La Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata ya exhibió nueve de las diez producciones –solo falta Herbaria, de Leandro Listorti, que se verá el jueves y viernes– que este sábado intentarán irse de la ceremonia de clausura con las estatuillas a Mejor Película y/o Mejor Dirección, los dos reconocimientos oficiales de esta sección. Durante este último tramo, como en la primera parte, hubo de todo: la crisis amorosa y laboral de una joven actriz de Juana Banana, de Matías Szulanski; la obsesión por la posibilidad de vida extraterrestre de una madre y su hija en Luminum, de Maximiliano Schonfeld; un viaje hacia los recuerdos del exilio y la persecución de un militante peronista en Náufrago, de Martín Farina y Willy Villalobos, y la historia de una mujer de vida acomodada que dejó todo para abrazar el sueño del cooperativismo narrada por la realizadora Mara Pescio en Barrio modelo.

Este cronista no tiene dudas, pero tampoco pruebas, de que Juana Banana tiene al personaje central más querible de todas las películas de todas las secciones de esta edición del festival: imposible, al final de los créditos, no querer charlar al menos un rato con esa actriz publicitaria que a sus 28 años, luego de que su novio la deja, enfrenta una crisis propia de quien todavía no encontró un camino propio luego de la adolescencia. Juana habla con voz finita hasta por los codos, es un mar de palabras donde conviven ocurrencias, inocencia y espontaneidad, un huracán de cambios de estados de ánimo y asociaciones libres que la llevan a conversar de cualquier cosa con cualquiera. Hasta con un conductor de Uber se va a jugar al flipper, sosteniendo charlas de una espontaneidad arrasadora.

Gran mérito que una película nacional –en su mayoría escritas casi siempre ateniendo a los diccionarios antes que al oído- sea natural. Y lo es, principalmente, por dos cosas. Una es la impronta contemporánea que le imprime el guion de Matías Szulanski (Pendeja, payasa y gorda; Astrogauchos; Flipper) a los conflictos de Juana, en tanto para ella el mundo es un lugar inabarcable donde todo parece al alcance de la mano. Y la segunda tiene nombre y apellido: Julieta Caponi. Salvo durante algunos giros narrativos pensados para abrochar con moño el relato, la muchacha es de esas actrices que no parece estar actuando, sino prolongándose a sí misma hasta más allá de los límites de la pantalla.

Náufrago

Martín Farina podrá hacer películas mejores o peores, más o menos interesantes, pero es indudable su capacidad para experimentar y exprimirle hasta la última gota al lenguaje audiovisual contemporáneo. Un lenguaje hecho de una materialidad siempre evocativa, por momentos pesadillesca, por otros hipnótica. Así ocurría en El fulgor, en la que una cámara deseante se detenía en los cuerpos de los bailarines de las comparsas del carnaval de Gualeguaychú. Y así ocurre ahora en Náufrago, un documental que vuelve a esa cantera inagotable que es la última dictadura militar. Lejos de la pátina heroica con que este tipo de relatos suelen pintar a sus protagonistas, la película propone una aproximación tangencial en la que imágenes y sonidos crean un mundo de recuerdos que se enuncian con una proverbial distancia emotiva, como si fuera una bitácora escrita al calor de la reflexión antes que de la convicción política.

Y eso que Guillermo “Willy” Villalobos tenía convicciones. Codirector junto a Farina y narrador en off de los principales hechos que puntearon su vida durante los ’70, este militante peronista fue, además de preso político y exiliado, parte de la contraofensiva montonera. Ese pasado de paranoia, terror y muerte se contrapone con lo apacible de un presente que lo encuentra en el pueblo uruguayo de Cabo Polonio, con la arena y el mar como únicas compañías. Aquí no hay, hasta bien avanzado el metraje, cabezas parlantes ni imágenes de archivo, así como tampoco información por fuera lo enunciado. Se sabe: pocas cosas más terroríficas que lo que no se ve, lo que está acechando fuera de campo.

Luminum

Estrenada, al igual que Herbaria, en el Festival Visions du Réel, Luminum es la primera película de Maximiliano Schonfeld luego de Jesús López. Lo que en aquel relato sobre un chico lidiando como podía con el duelo por la muerte de su primo era de un maximalismo emotivo arrollador, aquí se reduce al seguimiento despojado de una madre y una hija con una pasión en común: los OVNIS. Algo lógico, teniendo en cuenta que Silvia y Andrea viven en la localidad entrerriana de Victoria, famosa por avistamientos y el museo dedicado a los objetos voladores no identificados que regentean las mujeres. Hecha con herramientas propias del cine documental, aunque alimentada con nutrientes de la ficción, Luminum acompaña a esos personajes peculiares como si no lo fueran; esto es, respetando sus deseos e intereses, indagando en los pliegues de su relación sin jamás hacerse la canchera ni muchos menos observándolas desde la supuesta superioridad moral que implica empuñar una cámara.

“¿Qué será del barrio modelo de acá 30, 40 años? ¿Se verá como una organización de avanzada, la punta de flecha para desplegar la idea de comuna?", se pregunta Silvia en una de las grabaciones que su sobrina rescató de entre sus cosas luego de que falleciera. El barrio modelo al que alude es uno de los construidos por el Hogar Obrero, aquella cooperativa de consumo, edificación y crédito que funcionó desde 1905 hasta principios del gobierno Carlos Menem. Uno de los hitos de su historia fue la construcción del complejo de cuatro torres de viviendas, con un total de más de 800 departamentos, en el barrio porteño de Villa del Parque, durante la década de 1960. Silvia sabía qué significaban este tipo de complejos. Es más: estaba enamorada de ellos desde que los conoció durante un viaje a mediados de los ’60 a la por entonces esplendorosa URSS, cuando vio en esas moles de concreto la materialización de un sueño colectivista que nadie sabía que tenía.

Barrio modelo

La visita a Europa marcó un quiebre en la vida de esta traductora de buen pasar económico que compartía un departamento en Recoleta con su marido e hijos. La misma que un día, sin avisar, hizo las valijas para mudarse a Villa del Parque con la idea de escribir una novela sobre los vecinos, tal como cuenta la realizadora Mara Pescio al inicio de su segundo largo como directora luego de Ese fin de semana (2021). Al igual que el grueso de los documentales familiares estrenados durante la última década, Barrio modelo disecciona la vida de su protagonista para, a partir de la mezcla de imágenes de archivo, reflexiones personales, datos bibliográficos y material actual fruto de las entrevistas con los vecinos más antiguos, delinear los contornos de una época y, con ello, del ideario que acompañaba a un sector importante de la población.

Nunca termina de quedar muy claro qué pasó por la cabeza de Silvia a la de hora de mudarse, si se trató de la culpa burguesa o de un intento de librarse de una vida que no la satisfacía. Lo cierto es que Pescio hace de esa imposibilidad uno de los motores de un relato que, pendulando entre lo íntimo y lo político, funciona como un registro de arqueología familiar y social, como el recorte de un tiempo en el que todavía las utopías eran posibles.