El mar es un misterio esquivo. “Ese que veo de espaldas, mirando a otra parte, el agua, el cielo, ese no soy yo: es el otro que dibuja y pinta visiones a ver si averigua quién es, quién soy”, dice el escritor Guillermo Saccomanno en el catálogo de su primera exposición, Sin palabras, treinta dibujos y pinturas que se exhiben en Menéndez, Librería y Espacio de Arte (Paraguay 431), que se podrá visitar hasta el 31 de diciembre. Hay una serie cuyo motivo es el mar en diferentes momentos del día. Esas “visiones” marítimas se prolongan en otros paisajes, como la Reserva Ecológica y sus camalotes o una serie más urbana, donde emergen edificios. “¿Cuál es el sentido que tiene para mí el dibujo? La línea piensa por mi, que es algo que dice Henri Michaux. Yo no sé lo que pienso hasta que lo escribo, y no sé lo que siento hasta que lo dibujo”, cuenta el escritor y artista, aunque habría que cambiar el orden de los oficios porque el “pibe” de Mataderos dibujó y pintó mucho antes de animarse a escribir.
Sonríe, Guillermo, como un niño que recupera algo de la inocencia perdida cuando escucha que dicen que este es el “año Saccomanno”. Inauguró la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires con un discurso crítico que puso la vara muy alto; publicó Esperar una ola (Planeta), una novela coral que encadena relatos y reflexiona sobre la escritura y cuya tapa está ilustrada con un dibujo del propio autor; y se anima a mostrar por primera vez una selección de dibujos y pinturas. Cuando era chico, el padre del escritor lo llevaba a concursos de manchas y siempre ganaba. No era “normal” para una familia de clase trabajadora que su hijo siguiera la escuela de Bellas Artes. Estudió Letras, pero dejó la carrera y empezó a trabajar en agencias de publicidad y como guionista de historietas. “No sólo fui lector de historietas, sino que además estuve cerca de los grandes dibujantes; verlo dibujar a Alberto Breccia o a Enrique Breccia fue como cursar Bellas Artes”, compara el escritor. “Enrique Breccia me decía: ‘ayudame con este fondo’, y yo le pasaba tinta negra en el fondo de una página donde había una noche”, recuerda y se acerca a una de sus “visiones”, la serie urbana donde aparece un edificio que intentó ser el Kavanagh, y confiesa: “Esto de las manchitas lo aprendí de Enrique Breccia; él decía que había que mojar el pincel y soplar”.
Hay un libro-mantra para este momento pictórico en la vida del autor de El buen dolor y la trilogía sobre la violencia compuesta por La lengua del malón, El amor argentino y 77. Se trata de Escritos sobre pintura, del poeta y pintor belga Henri Michaux (1899-1984). “Él dice ‘escribo como pinto’; pero creo que hay una diferencia. En lo que escribís no hay la intuición que tenés con el pulso; el pulso te lleva, pero no sabés adonde te lleva”. No hay divorcio entre la pintura y la escritura. “Yo no pienso que una imagen dice más que mil palabras. Yo creo que una imagen dice otra cosa de mí. He pensado en escritores que dibujan o pintan como John Berger; pero últimamente me estoy dejando llevar por el pensamiento de Michaux. Estos dibujos piensan por mí, dicen algo de mí que yo no sé”, insiste el autor de El oficinista, novela con la que ganó el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral en 2010.
Cuando está pintando embalado, el autor de Cámara Gesell se olvida de escribir, excepto que tenga que entregar las contratapas para Página/12. “Mis notas en el diario tienen que ver con la búsqueda de la belleza, de lo poético. Últimamente la pintura se me volvió necesaria, no sé si más necesaria que la escritura, pero me agarró como una fisura, como un cansancio, y creo que tiene que ver con las pérdidas. En estos días cumpliría años Juan Forn; en estos días se cumplió un aniversario de la muerte de Antonio Dal Masetto; el año pasado se fue José Pablo Feinmann; eran muy amigos, de estar hablando todos los días o encontrándonos, como fue el caso de Juan”.
Guillermo cree que el dibujo puede condensar mejor las pérdidas que la palabra. En esta exposición casi no hay figuras humanas, excepto en una de las series en la que aparece una suerte de alter ego del escritor mirando el mar. “No pienso la pintura como catarsis, no creo en eso. No creo que la pintura reemplace a la escritura, creo que es una expresión diferente. Me gusta dibujar figuras humanas; trabajo desnudos, el dibujo erótico, parejas. Pero en estas pinturas de paisajes solitarios la ausencia de figuras humanas lo que refiere es la pérdida de los amigos; pérdidas que no fueron moco de pavo porque eran amistades intensas, de mucho tiempo, de compinchismo y aprendizaje”.
Hace dos semanas estuvo internado por un “arresto del lenguaje”, revela y vuelve a sonreír por la extrañeza de un nombre que parece inventado. De pronto no le salían las palabras, se le enredaban en la boca. “Mis hijas me llevaron a una clínica y me hicieron electros, tomografías, y el diagnóstico fue que tenía un ‘arresto del lenguaje’, una convulsión en el hemisferio izquierdo, que es donde está depositado del lenguaje”, explica como quien intenta traducir de un modo sencillo un “enredo” que lo asustó. “Yo tengo que dibujar y escribir todos los días; para mi van juntos. Lo que aprendí del dibujo es el silencio”. El otro que dibuja ya no habla, pero sigue averiguando quién es.