Seguramente dentro de algunas décadas sus obras se encontrarán colgadas en el Museo de Bellas Artes, expuestas en prolijas galerías o incluso disputadas por coleccionistas privados. Pero eso será más adelante: de momento, Rocambole no parece interesado ni necesitado de las bendiciones de los ilustrados del arte. Su trabajo está vivo en las paredes intervenidas con sus dibujos, en el estampado de mochilas que van al trabajo o de viaje a cualquier parte, y hasta en la carne de quienes se tatúan sus imágenes para siempre. Es decir, muy lejos aún de las canonizaciones que encierran la obras en vitrinas para que se miren pero nunca se toquen. ¿Cuánto hubiesen dado artistas geniales como Leonardo Da Vinci para obtener en vida el reconocimiento popular sin tener que besarle el anillo a los eruditos de intramuros?
A lo largo de su carrera profusa (y aún vigente), Rocambole hizo pinturas, dibujos, esculturas, murales, discos e intervenciones de todo tipo para convertirse en un multiartista que comenzó siendo letrista de comercios y luego dio un salto técnico como diseñador. Todo ese legado acumulado pero disperso ahora acaba de ser reunido en dos libros de gran factura y reciente autoedición. Y que permiten ver, por primera vez, su obra relativamente completa en un mismo lugar.
Uno es Arte, diseño y contracultura, donde el artista plástico platense combina trabajos terminados y expuestos con otros que nunca fueron exhibidos o que quedaron inconclusos. Y el segundo, De regreso a Oktubre, lo que quedó en el tintero, que podría ser entendido en principio como un booklet ampliado del disco que los Redondos editaron en 1986. Sólo que el libro se extiende con dibujos de canciones que el grupo grabó en otros discos o incluso aquellas que quedaron inéditas. Es, en definitiva, una aproximación hacia aquellos pixeles que consagraron a Rocambole como artista de consumo popular y, al mismo tiempo, una buena cartografía para penetrar en uno de los recodos aún no sondeados del mito ricotero: la iconografía construida a partir su arte gráfico.
“Hay obras terminadas pero también bocetos o ideas sin concluir. Quise mostrar también la cocina de muchos trabajos, que es algo que a mí me interesa saber de otros artistas, dibujantes o diseñadores”, cuenta Rocambole a propósito de estos dos libros que está mostrando en presentaciones por todo el país. Esta gira itinerante en la que combina charlas con talleres lo convierte, además, en un docente trashumante, a la usanza de los avezados sabios que, después de experiencias en los cuarteles de enseñanza convencional (fue vicedecano de la Facultad de Bellas Artes en La Plata), prefieren ahora desperdigar sus semillas por donde el barro verdaderamente se subleva.
Rocambole reconoce innumerables influencias, entre las que abundan lecturas, películas y amistades. Es decir, todos aquellos ingredientes “del cóctel que hace que vos seas fulano de tal”, sostiene. Un amplio bagaje en el que, cada tanto, asoman además elementos que se le “hicieron carne” sin que él lo recordara. Como, por ejemplo, las colecciones de la vieja editorial argentina Tor, que publicaba folletines y novelas populares. “Son los clásicos libros de lomo amarillo que tanto me influyeron con sus tapas de colores planos y dibujos de cierta apariencia tosca”, destaca.
Los principales recuerdos que Rocambole tiene de su infancia son en kioscos de diarios, donde se quedaba largos ratos mirando las portadas de determinadas revistas: “Pasé mi niñez en la época de oro de la historieta argentina, cuando Patoruzú tiraba 200 mil ejemplares semanales, ¡más que cualquier diario! Veía esas tapas y soñaba con que, algún día, una de ellas tuvieran un dibujo mío. Me parecía que el arte podía preciarse de tal no cuando se concebía como una pieza de colección sino cuando se repetía muchas veces”.
Pero hubo un episodio puntual imposible de olvidar. Fue el que provocó el quiebre necesario en todo aquel que encontró una vocación que lo inclinó al arte pero no aún la identidad que lo transforma en artista: “Un día estaba caminando por La Plata y de golpe vi muchas paredes empapeladas con afiches de la CGT que tenían el mismo dibujo. Me quedé mirándolos con la boca abierta, porque fue como una especie de revelación”, recuerda Rocambole. “Y me di cuenta de que quería que mi arte fuese así: que se viera en la calle, impreso en cantidades, pero además sostenido por una idea, que era la del movimiento colectivo. ¡Me pareció fantástico! Se trataban de los tradicionales dibujos de Ricardo Carpani, a quien no sé cuanto le deben mis puños con las cadenas, esos que me hicieron tan conocido”.
