Contra el viento y la marea que llega desde la costa, ahí cerquita de los célebres lobos marinos diseñados por el escultor José Fioravanti hace más de ochenta años, el Teatro Auditorium hizo sonar el silbato de inicio de la Competencia Internacional del 37° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Las mil butacas de la sala central del edificio, coronadas por la inconfundible ornamentación de la bóveda, comenzaron a llenarse de espectadores locales y de otros lugares del país para asistir a las proyecciones de los doce largometrajes en competición, muchos de ellos en calidad de estreno mundial. Durante las primeras dos jornadas de proyecciones fueron de la partida un par de títulos nacionales, en ambos casos las segundas películas de sus realizadores, y una ópera prima de origen suizo. Curiosamente (o no tanto: los programadores suelen impulsar vínculos abiertos o secretos entre los films), dos de ellos transcurren en regiones montañosas alejadas de las grandes ciudades, mientras que el restante utiliza como trasfondo geográfico las calles y esquinas de algunos de los cien barrios porteños.
La primera escena de Tres hermanos, segundo largo del porteño radicado en la Patagonia Francisco J. Paparella, registra de manera documental la caza y faenamiento de un animal silvestre, en este caso un jabalí. Un clásico del cine contemporáneo que, de inmediato, ubica al espectador citadino en un entorno radicalmente diverso y, desde luego, salvaje. No hay placas que precisen la geografía, pero las imágenes y un par de diálogos acotan las posibilidades: un pueblo rural del sur argentino, cerca de la frontera con Chile. Precisamente del país vecino regresa uno de los tres hermanos del título, después de un viaje como marinero en un buque comercial. La adicción a la cocaína podrá ser un detalle menor, pero en la intensidad de su mirada (y en la reacción ante la imposibilidad de concretar los hechos con una prostituta) se adivina una bronca contenida durante bastante tiempo. Ya en casa, la relación con los otros hermanos se revela tensa, violenta, aunque paradójicamente cercana. El menor practica batería al aire libre y escucha hardcore metal a todo volumen; el mayor lidia con una enfermedad recientemente descubierta que la trama transforma en elemento simbólico de gran potencia.
El mundo rudo y crudo de los hombres de la región, marcada por una masculinidad “al palo” que no siempre cumple con ese requisito eréctil, es también el de los peligros naturales –los incendios forestales, la crecida del río– y los humanos. Una zona en la cual la economía parece pender siempre de un delgado hilo y la relaciones entre vecinos y familiares trae en su torrente sanguíneo enconos y enfrentamientos arrastrados durante generaciones. Apoyado en una fotografía prístina de Roman Kasseroller, Paparella utiliza los espacios abiertos como marco espacial, pero comprendiendo –como en los westerns clásicos– que las particularidades de la topografía terminan transformando al paisaje en un personaje más, y no precisamente de los menos importantes. Algo similar ocurre en Réduit, del suizo Leon Schwitter, que a pesar del título en francés (abreviación de réduit national, en homenaje a los refugios montañosos construidos en vísperas de la Segunda Guerra Mundial) está hablada en estricto alemán.
El prólogo de la película muestra a un niño en medio de un campo nevado. Acercándose a un árbol, Benny pronuncia en voz baja la pregunta "¿De verdad pensás que el mundo se va a terminar?" Es que Benny, un chico de unos doce años, está pasando unos días de vacaciones junto a su padre en un paraje remoto de los Alpes. La idea es la de tantos padres separados: aprovechar esas jornadas de aislamiento para reconectar el vínculo con su hijo, disfrutar de todo aquello que escapa a la rutina en la gran ciudad, envolverse de naturaleza. Una primera cerveza, practicar tiro al blanco, cocinar y comer como si se estuviera en un campamento. Sin embargo, la relación entre el hombre y el chico no logra romper la barrera de una distancia fría, y una primera señal de alarma se enciende cuando la estadía comienza a extenderse y Benny descubre en el sótano de la cabaña una cantidad de alimentos enlatados suficientes para sobrevivir durante varios meses. ¿Acaso los miedos del padre a un desastre inminente han llegado al punto de la paranoia, plataforma ideal para la toma de decisiones drásticas?
Fábula realista (y minimalista) sobre el vínculo paternofilial en condiciones extremas, Réduit es un relato donde los silencios aportan tanta o más información que los diálogos. Más allá de la realidad del pequeño durante los primeros tramos, cuya condición indefensa lo transforma literalmente en la víctima de un secuestro, el film de Schwitter jamás intenta encaramarse en las reglas del thriller rural. El suspenso, en cambio, está dado por los cambios en la relación entre ambos personajes: a medida que el invierno avanza, las reglas de juego y las posiciones de poder comienzan a alterarse de manera radical y definitiva.
La cita de Rilke en el comienzo de El rostro de la medusa explica el oxímoron del título. En el texto escrito para el catálogo del festival, la realizadora Melisa Liebenthal recuerda que la película “nació de tomar imágenes en zoológicos y acuarios. Comencé a preguntarme por la importancia de la cara y su vínculo directo con la identidad, al tiempo que observaba la ausencia de rostro en muchos animales, como las medusas. ¿Qué pasa cuando no hay rostro? ¿Se puede no ser nadie? ¿Qué hay de liberador en no tener identidad?” Son las preguntas que se hace la protagonista, Marina, una joven docente universitaria que, un buen día, descubre que su rostro es otro, completamente diferente (el de la actriz Rocío Stellato). Lógicamente, salir a dar clases o incluso encontrarse con su novio se convierten en circunstancias complejas. Si hasta su abuela se muestra fastidiada por el cambio. ¿Se puede ser la misma persona ante la mirada de los demás cuando es imposible reconocerla? Ni hablar de renovar el DNI, tarea prácticamente imposible.
El mismo punto de partida podría dar origen a una película muy diferente: una comedia de enredos de Hollywood o un grave relato de ciencia ficción sobre la identidad. La directora de Las lindas, en cambio, opta por un híbrido entre la ficción y el ensayo, entrelazando el registro documental de animales en distintos zoológicos y acuarios del mundo –y aquellos visitantes que los observan– con las escenas rodadas con actores y definidas de antemano por el guion, además de otras secuencias que podrían describirse como collages en movimiento. Si algo no se le puede negar a El rostro de la medusa es su originalidad, la capacidad de sorprender cuando el espectador imagina que ya ha aprehendido las formas del film. Como ocurre con el rostro de algunos animales, las facciones del largometraje de Liebenthal mutan constantemente y resultan difíciles de clasificar.