueva York dentro de un estudio?
–Todo, absolutamente todo se hizo ahí, cosa de tener todos los climas. Era un estudio de 40 metros de ancho por más de doce de alto. Son espacios gigantescos. Mirá el tamaño de las figuras (muestra fotos del rodaje). Yo no sé si soy insensato o qué me pasa, pero yo entro en las cosas a golpe de corazón. No me doy cuenta de la tarea que implica... Pero hago todo con la misma meticulosidad con que lo he hecho siempre. Imagínese que hemos estado con el guion aproximadamente seis años. Primero fue teatro, después cine, después buscando la música, cortando, pegando. En fin, que cuando ya llegó el momento de entrar al set era como sístole-diástole, era como respirar, un acto reflejo, totalmente natural.
–¿Hay diálogos también?
–Sí, sí, por supuesto, está todo el diálogo, todo el drama. Está hecho para la gente, para mí, para todos.
–¿A los bailarines les pidió que vieran la película original?
–No, porque no tiene nada que ver. Además, yo voy marcando el más pequeño detalle de la actuación, no tenía que ser lo mismo que antes. Ha sido un trabajo muy bonito. Es inútil, cuando te rodeás de gente talentosa no te podés equivocar. Estoy feliz con la obra, estoy muy feliz. Es la primera vez que puedo ver una película mía como si fuera ajena, como espectador de la obra. Yo ahora bajo, comienzo a compaginar, a trabajar, a ajustar detalles, y la observo como una película de otro realizador. Eso es muy importante. Quiere decir que algo ocurrió con esta obra, que puedo tomar distancia, rápidamente, no como antes.
–¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia?
–Antes estaba involucrado de otra manera. Ahora no es que me predisponga a tomar distancia. Ha ocurrido. Porque esta experiencia es tan nueva para mí... Ir deformando imágenes para que se transformen en cuadros, cuadros que tienen voces... Es como –no sé cómo sonará lo que voy a decir–, es como compartir un poco el misterio de la vida misma. Porque uno se pone a observar el cosmos... Los otros días estaba viendo una parte de Perón, sinfonía de un sentimiento, donde un obrero, antes de los derechos del trabajador, parte hacia el cosmos así, una bola, y se pierde en infinidad de estrellas y galaxias, y yo me dije “puta, carajo, cómo es esto, este misterio tan insondable”. Entonces se trata de despojarse de todo lo que sea la lógica de una narrativa, para volar donde uno quiera.
–¿Es la lógica del sueño?
–O la lógica de lo que yo estoy viviendo en esta etapa de mi vida. Interrogarme sobre muchas cosas, de ver que todo es muy, muy fugaz. Me preguntaba antes por el premio: yo lo recontra valoro, claro, porque son como caricias, pero también sé que todo eso es tan efímero, que lo importante es cuando reposás en tu almohada, ¿no? Saber qué hiciste durante ese día, si valió la pena... Me pregunto sobre qué es todo esto donde uno está. Cada vez me jode más lo superfluo... No sé, estoy viviendo una etapa rara. Me están sucediendo muchas cosas, que son casi como milagrosas. Esta etapa, por ejemplo, que se está viviendo en el país. Yo creí que nunca la iba a volver a ver. Nunca. Volver a ver a la gente con una actitud un poco relajada en el rostro. Se está dando una conjunción de cosas.
–¿Cómo ve al país hoy?
–¿Cómo lo veo? Maravillosamente bien. No es fácil la tarea en la que está envuelto este hombre. Yo diría que finalmente, después de más de cincuenta años, no tenemos un político en el gobierno, tenemos un conductor, un tipo que te convence con hechos concretos. Y despojado de toda hipocresía política. Pero además con mucha visión y mucho talento. Me gustaría que lo supiéramos preservar. Antes tenía una gran expectativa con la mujer de él, cuando la oía en sus exposiciones dentro del Congreso. Me llamaba la atención. ¡Qué brillante! Y veo que lo que decían se va cumpliendo, y más. Es como un nuevo milagro, porque vienen de un pueblo chiquito, y sin embargo están ahí, dando una batalla que la gente entiende poco a poco.
