No me gustaba eso de tener que dar conversación, casi siempre era al revés, me venían con miradas o indirectas y yo invitaba o eludía, pero con este pibe la cosa venía así. Como me gustaba y no quería que se lo llevara ninguna chica iba saltando de un tema a otro, pero no conseguía arrancarle más que vagos asentimientos o gestos de circunstancia. En el séptimo o décimo intento frustrado de diálogo, se lo dije: “No sos muy conversador que digamos, ¿no?” Me miró con esa cara de ángel renacentista, seguro que había estado en alguna obra infantil con alas y todo. “Todos tienen opiniones, yo no. No tengo nada que decir”.
Para alguien que no hablaba, había dicho muchísimo sobre la muchachada bilingüe que, bajo la música del patio, opinaba a los gritos sobre el gobierno, la ropa o las mejores universidades extranjeras. A las apuradas, para que no se cerrara esa ventana ínfima de diálogo, le pregunté cómo había llegado a la fiesta, a quién conocía.
“A nadie”, me dijo. Sacándole palabras con tirabuzón, me enteré que se había pasado el día dando vueltas sin tener dónde ir y había terminado siguiendo a un grupo bullicioso que entró en la señorial casona de Belgrano en la que se celebraba la fiesta. Como iban en fila india y arriba de la escalera de mármol de la entrada los saludaba una mujer de pelo muy negro que debía ser la dueña de casa, se puso unos escalones detrás del último y se sonrió cuando ella le dio la bienvenida. “Un error. Los sándwiches están buenos, pero hay demasiado ruido, demasiadas radios prendidas al mismo tiempo”
Con un sutil movimiento de sus pestañas rubias, quedó claro que las radios eran ese exhibicionismo gritón de los celulares y las discusiones, las voces superpuestas y las risas estridentes. Me lo llevé discretamente a una sala contigua más íntima. “¿Cómo es eso de que no tenías dónde ir?”, le pregunté. Sospechaba en esa frase algo más que un sábado a la noche a la deriva. “Me fui de casa. No pienso volver”. La mesa estaba servida. “¿Y dónde vas a dormir? Mirá que entre los chorros y los hambrientos, la calle es una selva. La cana tampoco es una garantía”. “Somos chicos de Belgrano. La cana no es un problema. Mi viejo los conoce. Ya veré”.
A nuestra sala entró un grupito de arpías y halcones con clarísimas intenciones hacia mi ángel. Dándoles la espalda, intenté crear un círculo protector que desalentara incursiones. Lentamente, con algunos ejemplos de mis propios problemas en casa, conseguí que me contara.
Los paralelos eran notables. Como mi viejo, el suyo tenía una productora y recibía guita en sobres de papel madera. Esa mañana lo había visto de casualidad contando billetes mientras decía por el celular que eso no era lo pactado. La puerta estaba entreabierta: había escuchado todo.
La cosa explotó en el almuerzo. “¿Por lo de los sobres?”, le pregunté. Negó con la cabeza, miró al suelo. “No le gusta mi cara”. El padre se lo había dicho a los gritos, tenía la cara de su madre, parecía una nena, el viernes lo había visto por la calle abrazado con un compañero de escuela. Como mi ángel no levantaba la vista del plato, el padre lo tomó como admisión de culpabilidad. “¿Ni siquiera vas a negarlo?” Tenía que conocerlo mejor si realmente era el padre, pero seguro que lo mató cuando escuchó ese desapego de ángel de otro mundo, ajeno a las reglas de este. “No tengo una opinión formada. Lo siento. Nada que decir”.
El resto sucedió muy rápido. Su padre se levantó con aire de boxeador furioso, su madre se echó a llorar y él salió corriendo del comedor sin saber si su pecado era el abrazo con su compañero, el parecido físico o, como sospechó en medio de la huida, que su padre supiera que lo había escuchado. “Vos vas a entender cómo son las cosas”, oyó a sus espaldas mientras se escabullía por los cuartos de sus hermanos que terminaban en la habitación de servicio. “Vos te vas a callar, ¿entendés?, te vas a callar”, escuchó cada vez más lejos.
El ángel debía de tener alas nomás porque en un momento apareció en el patio trepado al árbol que daba a la medianera. Perseguido todavía por los alaridos de su padre que le había perdido el rastro, tomó una decisión sin vueltas: saltó al jardín del vecino. Tenía que llegar a la casa de los Rojas, la única con salida directa a la calle. Después de una odisea de árboles, medianeras, jardines y perros guardianes dio un salto a una vereda desierta. En la huida no se había hecho ni un rasguño, estaba así como lo veía, listo para una fiesta.
Debió de cautivarme tanto la historia que ni me di cuenta de que por detrás había aparecido Florencia, una víbora que se las daba de mujer fatal. Pensé que venía por el ángel, me sorprendió que la cosa fuera conmigo, tantos años en la misma clase y recién ahora me enteraba que le podía agarrar cualquier lado. Como no le daba bola, Florencia empezó a insinuar que al ángel no lo conocía nadie, “¿no será el caballito de Troya de los chorros, no?”. “Vino conmigo”, la corté. “Y si no te importa nos gustaría terminar en paz la conversación”. Florencia no pudo creer que le dijera eso, pero como volví a ignorarla, se la agarró con el ángel. “¿Y vos no vas a decir nada?”, le dijo. “No tengo una opinión formada. Lo siento”, respondió.
La arpía se fue a contarle a un grupo que la esperaba en la puerta que daba al patio. En un momento en que estaban demasiado inmersos en su complot como para prestarnos atención, me llevé al ángel a la terraza. “Lo del sobre es guita del gobierno, de los políticos, de los empresarios”, le dije. “¿Cómo sabés?” “Me fijé en internet después de verlo a mi viejo. Son sobres color madera llenos de guita. La ventaja es que mi viejo no sabe que yo sé. Sé todo. También dónde esconde los sobres”. Teníamos que salir de la fiesta antes de que Florencia armara kilombo, hacernos con un sobre y escondernos hasta la mañana en un anexo que había al fondo del jardín, una especie de oficina que mi viejo no usaba nunca. “Una cueva”, me dijo el ángel. “Exacto”.
Las cosas no salieron como pensaba. Una comitiva con Florencia a la cabeza le contó a la dueña de casa que contactó a mi padre que nos pescó en la cueva en pelotas. Ahí me enteré que el ángel era mayor de edad por un pelo y que mi viejo iba a denunciarlo por corrupción de menores por más que me llevara unos meses. “¿No vas a decir nada?”, le gritó al ángel. Me interpuse. “No tiene nada que decir. Y vos tampoco. Salvo que te den un sobre marrón lleno de guita, ¿no?”
No me importó el cachetazo. Más mareado que yo, el viejo me dijo que iba a ver la que se me venía y se metió en la casa. Nunca lo había visto así. No sabía si iba a llamar a la cana o volver con un chumbo. Daba igual. El ángel salió volando por la medianera al jardín de al lado y yo lo seguí con el bolso y el sobre adentro. Guita teníamos. Ya veríamos dónde ir. El ángel puso una sola condición: lejos de Belgrano. En eso estábamos de acuerdo. El resto era cosa de tiempo.