A Noé Jitrik
Semanas atrás, una noche de insomnio, mientras en el silencio del bosque de Villa Gesell fluctuaba un secreteo de lechuzas, busqué distraerme de la soledad y sus maquinaciones circulares deambulando por la web hasta que dí con un poema de Philip Larkin: “Esto es lo primero / que yo aprendí: /el tiempo es el eco de un hacha/adentro de un bosque”. Larkin me hablaba. Esta especie de contacto, es sabido, define el hecho poético. Me dieron ganas de leer algún libro suyo. No tenía ninguno. Me consolé fracasando en el intento de ilustrar ese poema. Tal vez por el fracaso de mi pulso, pero más por la primera claridad del amanecer, una modorra esperada me devolvió el sueño. Me propuse encontrar a Larkin y, finalmente, en Buenos Aires, el martes pasado, encontré en Menéndez, esa librería del Bajo, “Ventanas altas”, la edición bilingüe de sus poemas por Gog & Magog, traducida por el insular Marcelo Cohen. Los poemas de Larkin (1922-1985) transmiten una desencantada perspectiva de la vida de un británico medio, los maelstroms de una existencia cero riesgosa. “Mi esposa y yo hemos invitado a una gentuza/ a que venga a perder el tiempo a casa: ¿ te atreves / a ser de la partida? Pero qué mierda, amigo. Acaba el día. / La estufa respira, oscuramente los árboles se mecen. // Gracioso lo difícil que es quedarse solo. / Podría pasarme, si quisiera, la mitad de las noches, /sosteniendo una copa de jerez insulso, inclinado/ para oir las tonterías de una zorra/ que no ha leído otra cosa que revistas;/ pensad cuánto tiempo libre se ha escurrido”. Este cítrico retrato de abulia y desconsuelo se titula “Vers de societé”. Y tiene mucho que ver con el carácter elusivo de Larkin que describe Cohen en su postfacio sobre el autor: “El corazón más triste”. Cohen nos informa que Larkin armó una poética de las condiciones cotidianas que le permitía hacer de su obra un territorio definido, capaz por así decirlo, de expresarse a él mismo. Acusado de provincianismo, Larkin no se afligió por la crítica y no pisó la cáscara de banana de los bananas de las vanguardias. “Me gustaría saber cómo pasan ellos el tiempo. ¿Matando dragones?”, preguntó.
Hablando de dragones. En su agudo y profuso prólogo sobre los “Escritos sobre pintura” (Vaso Roto Ediciones) de Henri Michaux (1899-1984), Chantal Maillard recupera una idea ancestral de la filosofía china que hizo suya el escritor belga al encarar sus travesías buscando un sentido a la vida. Maillard asimila a Michaux al sabio sabio taoísta que viaja por las venas de un dragón. Debo admitir que nunca me había atraído Michaux antes de encontrarme con sus ensayos, una poética metafísica que puede ser hermética para quienes se resistan al acceso a una inteligencia de otro orden que el de las prosas cómodas. Acompañándolos, a modo de ejemplos, están sus dibujos delicados, sutiles como la caligrafía china, grafismos mínimos, signos abstractos, siluetas de una fragilidad extrema. Una aclaración pertinente: mi reticencia hacia Michaux la sitúo en la adolescencia, cuando militaba en el trotskismo: si en esa época leía de forma maniquea su poesía, a la vez malentendía lo que Trotzki entendia como arte y revolución. Su “Un bárbaro en Asia” y “Ecuador” me parecían manifestaciones exotistas de un eurocéntrico y el juicio al respecto de Borges, mezquino. Tardé en comprender que ese texto no precisaba una mayor extensión, que Borges había captado el lado introspectivo de Michaux, que sus periplos por América Latina, sus amargas anécdotas bolivianas, no eran turismo espiritual sino que provenían de una urgencia de autoconocimiento profundo empleando tanto la mescalina como el análisis crudo de la pintura de los locos: “Mostrándose se ocultan. /Ocultándose se muestran”, escribiría sobre ellos. Los viajes de Michaux han sido, son, ejemplares como experiencias interiores. “Estoy habitado por mi enemigo”, anotó.
No resistí la curiosidad por sus escritos sobre pintura y me extravié en sus dibujos. Por qué un poeta sutil, que sabía definir estados de visión de lo indecible de pronto se pasaba al dibujo y se filiaba en la estética china como programa, me pregunté. Su dibujo deviene de esta forma una escritura otra, me digo. Pero también transmite la convicción de que aún el relámpago de la línea de un poema no siempre capta lo subjetivo inapresable y es necesario encontrarle forma en una línea expresiva de otra índole.
“Pinto tal como escribo”, dice Michaux. “Para hallar, para volver a hallarme, para hallar mi propio bien al que poseía sin saberlo. Para obtener la sorpresa y, al mismo tiempo, el placer de reconocerlo. Para hacer o ver aparecer cierta indefinición, cierto aura, allí donde otros quieren ver lo lleno”. La flacura de Michaux contrasta con cualquier insinuación de lo lleno, la apariencia de la rozagante salud burguesa. Si se miran sus fotos, ahí está un pelado anguloso de ojos penetrantes, un cigarrillo entre los dedos delgados, recortado contra un fondo negro. Aunque prefiero esa otra imagen en que se muestra con anteojos negros, las solapas del abrigo alzadas, enigmático. En verdad, Michaux es enigmático hasta que uno afloja con el prejuicio y la resistencia y se desacondiciona. El interés por el dibujo y su apropiación no implican un autodestierro de la escritura. Más bien se trata de un experimento complementario comprendiendo que las paralelas se tocan en el infinito y no importa que uno no llegue nunca a divisar ese contacto.
Voy ahora a un subrayado no menor: “Una línea se encuentra con una línea”, escribe Michaux. “Una línea esquiva una línea. Aventuras de líneas. Una línea por el placer de ser línea. Puntos. Polvo de puntos. Una línea sueña. Hasta entonces nadie había dejado que una línea soñara. Una línea aguarda. Una línea espera. Una línea vuelve a pensar un rostro. Líneas de crecimiento. Líneas a la altura de una hormiga, pero nunca se ven hormigas. Pocos animales en los templos de esta naturaleza, y únicamente una vez retirada su animalidad. La planta se prefiere. El pez meditabundo es aceptado. He aquí una línea que piensa. Otra cumple un pensamiento. Líneas de envite. Líneas de decisión”. Creo que vale la pena resaltar eso: “He aquí una línea que piensa”. Y conectarlo con ese momento donde invita y desafía a quien quiera: “Dibuje sin ninguna intención”. Y si la intención no importa es porque será la línea la que lleve la voz cantante y será pensamiento, ese pensamiento que usted era pero ignoraba y recién ahora se devela. Al respecto, transparente y taxativa se plantea su confesión bautizada “Dragón”, que tiene no poco de declaración de guerra: “Un dragón salió de mí. Cien colas de llamas y de nervios sacó. ¡Cuánto esfuerzo hice para elevarlo obligarle a elevarse, dándole de latigazos por encima de mí! Abajo era una prisión de acero en la que estaba yo encerrado. Así que libré combate para mí tan sólo, mientras Europa dudaba todavía y partí como dragón, contra las fuerzas malvadas, contra las parálisis sin número que montaban acontecimientos por encima de la voz del océano de los mediocres cuya gigantesca importancia se revelaba de repente (de nuevo) vertiginosamente.