–¿Le parece que es una nueva etapa del peronismo?
–No hay ni nueva etapa ni vieja etapa. Es como decir que hay un nuevo cristianismo. El peronismo siempre fue uno. ¿Te das cuenta? Yo tengo carné de conductor, pero yo no manejo, ¿me entendés? Vos podés llegar a los más altos estamentos de un partido político y no tener nada que ver con ese partido. Porque uno es lo que hace y hace lo que es. ¿Qué tiene de cristiano el Papa Borgia? O tantos otros. O muchos obispos que hemos tenido acá. Y de golpe te encontrás por ahí con una persona en China, por ejemplo, que ni oyó hablar de Cristo, y es más cristiana que su Santidad. Entonces... el partido, como partido, nunca me expresó. Ni como cineasta ni como nada. Lo que yo amé es lo que vi, el trato con el niño que fui, con la ancianidad, las obras que se realizaron, la visión, el talento... Vos escuchás un discurso de Perón en aquella época o algo que respondía y te quedás perplejo, porque estaba cien años adelante de todo. Y todo lo que él dijo se fue dando. Entonces, ¿qué es ser peronista? Yo digo que todo el que se sensibilice frente a un niño desvalido, o frente a un salario injuriante de un obrero, o no vea en una marcha de protesta un tumulto de gente que molesta sino un conjunto de individuos que tienen algo que reclamar, ése es mi compañero, milite donde milite. Yo no le pregunto a nadie quién es ni de dónde viene. Mientras sea buena gente... Esto puede ser también producto de mi ignorancia. Yo no conozco la Constitución, por ejemplo. Pero no necesito leer la Constitución para saber qué es lo que corresponde. No sé, estoy muy feliz con esta etapa que se está viviendo. La llegué a ver, Dios me dio esa posibilidad. Yo creí que nunca más la iba a vivir. Ahora... se está construyendo, cuesta, cuesta mucho. Los otros días estábamos viendo Perón... (porque me trajeron el DVD) y te das cuenta de qué paralelos que hay, porque vos veías, cuando Perón comenzaba a trabajar con los obreros, las quejas cuáles eran y de qué grupos venían. La Cámara de Comercio decía que el camino emprendido nos iba a llevar a una inflación impresionante y qué sé yo y que todo se iba a desmoronar... Y yo me preguntaba, ¿pero esto no es lo mismo de hoy? Los enemigos tienen prácticamente el mismo carácter. Y el acercamiento de la gente que ha militado o que milita dentro del radicalismo es muy parecido a la primera etapa de Perón, cuando se fueron hacia él Jauretche y todos los que venían del yrigoyenismo, ¿no?
–¿Y cómo ve a la gente joven, al nuevo cine argentino?
–Veo una juventud muy positiva, tienen toda la potencia. Uno empieza a endeudarse a partir de los 30 años. Antes de esa edad, sos jugado, vas adelante, a veces confundido –porque te confunden–, pero siempre estás en primera fila... Por ejemplo, en la cinematografía. Me apabullan los chicos. Y vos los ves, con una frescura... Bueno, ¡la misma que tenía yo cuando hice Crónica de un niño solo! Esa juventud... Es como si no pudieran refrenar el impulso de amar. Por ejemplo, Caja negra es una de las cosas más bellas que yo vi. Es un monstruo ese chico, Luis Ortega. Y Jorge Gaggero: es impresionante su película Cama adentro. O El bonaerense, ¡qué sensibilidad la de Pablo Trapero! Pero no quiero seguir nombrando, porque siempre me olvido de alguno.
–¿Cómo encaró el cine simultáneamente con la canción?
– Son tiempos distintos. Cuando canto no hago cine y cuando hago cine no canto. Pero las dos cosas me apasionan, me gustan... Y son cosas de Favio. Yo no me separo. Y como yo digo, cada uno vuela hasta donde le dan sus alas, ¿no? A mí me gustaría haber tenido el vuelo poético del Serrat de los primeros discos. Bueno, llegué nada más que a Favio, pero estoy contento. Yo sé que estoy en el corazón de casi todo el mundo de habla hispana con mis canciones. Son simples, muy simples. Hasta hay un libro que escribió el chileno Luis Sepúlveda que está basado en una canción mía. A mí me gusta todo lo que hago. Pueden parecer cosas distintas, pero yo lo vivo con la misma pasión.