La idea de la obra repetida en serie tomó dinámica con un mecanismo de reproducción que se adecuaba a recursos limitados pero, a la vez, arrojaba una seductora impronta artesanal: la serigrafía. “En ese entonces cualquiera podía armarse fácilmente de un bastidor y dedicarse a estampar”, afirma Rocambole, quien en su tiempo se valió de este sistema de grabado para producir y vender cantidades de remeras con sus propios dibujos. “Claro que tampoco se trataba de repetir por la repetición misma –aclara el artista platense–, sino que también me interesaba que la obra se sostuviese por una imagen acompaña de una acción, por un mensaje capaz de conmover”.
El segundo regreso a Oktubre
Oktubre, el segundo disco de los Redondos, partió de un concepto previo que ordenó bajo un mismo eje las posteriores letras, músicas y dibujos del álbum. Eventualmente pueden destacarse por encima de los demás el clima oscuro que exudan los arreglos musicales, “Jijiji” como paroxismo de la liturgia masiva ricotera o la imagen del esclavo rompiendo sus cadenas. Todos elementos individualmente poderosos pero que perderían sentido si se los despojaran de las coordenadas que los contienen: pocos discos del rock argentino lograron construirse y crecer incluso más allá en el tiempo alrededor de un concepto artístico tan granítico y definible como Oktubre. Rocambole, con su lápiz, fue el encargado de darle forma y delinear esos rebordes estéticos tan característicos y venerados.
“Poco antes de comenzar el disco, todos habíamos ido a ver al Luna Park a un coro de ejército ruso y quedamos muy impresionados con esas voces graves y esos temas que parecían marchas medievales”, evoca Rocambole, quien hizo una especie de sondeo entre miembros y allegados a los Redondos para saber qué imágenes imaginaban escuchando los bocetos con los ojos cerrados. Había músicos, amigos y algunos periodistas, y todos “vieron” más o menos las mismas cosas: “Multitudes marchando y banderas –destaca Rocambole–. Esos fueron los dos detalles que me llevé de esa encuesta para pensar el arte del disco”.
“Hoy te sentás en una computadora, armás el diseño y enviás un archivo, pero en ese tiempo hacer la tapa de un disco era, literalmente, eso: comprar las cartulinas, recortarlas y estamparlas... lo cual te convertía no sólo en un diseñador, sino también en un obrero gráfico”, explica Rocambole. Por ese motivo, el artista plástico debió ajustar la idea estética de Oktubre a las posibilidades técnicas y económicas de un grupo que entonces se manejaba de manera austera, autogestiva y cooperativa. “La serigrafía apareció como solución para la producción en serie, aunque lo rudimentario del sistema al mismo tiempo me obligó a usar pocos colores y a trazar formas más delineadas, porque no permitía sutilezas”, asegura.
Desde una breve paleta tricromática de rojo, negro y blanco (“los colores del anarquismo, a los cuales les agregué como yapa un tonito gris para redondear algunos gestos”), Rocambole proyectó una estética conectada con afiches soviéticos de principio de siglo. Si todo eso tuviera que resumirse en una letra, sería en la B invertida de Oktubre que aparece en la tapa del disco. “Tenía antecedentes como letrista porque de adolescente me gané la vida pintando carteles de comercios, así que se me ocurrió inventar una tipografía que sonara ‘sovieticoide’, con cierto parecido al alfabeto cirílico, el que usan los rusos, que tiene letras similares a las nuestras, pero al revés”, explica.
