"Un millón de dólares falsos/ para hacerte feliz". Coki & the Killer Burritos.

 

Parada delante de la góndola de los cepillos de dientes, M. recuerda que el enamoramiento dura lo mismo: tres meses. Su psicólogo dice que como máximo seis. ¿El amor? No, el estado en el que todo es interplanetario. Vuelve a los cepillos. José, su dentista, le ha hablado sobre los mitos: no es necesario que tengan diferentes largos de cerdas. Debe ser entero y mediano. Tampoco importa la marca. "Como las personas. ¿Qué te cambia que tenga doble apellido o uno, que viva en zona Oeste o en Martin?". M. la conoce desde el Jardín de Infantes. En el patio de su casa José le dio su primer consejo amoroso: "Dejalo vos primero. Vas a sufrir pero un poco menos". Recorre varias veces la góndola. Busca uno que no existe. Ese que no se abre con los lavados, que no agarra olor, que sigue limpiando sin lastimar. El que le dure. ¿El de la publicidad? Una vez tuvo uno así. Se deshilachó pasado el tiempo reglamentario. Se decide por una promo: dos por uno con colores intercambiables que no designan sexos.

"Creo que todo el que se enamora es un raro. Hacerlo es una locura. Es como una forma de locura socialmente aceptable", decía el protagonista de una película en la pantalla de su computadora. Raro como el que le leía historias por teléfono. Raro como el que le escribió "Decí por Dios qué me has dado, que estoy tan cambiao" a los quince días de salir con ella. Raro como el que la llevó a conocer a los padres el día de su cumpleaños. Raro como el que, a la madrugada, a la vuelta del boliche le tiraba piedras para cantarle Tarea fina. Raro como ese que de cada viaje le traía un cuaderno liso y un lápiz. Raro como el que le enseñó el saludo al sol pensando que eso le salvaría la vida. Raro como el que quiso bajarle el Sistema Planetario en veinte días y se olvidó de hacer pie en esta Tierra.

Fue a la caja y se puso atrás de una flaquita que lloraba entre el cuerpo de la señora dorada y el suyo. Llorar a la vista aunque no sea a lágrima viva. Llorar a la luz del mundo. Se sufre en silencio o en el regazo de los propios afectos: en la cocina de las madres, en el sillón de las amigas o en la borrachera oscura que apaga la noche. Pero adentro. El afuera desconoce, como las redes sociales, el dolor del cuerpo, de las caídas, de los corazones. Por eso, siempre había sentido que quien anda a la vista de todos llorando, se permite un acto de total entrega a su dolor. Un gesto en el que quien llora le dice al mundo que no le importan las apariencias. Es más grande su dolor.

 

Mientras miraba el estante del jabón en polvo para dejar llorar en paz a la flaquita, M., que le escapaba a las drogas, sintió más que nunca que el amor era una droga durísima de la que nadie zafa. Droga dura que ahueca los corazones blandos. Nadie quería quedar pegado, salir a robar, pagar el costo de la rehabilitación en una clínica en la que te mandaran a pensar cómo había caído tan profundo. Todo el mundo le tiene miedo. Miedo de que llegue al hueso, que alcance a los órganos, que la cama sea un destino y que el aeropuerto del que habla Charly se convierta en un asilo.

La mujer de adelante no terminaba más. Parecía que el contenido del chango se multiplicaba cada vez que metía sus manos dentro de la malla metálica. M. hubiese buscado cualquier excusa para dejar pasar antes a la flaquita pero no quiso interrumpir su dolor. Hubiese querido repetirle al menos el consejo vacío de Jose pero no podía siquiera mirarla. No se entendía qué le decía a quien estaba del otro lado del teléfono, pero tampoco era necesario. "La lengua del enamorado es inentendible" dice un francés. Inactual. La voz del enamorado es una voz que no entiende más que él. El enamorado es hiperbólico y seductor. ¿Quién no quiere un poco de exageración por un rato largo en su vida? Pero, ¿cuánto dura esa intensidad? Un cepillo de dientes que durara tres más tres más tres. ¿¡Qué más hubiese dado porque la tabla del tres fuera infinita y esos tres meses fueran seis y luego nueve!?

M. volvió a su canasto. Trató de recordar cuántas veces había repetido el procedimiento de arrancar las sábanas y tirar el cepillo de dientes del nuevo visitante una vez que este dejaba de serlo. Llegó a un pequeño número impar, doloroso. Prefirió no seguir recordando. Le tocó a la flaquita. El empleado le preguntó si tenía tarjeta del local. Ella le hizo una seña y apilando mecánicamente los productos de limpieza. En el teléfono de M. entro un mensaje: "Yo puedo darte un café pero no decirte algo cierto sobre esto. El amor es magia". Su amigo la consolaba sobre una situación que ya era pasada para ella pero presente para la flaquita. El dolor se actualiza en las voces. Pensó que aún así, todavía dolía un poco. Tenía razón su amigo. Era magia y la verdadera magia no se revela. Nadie sabe del otro lado por qué no se corta el cuerpo de la ayudante que está dentro del cajón. Su amigo le explicaba que "estar enamorado bien valía no saber cómo funcionaba la magia". M. le contestó sin emoticones que amortiguaran: "Pero cuando la magia como todo hechizo deja de suceder, queremos saber cómo se hizo, cómo se repite, cómo no volver a encantarnos con el mismo truco".