Las vacaciones en familia son siempre una cosa complicada, inconexa, multiforme, sobre todo desde el punto de vista de los hijos y en particular si estos son pequeños. El tiempo es de descanso, de actividades lúdicas y placenteras, pero el tiempo a su vez es finito y deben equilibrarse los deseos de unos y otros, de grandes y de chicos, de fanáticos del movimiento y amantes de la quietud. Las vacaciones de un padre o una madre separados de su pareja, pero en compañía de la descendencia, son un monstruo de otra raza. Más aún si el adulto no es quien convive el resto del año con el menor. En esos casos, usualmente hay más horas disponibles para ponerse de acuerdo, y las chances de que las elecciones estén inclinadas hacia los deseos de la niñez o la adolescencia son elevadas. ¿Culpa? Posiblemente, un poco o mucho. ¿Ansias por recuperar el tiempo no compartido? Sin duda. En Aftersun, ópera prima de la realizadora escocesa Charlotte Wells que viene de ganar un premio del jurado en el Festival de Cannes y el próximo jueves 24 de noviembre tendrá un estreno en salas de cine antes de su lanzamiento en MUBI, un padre divorciado viaja a Turquía con su hija de doce años para pasar una semana en un típico resort all inclusive. Él se ha mudado a Londres hace tiempo y su hija sigue viviendo en Escocia junto a la madre, por lo que es de suponer que el tiempo compartido en esos pocos días veraniegos serán preciados, preciosos. Pero algo le ocurre a Calum, interpretado magníficamente por Paul Mescal, cuya actuación en la reciente serie Normal People se transformó en toda una revelación. Algo que no es explicitado, que nunca se dice en voz alta, que tal vez no se pueda explicar con palabras. La pequeña Sophie (Frankie Corio) observa a su padre, trata de entender qué podría estar ocurriendo; luego se olvida y juega con un chico de su edad, que también está pasando unas vacaciones en el lugar. El tiempo es a la vez cercano y tan diferente al siglo XXI, finales de los años 90, cuando los teléfonos celulares no marcaban el ritmo cotidiano de las comunicaciones, las canciones se escuchaban en aparatos y los videos hogareños se producían con pequeñas cámaras de mano, grabados en cassettes rotulados con lapicera o marcador indeleble.

“Vacaciones con Papá”, podría decir el rótulo del tape que abre Aftersun, producida por Barry Jenkins y Adele Romanski, el director y la productora de Luz de luna. Sentada en la cama, Sophie graba a su padre mientras sale a fumar un cigarrillo en el balcón del cuarto de hotel. Le hace un pregunta pero Calum desaparece detrás de las cortinas, un poco como suele desaparecer todos los días, presente pero un poco ido. La mirada perdida, inconsciente de aquello que ocurre a su alrededor durante un lapso más o menos breve. Película ostensiblemente de ficción, Aftersun está sin embargo basada en recuerdos de infancia de Charlotte Wells, nacida en Edimburgo hace 35 años. En conversación con la revista británica especializada Sight & Sound, la directora confirmó esa relación con la realidad mediante algo parecido a un trabalenguas: “Es duro ese equilibrio, hasta qué punto la película está inspirada en mi vida y cuánto es ficcional. Puedo intentar controlar el mensaje, que es afirmar que se trata de una ficción, aunque al principio se sentía casi una ficción decir que era una ficción. Pero es ficción”. En cuanto al eje del relato, que en gran medida adopta el punto de vista de Sophie, agrega que “los chicos son realmente inteligentes y perciben un montón. Los adultos pueden esconder cosas y usualmente lo hacen, pero los niños se dan cuenta de todas formas, incluso de manera indirecta. Por otro lado, todos los chicos se interesan en ellos mismos, el mundo gira alrededor de sus intereses, y es lo que pasa en la relación entre Sophie y Calum. La cámara transforma eso en un juego. Me interesaba que se ofreciera un punto de vista literal, pero hay otra capa. Calum mira lo que filmó su hija y eso le aporta a él una visión del punto de vista de la niña”.

Calum calla y la película también. Aftersun no es una de esas historias donde los diálogos hacen que cada movimiento y palabra tengan una explicación. Mucho menos a la hora de iluminar aquellas procesiones que van por dentro del torrente emocional. Nada se explicita, pero es claro que Calum no está pasando por un buen momento laboral y el desembolso para realizar el viaje no debe haber sido nada sencillo. El concepto de all inclusive no es para ellos: el color de sus pulseras les permite acceder a la piscina pero no al consumo de comida y bebida en cualquier momento del día y la noche, como le explica a Sophie una huésped adolescente, ambas acodadas en la barra al aire libre, cerca de la pileta y de la mesa de pool. Calum y Sophie pasan el día en el hotel, entre piletazos y videojuegos del tipo arcade. A la noche cenan en el restaurante al aire libre y después participan como espectadores del karaoke improvisado en el lugar. A veces cruzan las fronteras del resort y salen de paseo en alguna excursión o intentan practicar buceo en el océano. En una de esas ocasiones, Calum se obsesiona con una alfombra de precioso tejido artesanal, a pesar de su valor de varios cientos de libras, claramente fuera de su alcance. Sophie lo observa y no termina de comprender qué le ocurre a su padre. Nadie, en realidad, podría llegar a comprenderlo. Calum es cariñoso e intenta acercarse todo lo posible a la pequeña, pero hay algo que le impide entregarse por completo al momento, como si existiera un candado invisible. Allí late el corazón del film de Wells: la imposibilidad de ir más allá en una relación que parece ir distanciándolos más y más. Como escribió la crítica cinematográfica Stephanie Zacharek, “hay siglos de historias acerca de cómo los hijos varones se relacionan –o no– con sus madres. Pero en el cine, la reflexiones sobre qué sienten las chicas por sus padres, narradas desde el punto de vista de la mujer, son relativamente raras”.