En definitiva, lo que hizo Rocambole fue darle entidad propia a las imágenes que los primeros bocetos musicales generaban en el entorno íntimo de los Redondos y luego adecuarlas a los pocos recursos de producción que entonces se tenían a disposición. Lo que siguió a eso una vez que Oktubre salió a la calle y empezó a estar en manos ajenas resulta aún hoy difícil de comprender incluso para quienes tuvieron la responsabilidad de generarlo. “Jamás de los jamases pensé que los dibujos de ese disco iban a ser pintados en banderas, paredes o incluso en tatuajes, como me dicen que tiene el actual entrenador de la selección de fútbol, a quien por cierto espero que le vaya bien, porque sino me van a echar la culpa a mí, jaja”, se ríe. “Siempre me interesó el fenómeno que se generó acerca de la tapa de Oktubre, y de sus multitudes y cadenas rota, imágenes de las que muchos se apoderaron. Y creo que en definitiva todo tuvo que ver con la optimización de los pocos recursos disponibles y dentro de un producto artesanal, como fueron los vinilos originales de Oktubre. A lo mejor, si hubiese dispuesto de más herramientas para hacer un trabajo sofisticado, quizá no hubiese pasado todo lo que pasó”.
–¿Cómo procesa la relectura simbólica que hace de su obra cuando es replicada por manos ajenas?
–Muchos amigos me envían fotos de lugares o situaciones en las que se encuentran con mis dibujos, como el del esclavo con cadenas, que ha sido utilizado de mil maneras. Lo usaron desde agrupaciones vecinales hasta la gente de Gualeguaychú que protestaba contra las pasteras uruguayas. Vi ejemplos en muchos lugares y, naturalmente, en algunos casos no me gustaron para nada. Pero bueno, cuando la gente se apropia de tu imagen, deja de pertenecerte. Y yo no quiero estar fiscalizando la utilización de mis dibujos como si fuera Disney, que tiene todo registrado y cuando te descubren mandan una batería de abogados para que te saquen plata o para que te demanden. Vivo el fenómeno con intriga, curiosidad y una necesaria dosis de relajo.
–El libro sobre Oktubre se llama “Lo que quedó en el tintero”. ¿Esto significa que se trata de dibujos que fueron descartados del arte gráfico original del disco?
–El título no tiene tanto que ver con dibujos que quedaron marginados, sino más bien con ideas que por una cuestión de espacio no pude terminar de desarrollar. Solo dispuse de 30 centímetros cuadrados de la tapa, lo mismo en la contratapa y una hojita interna en la que estaban las letras de las canciones. Como dije, traté de resolver la cuestión estética con los recursos que había, pero siempre me anduvo rondando la idea de imaginar a Oktubre no como un disco de canciones audibles, sino como un libro con letras ilustradas. A diferencia de aquella época, ahora cuento con el beneficio de trabajar con Lucas Lombardía y Flavio Mammini, responsables de la edición de los “envases” de los Redondos a partir de Luzbelito, cuando pudimos cambiar el estándar habitual del CD con cajita de plástico para convertirlo en un objeto más artístico, de colección. Hasta ese entonces íbamos a las imprentas con ideas semejantes y nos sacaban por la puerta a los empujones. Gracias a ellos puedo sacar estos libros con formatos poco convencionales y son con quienes además pensamos que era una buena idea hacer algo en particular con Oktubre a modo de homenaje por los 30 años de su lanzamiento.
–Hacer dibujos sobre canciones de los Redondos supone también revelar ese gran misterio que es la lírica del Indio Solari, ya que se amplían los marcos de referencias sobre las letras...
–Yo no pretendo ser “la imagen oficial”. En aquel momento sí lo era, porque trabajábamos todos en equipo, cosa que ahora no sucedió. No es un libro sobre los Redondos sino, en todo caso, un libro mío sobre ellos. Creo en la polisemia del arte y, sobre todo, en la que tiene que ver con las letras de Solari, que dan para muchas miles de interpretaciones... como La Biblia. Creo que la “intelligentzia” literaria argentina le debe un reconocimiento que le es negado pura y exclusivamente porque procede de algo popular como lo es el rock and roll.
–¿Siente que a usted le ocurre algo similar con supuestos círculos elevados de las artes plásticas?
–Conozco muchos estudiantes universitarios de literatura que leen profusamente a Walt Whitman o a Marcel Proust pero pocas veces reparan que acá, a la vuelta de la esquina, tenemos algo de similares quilates. No niego que las hordas ricoteras sientan las palabras de Solari y las vivan notablemente, pero de todas maneras la literatura oficial debería reconocerlo. En lo que a mí respecta, la relación con los, digamos, circuitos artísticos del arte contemporáneo es nula. Igualmente tengo ciertas discrepancias con la palabrita “artista”. Cuando me alojo en un hotel y me preguntan la profesión, escribo “docente”. Aunque en todo caso soy un dibujante, que es lo que hago la mayor parte del día.