“La cultura no salva a nadie”, dice Jean Paul Sartre refiriéndose a la condición del nazismo que se sembró, alimentó y sostuvo en el país más culto del mundo occidental de entonces. Los campos de exterminio, la tortura, la debilidad que desestabiliza, las superficies hostiles, las marchas forzadas, la soledad en multitud, el desamparo, la intemperie absoluta, la oscuridad, los sonidos mortuorios, las violaciones, los martirios, ¿se pueden narrar?, ¿se transmiten realmente de una subjetividad a otra?

Hay experiencias de tal magnitud que el intelecto no las puede representar. En el caso de los fascismos sobrepasan todos los límites concebibles de la crueldad. Pero lo detestable puede meterse en nuestros cuerpos a través de una composición lograda y afectarnos con pasiones alegres. Me refiero a construcciones contemporáneas que honran a víctimas de genocidios y producen conmociones estéticas que van más allá de lo visual o, eventualmente, lo auditivo. La historia y el arte son lámparas votivas que arden frente a las víctimas de genocidios iluminadas por la memoria colectiva.

La historia describe e interpreta hechos, el arte mantiene vivo el espíritu de resistencia. Arte es poesía, pero, ¿cómo poetizar después de un genocidio?, ¿cómo explicar matices de lo inconcebible?, ¿cómo expresarse en lenguajes desconocidos? Las experiencias límites se viven, pero son intransferibles.

No obstante, la potencia del arte permite atisbar la belleza o el horror de algo que ya no está, porque golpea la sensibilidad como un latigazo del pasado que desequilibra levemente el cuerpo y trasmite lo lingüísticamente intrasmisible: el secuestro, la tortura, la desaparición y hasta el exilio. Existen construcciones que enfrentan el desafío y logran transmitir -sin golpes bajos- sensaciones que sumergen al visitante en el sentido de la realidad que evoca: el horror de los campos. Y lo hace sin representación. Ni palaras, ni fotos, ni objetos de tortura o muerte. Simplemente piedra, cemento y desniveles.

Veamos un caso paradigmático, el Museo Judío de Berlín, que está abierto a muchas interpretaciones, como las páginas del Talmud, donde los márgenes son tan importantes como lo que está siendo comentado, enuncia Daniel Libeskind, el creador del Museo del Holocausto. Su obra está incompleta si el público no cubre -poniendo el cuerpo y recorriendo sus vericuetos- esos márgenes simbólicos que, en este museo-monumento, cobran sentido con las experiencias surgidas en el aquí y ahora de una inmersión en el dispositivo que, visto desde arriba, semeja una serpiente gigantesca a punto de avanzar. Los berlineses lo bautizaron “el rayo”. No obstante, más bien semeja una víbora de pesado material concreto -tajeada por todas partes- y enclavada en esas calles testigos de la persecución y el exterminio.

El edificio se articula sobre tres ejes: el de la entrada al horror construida bajo tierra, el del exilio con sus engañosas luces de esperanzas y sus oscuros desengaños, y el tercero que conduce a la asfixiante torre del holocausto transmitiendo la falta de luz y aire propia de los crematorios.

El eje que conduce al jardín del exilio nos retrotrae a la experiencia tortuosa de Walter Benjamín y su helado suicidio en las fronteras mismas de la libertad, cuando se supo rodeado por inexorables SS. Pero quienes lograron huir tampoco tocaron el cielo. El exilio -en su jardín de Berlín- se actualiza por unos instantes en el cuerpo de les asistentes, no ya desde la representación, sino desde materiales rudos, superficies irregulares y espacialidades absurdas. Pasillos que no conducen a ninguna parte, escaleras sin salida, paredes unidas formando un ángulo tan agudo como una punta de flecha. Inhabitable.

El “jardín” está compuesto por cuarenta y nueve bloques de concreto. Pilares cuadrangulares de seis metros de alto. Allá arriba hay árboles frondosos pero inalcanzables, abajo el piso resbaloso y la intemperie sepulcral. La sensación de extranjería penetra a quienes lo recorren. Espacios vacíos. El desarraigo se experimenta en todo el cuerpo. La arquitectura que incorpora lo táctil y la asfixia se clava como un cuchillo en la sensibilidad estética.

Ocurre algo similar a las sensaciones que transmite el Monumento a los judíos de Europa, realizado por el arquitecto Peter Eisenman y el ingeniero Buro Happold, también en la ciudad de Berlín. Un predio de diecinueve mil metros cuadrados sembrado de figuras geométricas cuadrangulares supuestamente simétricas y de una blancura resplandeciente. A los lejos semejan un homenaje a la racionalidad (la que aparentemente reinaba en ese centro de cultura). Pero al acercarse e introducirse en ese bosque de concreto similar a lápidas lúgubres, se descubre la irracionalidad, lo desparejo. Sepulcros blanqueados, formas arquitectónicas engañosas.

Todos los pilares difieren entre sí, desde los pocos centímetros de alto en algunos hasta los casi cinco metros de otros. Las dos mil setecientos once losas de hormigón simbolizan a los seis millones de personas aniquiladas. El piso es un campo enrejillado e inclinado, de modo que al caminar se percibe la inestabilidad en la que persistían quienes finalmente eran devorados por el eje del Holocausto.

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La contrapartida de la arquitectura de resistencia es el antimonumento. Memoriales perecederos en lugares imprevisibles: un cruce de avenidas, un semáforo, una glorieta, cualquier vereda. Se instala temporalmente un artefacto que remita a la realidad injusta repudiada. Por ejemplo, un enorme “43” aludiendo al número de estudiantes desaparecidos en México en 2014. O simbologías que repudian femicidios u otros crímenes de odio. También es un arte de resistencia, pero sin piedras. El antimonumento surgió en EE.UU. en los setenta y se expandió a otras regiones del mundo. En la calle de los femicidios colectivos -Avenida Juárez- instalaron en 2019 una gigantografía con una escritura. “En México 9 mujeres son asesinadas cada día”. ¡“Ni una más!”. Las mujeres que lo instalaron pregonan: “Seguimos desapareciendo y nos siguen matando. No nos vamos a callar”. A veces aparecen máscaras conmemorativas de los rostros de las víctimas, similares a los rostros metálicos que se pisotean en el Museo del Holocausto. Rostros a la deriva, hojas muertas.