–¿Sigue componiendo?
– No, porque la gente ya no lo soportaría. La gente quiere escuchar mis clásicos: “Ella ya me olvidó”, “Simplemente una rosa”, ese tipo de cosas. La otra vez compuse y le mandé a Raphael, que me pidió unos temas y los grabó. Pero porque él me pidió, si no... Somos muy amigos, amigos de verdad. El es un tipo muy solidario. El me salvó una vez de una situación... Cuando llegué a México llegué sin un mango y él se puso a grabar canciones viejas mías para sacar un long playing, como se decía entonces. Y gané muchísimo dinero con eso. Y ahora cuando él estuvo enfermo y se recuperó, me pidió que le enviara un par de canciones, para un CD con canciones de Cortés, mías, de Perales.
–Hablando de música... Gatica, Perón, sinfonía de un sentimiento, ahora el ballet del Aniceto. ¿Se podría decir que su cine está en un período sinfónico? ¿Y que las películas de los ’70 –Juan Moreira, Nazareno Cruz y el lobo– eran óperas? ¿Y que las primeras películas –Crónica de un niño solo, El romance del Aniceto y la Francisca, El dependiente– eran piezas de cámara?
–Sí, pero siempre mezclando lo popular, el tango, los Wawancó. No se olvide de que en el Aniceto van a una milonga. No sé, tal vez sea porque en los últimos años he estado muy apasionado por la ópera, Verdi (que me enloquece), los grandes corales... Moreira era una ópera, a tal punto que en un momento dado pensé hacer una versión en un teatro de ópera. En Nazareno tomé a Verdi, pero le cambié la letra. Si me llegan a agarrar los musicólogos me matan (risas). Pero hay que ser así, no tenés que tener pudor para crear. Es como meterte a la cama con pudor, no se puede.
–¿Fue esa falta de pudor la que lo ayudó a saltar de un cine tan austero, tan despojado, como era el de sus comienzos, hasta el otro extremo, al desborde de Moreira y Nazareno?
–Fue así porque de golpe me di cuenta de que era un cine muy hermético y lo que yo quería era ver las salas llenas, porque creo que mis películas se terminan con el público. Yo trabajo para la gente. Si no me dedicaría a la pintura, acá encerrado. A mí me gusta compartir. Y el cine es una forma de compartir, de sorprender, como un mago. Son cosas que me vienen de la niñez. Todo esto viene por parte de mi madre. Mi madre escribía y dirigía radioteatro y todo lo que yo sé del manejo de actores lo aprendí de ella, viéndola, cómo marcaba a sus actores.
–¿Y cuál fue el papel de Leopoldo Torre Nilsson?
–Babsy fue el hombre que más me ayudó, sobre todo porque él creyó en mí. Me vio en televisión, con Raúl Rossi: Todo el año es Navidad se llamaba el programa. Se hacía en vivo. Y justo ese día estaba mirando televisión y me enganchó para El secuestrador. En todo he tenido suerte. Ha sido todo muy rápido. E hice de todo. Menos a mí mismo, hice de todo. Y en el rodaje, Babsy a veces me dejaba colocar la cámara. Yo le decía: “¿Es así? ¿Qué le parece?” Y él corregía el encuadre. Era un hombre que trabajaba más en base a lentes, a angulaciones. No era tan movedizo como después fui yo. El era más de componer y lo mío es más de moverme musicalmente: panorámicas, travellings, planos secuencia. Lo mío es más musical.
–Entonces la técnica la aprendió de Torre Nilsson, pero el estilo lo fue desarrollando solo.
–Yo no sé si tengo un estilo. Yo lo que quiero es que cada dos minutos ocurra algo en la pantalla que sacuda al público.