El geriátrico modelo tiene rejas transparentes, un fuerte vallado de vidrio anti todo lo protege de granizo, piedras y proyectiles, más lo torna vulnerable a las miradas de agua. De mi abuela me quedaron, entre otras cosas, algunos dichos grabados, "así como camina, es", decía cada vez que intentaba analizar a algún paisano a la distancia. Mi amigo Alejandro, de profesión actor, alguna vez me confesó que recién se sentía dueño de una creación cuando podía sacar la manera de caminar de dicho personaje. Los peatones del barrio, al pasar por el frente del residencial, parecen comediantes caminando contra una sudestada, inclinan sus mentones contra el pecho, apuran el paso y achinan sus ojos. Cargan, tal vez, con una aparente negación contra el establecimiento, un temor inconfeso a un posible futuro no deseado. 

Los choferes de los autos retenidos por el rojo del semáforo, tampoco miran hacia el edificio, sus miradas están atentas al cambio de luces, solamente algunos niños, acompañantes en los asientos traseros, se pegan a sus ventanillas para saludar sonrientes a quienes se encuentran en el otro extremo del camino, los que se están yendo siempre se entendieron bien con los que están llegando. 

Dicho malestar inocultable, no sólo me incluye, también me lleva a repensar el mundo diseñado para jóvenes que me tocó vivir, si bien todo tiempo pasado no fue mejor, en algún punto del ayer, los sujetos no productivos que hoy son guardados en depósitos humanos, eran integrantes de respetados consejos de ancianos. 

 La contracara de una vida sin sentido quizás consista en conocer la propia historia, aquella que está escrita con arrugas sobre la piel de nuestros viejos. Antes de la pandemia, solía visitar a mis clientes con frecuencia, llenaba de optimismo mis pulmones como buzo que carga sus tubos de oxigeno antes de sumergirse en las aguas del río Aqueronte. Les hablaba de lo obvio a los pensionistas, los tocaba, les contaba chistes malos y a consecuencia de repetidos errores, aprendí a no preguntar por la silla vacía. Unos meses atrás, una sombra entre las sombras de las madrugadas, no dejaba de sorprenderme en mi recorrida habitual. 

 La silueta de un hombre silencioso se abalanzaba con desesperación sobre el diario que corría por debajo de la puerta. ¿Quién era ese abuelo que no podía dormir, tampoco manejar su ansiedad por leer las noticias con celeridad, en un lugar en donde el tiempo se congela bajo el hielo de la espera? No dejé pasar la oportunidad de preguntarle a " la Nati", mucama del lugar y compradora compulsiva de publicaciones para sus sobrinos, sobre aquél inquilino misterioso. 

Con la misma liviandad con la que hojeaba una revista de chimentos me comentó sobre el " mambo" importante de Carlos Aguirre, hombre que esperaba un hijo que nunca tuvo y en los atardeceres, intentaba fugarse para encontrarse con una mujer que no existía. También lo describió como un ser antisociable, un solitario encerrado en su cueva, leyendo libros viejos, armando puzles gigantes y coleccionando hojas de diarios con informes de clima, sol y luna. 

Una tarde de frío, sin casco ni moto, toqué el timbre del internado en horario de visita y, para asombro del empleado de turno, me presenté como el hijo de don Aguirre. Lo sorprendí en su habitación, sentado frente a un rompecabezas casi terminado con la figura de un tiburón gigante emergiendo desde el fondo de un mar de cartón. La sorpresa lo empujó a exigir mi identificación. Le tendí la mano y sólo le dije, "soy la visita que estabas esperando", inmediatamente, por miedo al rechazo, balbuceé lo poco que leí alguna vez sobre estos depredadores, "dicen que preexistieron a los dinosaurios, que llevan más de 400 millones de años habitando este mundo..." Mi táctica, por suerte, dio resultado, la primera clase que me regaló fue una breve historia sobre los escualos.

Después, sólo me acomodé frente a esa pila de escombros de vida vivida, para escuchar un libro que jamás será escrito, leído por el autor, directamente desde la memoria. Él recordó en voz alta lo que yo imaginé en silencio. Me sacó a pasear por un Alberdi que ya no existe. Volvió a caminar de la mano de su tío Tai hasta el kiosco de la parada del tranvía de la línea 5 para comprar gallinitas dulces. Regresó al patio de la escuela Serena para silbar en el coro de pájaros de la señorita Letizia. Me subió a su Gilera para rodar por un boulevard de dos carriles, separados por un cantero central repleto de aromos y eucaliptos. Culpó a su ídolo Pairetti en cambiar su moto por un Chevrolet 400 con una calcomanía sobre el parabrisas que lo reconocía como aportante de 2000 pesos para finalizar la obra del viaducto Avellaneda. 

En un momento detuvo el relato abruptamente para preguntarme a quemarropa si creía en el amor. Tal vez demoré demasiado en contestar, o mi respuesta afirmativa no resultó muy convincente, lo cierto fue que se apiadó de mí y de mi mala suerte. Me aseguró que sólo el azar era el culpable de tal encuentro y que antes de conocer al amor de su vida, nunca había imaginado que la belleza y la verdad podían habitar juntas en una misma mirada. Con Adriana aprendió que para soportar este mundo tal cual está pensado, había que ser muy fuerte o muy estúpido, que no había un lugar posible, para los seres extremadamente sensibles, en donde poder estar a salvo de los heraldos negros. 

El día que inauguraron el paso a desnivel sobre el patio de maniobras del ferrocarril Mitre, recordó que se cansaron de cruzarlo durante toda la tarde. En el último paseo, su prometida, conmovida por el atardecer, se tiró del auto en movimiento y apoyada sobre la baranda levantó sus brazos para despedir al sol desde aquella barranca de cemento. Carlos pensó que se tiraba, corrió hacia ella y al abrazarla sintió el aleteo de un santuario de mariposas que revoloteaban en el centro de la esencia de su amada. Cuando recibió la noticia de su fatal decisión, confesó no haberse sorprendido, ya había entendido lo difícil que era soportar la existencia para los seres que transitan este mundo con el alma en vilo. 

Dueño de una lucidez espeluznante, me emocionó cuando aseveró que siempre había sido consciente que la vejez era una etapa denigrante en la vida de un hombre, pero nunca imaginó que la pasaría enjaulado. Próximo a quebrarse, me habló sobre una dualidad existencial que lo persigue desde la abrupta partida. Por un lado, siente que una parte de él se fue con ella, pero a su vez, que existe algo de ella que no alcanzó a diluirse totalmente en el cosmos o que al menos siente que vuelve por los atardeceres.

Recogí el diario ajado desde una de las mesas, busqué el dato preciso de la puesta del sol, nos quedaba menos de una hora para llegar al mirador, avisé al encargado que retornaría con el pensionista antes del horario de la cena. Detuve el motor de mi auto sobre la parte más alta del viaducto ingeniero Emigdio Pinasco, accioné el freno de mano, encendí las balizas y levanté el capot simulando un desperfecto mecánico, luego me senté a contemplar como ese anciano rejuvenecía, levantaba sus brazos, reía, hablaba y se abrazaba en una aparente y falsa soledad, mientras el sol se empecinaba en esconderse en un horizonte de vías, vagones y palomas. Volvimos en silencio. 

Antes de entrar a la jaula, fue él quien me tendió la mano, me miró a los ojos y me dijo, “gracias, sabía que ibas a venir”. Nunca más lo volví a ver. Por mi parte, consecuentemente con lo aprendido, no soy de preguntar por los ausentes.

 

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