“Nuestra misión es comprender el mundo de la basurología en todos sus niveles”, explica Gris, una de las protagonistas de esta novela narrada a tres voces. Gris es una médica formada en El Paso que consiguió financiamiento para una investigación en el gigantesco basural de Ciudad Juárez: allí van a parar los residuos de las dos ciudades, una a cada lado de la frontera. “Sabemos por supuesto que está la basura domiciliaria y la industrial, pero lo que nos interesa es ver en qué la convierten, qué hacen para volverla apta de uso. Es también nuestra tarea escuchar las voces de quienes realizan todo eso, conocer a quienes trabajan y habitan la basura. Esto, probablemente, será lo más difícil porque se trata de ganarnos su confianza”. A sus compañeros les sugiere que se esfuercen para no mostrar el shock ante lo que verán, pero ella resulta la más afectada: “Todo rebasaba mi imaginación”.
En la basura se mueve Alicia, que así se hace llamar por cariño a la del país de las maravillas. Es que de chica su vieja traía a la casilla de la periferia de Juárez lo que iban descartando en las casas que limpiaba del otro lado, en El Paso: ropa, juegos de mesa, utensilios y libros; el de Lewis Carroll es su favorito. Una vida muy áspera, ajustadísima, aunque al menos podía ir al colegio, disfrutar de leer en voz alta mejor que nadie. Pero a eso lo arrasa un desbarranque progresivo de los trabajos domésticos y lo que por esas pagas magras pueden comprarse para subsistir, y así es cómo cada vez dependen más de lo que consigan por pepenar. No es un término familiar en Argentina, más allá de que esté normalizada, incorporada al paisaje cotidiano, la práctica de mujeres, hombres, niños: revolver entre la basura para ver qué puede rescatarse. El diccionario de la RAE lo anestesia así: “Recoger del suelo, rebuscar”. En el basural de Juárez, al que llegan cruzando unos baldíos, la vieja la instruye para optimizar trucos, horarios, gestos, conceptos para hacer más llevadera la cosa, para leer el territorio y conseguir las latas de comida apenas vencidas, los metales más valiosos para revender. Un día la mujer se aparece por la casilla con un chongo y la situación se pone tremenda. Alicia evoca esos años a cierta distancia, el tiempo ha transcurrido.
Basura es la cuarta novela de Sylvia Aguilar Zéleny; nacida en Hermosillo, México, en 1973, además de narradora, dirige el Programa de Escritura Creativa en la Universidad de Texas. La estructura del libro es nítida: en cada capítulo, por turnos ordenados, narra cada una de las protagonistas. La tercera es Reyna, una talonera transexual, a quien se oye en un barrio periférico, no muy lejano al basural, instruyendo a las nuevas que llegan al grupo que dirige. “Pero, ¿de qué te estaba hablando? Ah sí, de nuestra diversidad. Mira, tenemos enemigas por todos lados, la competencia no entiende nuestra filosofía. No les gusta que estemos revueltas. La premisa es: si todas somos putas, ¿pa qué estar separadas? Entre nosotras hay de todo. Ahorita activas somos cinco: la Bibi, la Tijeras, la Serna, la Rusa y yo. Ellas no son como tú, como la Bibi o como yo, ellas sí son mujeres biológicas y ecológicas. Pito o no, todas talonean igual de duro. Unas llegaron de otros sindicatos, de otros barrios, de otras ciudades, somos de todos géneros y de todas edades. Van y vienen”.
Las tres protagonistas narran en primera persona y de a poco Aguilar Zéleny va desplegando sus historias, lo dislocado de lo familiar, los detalles y los trazos gruesos del día a día, las perspectivas y los temores, las cicatrices, el mapa de señales sociales que aparecen en los quehaceres del cotidiano, deseos y consumos, sentimientos e imaginarios. Reyna cuenta de cuando era Reynaldo, de cómo fue produciéndose el cambio, y en su locuacidad vital despliega un abanico de matices estéticos, de los mecanismos de funcionamiento del grupo que dirige y custodia (en más de un quilombo se ha metido), de los modelos varios de clientes, de los peligros: “Vivimos tiempos en los que ser mujer es peligroso, pero eso debes saberlo, ¿no? Todos en esta ciudad hemos oído el rumor ese de las muertas. A lo mejor no lo ves en el periódico, ni lo escuchas en la radio, pero te lo cuentan en la calle, muertas acá en el barrio, muertas en el centro, muertas en la periferia, muerta en el basurero. Muertas y más muertas, carajo”. Ciudad Juárez ha cargado este signo tenebroso, que en la novela aparece esbozado, telón de fondo. Alicia cuenta de don Chepe, de sus transas y manejos en el basurero, de la aparición de un diputado y sus laderos en una campaña electoral, de cómo ella tuvo que ir endureciéndose para sobrevivir, acompañada por unos perros. “No sé cuántos años tengo aquí, hace mucho que dejé de contar”, dice, y también: “¿A qué le tengo miedo? A nada. No le tengo miedo a nada”. Gris, por su parte, es consciente de que le financian la investigación por intereses entre colonialistas y especuladores, pero pinta genuinamente interesada en el trabajo. “El espacio que habitamos y la educación que se nos ofrece nos define”, piensa Gris, que en simultáneo con el comienzo del trabajo en el basural se encuentra con que la tía de buen pasar económico que la crió afronta una enfermedad neurológica que desembocará en la desmemoria, en la neblina.
Dividida en tres partes, durante la primera cada personaje marcha con su relato por su carril sin cruzarse con los otros; páginas arriba lo que se intuye en la confluencia de Gris y Alicia en el basural irá entregando puntos de encuentro. Aguilar Zéleny retrata bárbaro a sus personajes y entre los contrastes y complementariedades de la singularidad de sus voces e historias compone unos paisajes marginales en los que cobran forma los síntomas de la crueldad del sistema, pero también la tenacidad para el rebusque, el oxígeno, la vía de escape. La novela dialoga con ¿Quién mató a Diego Duarte?, la formidable crónica de Alicia Dujovne Ortiz sobre el crimen de este muchacho en los basurales de José León Suárez, en el conurbano bonaerense. Juárez, Suárez: ciudades y apellidos de tantas zonas de Latinoamérica. Dice Alicia, en el país, en el mundo: “¿Un mal día? Pos qué suertuda porque aquí nosotros no tenemos un mal día, aquí los días ya son malos de por sí. Pero no se vale quejarse, yo de aquí saco lo suficiente y hasta más para vivir. Pues porque aquí las cosas aguantan mucho, y si no, siempre hay otras. Yo encuentro cosas que ni sé que necesito, pero que luego se vuelven cosas que justo necesito. Yo creo que igual les pasa a los ricos. Compran cosa que no necesitan, cosas que no usan. Luego cuando las necesitan están tan empolvadas y vieja que, mejor, compran nuevas. Así es con todo. ¿O no?”