“Señor, yo te lo ruego, / quisiera imitarte en tu caída. / Dame el honor de verme muerto a bala / por un encargo de la oligarquía”, escribió en la contratapa de aquel disco que en 1983 marcó su regreso público a la Argentina: Aquí está Leonardo Favio. Esa “Oración” no era una de las canciones del LP, ni una de las baladas románticas con las que se lo asociaba. Pero después del largo exilio que le había impuesto la dictadura –y que pasó mayormente en Colombia y en México, viviendo de sus canciones- dejaba en claro su pertenencia, sacra y política.
Favio murió casi tres décadas después, el 5 de noviembre de 2012, a los 74 años, casi de a poco, de una enfermedad que lo tenía cada vez más recluido. No fue una muerte mítica como la de su Moreira, atravesado por las bayonetas de la milicada, como un Cristo criollo. Ni la de un par de balas cobardes, por la espalda, frente a un triste muro encalado, como la de Aniceto, que solo quería recuperar a su gallo. Pero como toda muerte, fue una muerte trágica. Y la de Favio más aún, porque con Favio se fue un creador excepcional, uno de esos que dejan no sólo el enorme legado de su obra sino también un vacío imposible de llenar.
Su cine fue motivo de admiración y abrió el camino a muchos otros directores que vinieron después, que reconocieron su singularidad absoluta y siguieron su ejemplo: hacer las cosas a puro “golpe de corazón”, como él mismo decía en la entrevista que acompaña estas líneas. Pero como sucede con los grandes creadores, no tuvo descendientes, porque no podía tenerlos. Favio era único, como cineasta y como cantante, entre muchas otras razones porque era peronista.
Esa identidad, esa pasión forjó en él, sin proponérselo (Favio era un intuitivo), una ética y una estética. Se identificó en el mito del peronismo y lo encarnó en su obra, nutrida también por una infancia difícil, que él nunca ocultó pero tampoco, jamás, utilizó como excusa, sino como simiente. Favio sabía de dónde venía y a quién se dirigía. Nunca se confundió con las celebraciones ni los festivales, a los que no iba. Aunque era tímido, no tenía problema en subirse a un escenario frente a una platea repleta para volver a cantar “Ella ya me olvidó” o “Simplemente una rosa”. Pero desconfiaba del esnobismo y la vanidad que muchas veces implica viajar a presentar una película en una alfombra roja. Prefería ir a las salas de barrio y compartir la experiencia de la proyección con su público.
En Favio, lo simple era bello, casi por naturaleza. “El relato como crónica, como prodigio legendario, como epopeya social, como fábula primitiva, no hace de Favio un autor de cine antropológico sino un cineasta que replica una lengua primordial sobreviviente”, escribió Horacio González. Esa lengua primordial es la que hablaba Favio y es la que habría que recuperar, en el cine, en la música y en la política argentina.