En la madrugada del martes primero de noviembre, el día de todos los santos, Antonia Iraola murió en su casa del boulevard España de Río Cuarto. Con casi un siglo de vida, su tiempo se extinguió en un suave adagio sereno.

Atrás quedó su infancia en Sancti Spiritu, su mudanza a Río Cuarto donde junto a Manuel Cisneros creó una familia amorosa, unida, feliz: hijos, nietos y bisnietos, una impronta que combinaba los rasgos más profundos de Antonia: su pasión militante, su permanente buen humor, su sincera y profunda devoción religiosa, su inteligencia.

El 15 de febrero de 1977 una banda plena de pulsión de muerte, de odio y cobardía, secuestró a su hijo mayor, Ignacio Cisneros, el Corcho.

La despedida, que ninguno de la familia supo hasta después de que era tal, ocurrió en la casa serrana de Alpa Corral, la misma en la que hasta el día de hoy sus bisnietos juegan. De allí salió el Corcho hacia la capital provincial, quizá entreviendo que su valentía y su compromiso lo enfrentarían al destino final.

Desde ese momento, Antonia desplegó su heroísmo de madre herida. Se convirtió en una de las Madres que resguardó la dignidad en una Argentina destruida. Con un arrojo que solo puede comprenderse desde el amor y la búsqueda de Justicia se unió a Madres de Plaza de Mayo desde el comienzo de la epopeya.

Estuvo presente en el grupo inicial, en las catorce mujeres que en el centro de la Plaza de Mayo enfrentaron a la más cruel dictadura que sufrió nuestra patria. Con dos únicas armas, el amor y la verdad, Antonia y sus compañeras lucharon.

Allí pudo exhibir más que nunca sus cualidades formadas en esa familia vasca en la que nació: firmeza, tozudez, amor a su familia y al prójimo. Nunca renegó de su pasión peronista, no se arrepintió de ella. Se sentía parte del peronismo en todo sentido, se sentía unida a Eva Perón incluso en la devoción de terciarias franciscanas.

Era imposible charlar con ella y no sumergirse en un universo de relatos, familiares, históricos, humanos. Era imposible no reír con sus bromas, no emocionarse con su optimismo, no asombrarse con su total ausencia de deseo de venganza.

Hoy lloramos la muerte de una de las primeras catorce Madres de la Plaza, distinguida en su Ciudad como ilustre. Invicta sin que el mal haya conseguido arrebatarle su alegría de vivir, fue acompañada en su despedida con el canto de esa marcha agradecida, tantas veces prohibida como vivada, esas estrofas que hablan de sueños sarmantinianos convertidos en realidad efectiva; en definitiva, la esperanza que jamás abandonó.

 

En mi pecho sintió la muerte de Antonia Iraola, Madre de la Plaza, participante de la primera ronda el 30 de abril de 1977. Pero siento mucho más la muerte de mi tía, la Antonia.

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