¿Qué siente Sophie cuando observa a su padre durante esos ataques repentinos de distancia? Hay un quiebre esencial, de enorme importancia, en la minúscula pero compleja trama de Aftersun, que de ninguna manera es una película de acciones y reacciones permanentes, sino un relato de observaciones sutiles, de cambios ligeros que van delineando el drama. Sophie le pide a su padre participar del karaoke, pero Calum responde que no. La niña insiste y, ante una nueva negativa, decide subir al escenario sola y cantar “Losing My Religion”, uno de sus temas favoritos (mejor envolver de misterio los detalles de la otra canción que marca a fuego a la película, “Under Pressure”, el dueto de David Bowie y Freddie Mercury). El padre la observa, la escucha, parece enojado pero al mismo tiempo podría estar pensando en otra cosa. En cierto momento se levanta y abandona el lugar, durante varias horas, durante toda la noche. Sophie puede entrar a su cuarto gracias a la ayuda de un conserje. Esa velada ha ocurrido algo nuevo, un paso más en la distancia creciente, insondable para la pequeña Sophie. Calum es un padre joven y, no casualmente, en el hotel muchos piensan que son hermanos. Pero Calum es padre y esa noche, sin duda, no se comportado como tal. Atravesando como relámpagos el centro de la narración, Wells presenta una serie de breves secuencias donde una Sophie adulta (eso es lo que el espectador intuye gracias a un par de pistas visuales) baila en la pista de una discoteca mientras observa a su padre del pasado, el Calum joven de aquel viaje a Turquía. Es uno de los pilares que sostienen el concepto del film: lo que vemos y oímos le pertenece a la Sophie del presente mientras recuerda aquel viaje, el estado de la relación con su padre antes de que ocurran otras cosas que permanecen completamente fuera del campo narrativo.

En una entrevista con Vanity Fair, Wells recuerda que, mientras escribía el guion, “dejé que los recuerdos y anécdotas de mi niñez formaran una especie de esqueleto narrativo. Mientras más pensaba sobre esas cuestiones de la infancia, el proceso de escritura avanzaba y se iba desarrollando la historia. Creo que, en muchos sentidos, justamente de eso se trató escribir en este caso. Atravesar los recuerdos, lidiar con diversos sentimientos y, en última instancia, con el dolor”. La directora también explica que, para lograr que las actuaciones tuvieran la sutileza y la potencia necesarias, el dúo de actores compartió tiempo y espacio durante dos semanas antes de comenzar el rodaje, y que muchas de las cosas que ocurrieron entonces, lejos de la cámara, terminaron deslizándose en el guion y los diálogos finales. Precisamente en la dirección actoral, en la manera en la cual el relato evita cualquier obviedad “psicologista”, en la falta de respuestas claras y la presentación de muchas dudas y ambigüedades, radica en gran medida la extraña sensibilidad de Aftersun. “Creo que hay mucho por percibir. Hay muchas capas y ningún espectador las percibe a todas. Cada uno toma diferentes detalles y ve arcos diferentes. De alguna extraña manera, creo que he creado una suerte de elige tu propia aventura que siempre termina con la misma conclusión”.

El cine contemporáneo está hiper poblado de aquello que los angloparlantes llaman coming-of-age, relatos de crecimiento, de paso de una edad a otra, con sus ritos de iniciación formales o intangibles. Aftersun es otra cosa: la cristalización de un período breve pero muy intenso en la infancia de la protagonista. El retrato agridulce de un momento que nunca volvería a repetirse, tamizado por un dolor que no se muestra de manera tangible pero puede intuirse con fuerza. El recuerdo de unas vacaciones que se rememoran con lágrimas que mezclan la ternura y la bronca. El gran logro de Charlotte Wells es tan fácil de describir como difícil de lograr: todo está allí, pero escondido entre los pliegues de las escenas, sin necesidad de recurrir a una voz en off que señale las emociones o subraye los deseos y miedos. Está allí en cada una de las sesiones de tai chi que no logran expulsar de Calum esa angustia creciente, innombrable, terrible. Y también en las miradas de Sophie, cuya candidez comienza a cederle el espacio a un pavor por lo que podría venir, algo que no se conoce ni debería conocerse a su edad, una sensación de pérdida, de enorme vacío, a pesar de que nada se ha perdido aún.