Aunque en términos cronológicos falte realmente mucho para las elecciones nacionales, el mundo político ya está sumergido en clima electoral. No así la ciudadanía, sustancialmente preocupada por los problemas económicos que azotan su vida cotidiana. Pero, más allá de eso, se puede decir que con sus actuaciones buena parte de la dirigencia prescinde de (¿desprecia a?) la política misma. No es así para quienes entienden que la política queda circunscripta a disputas mediáticas entre facciones o posibles candidatos o candidatas al margen de la realidad popular. Es una situación solo comparable con las riñas callejeras entre barras futboleras que solo atinan a dirimir diferencias por la violencia mientras proclaman a viva voz su respaldo a la misma divisa.
Es un escenario difícil de comprender y que para quien observa con cierta distancia puede resultar por lo menos patético. Cabe preguntarse entonces por el sentido mismo de la política e interrogarse si los enfrentamientos, las disputas, las chicanas (en todos los frentes y agrupaciones) no desvirtúan el fin último de la acción política perdiendo de vista que el pueblo y su bienestar, su calidad de vida, que solo se garantiza por la justicia y en la vigencia integral de los derechos, es lo que le da sentido –el único sentido posible– a la lucha política.
¿Cuál otro puede ser el propósito? ¿De qué valen y cuál es el objetivo de las disputas intestinas de lado y lado? ¿Para qué el poder por sí mismo como regodeo auto referencial? Se trata, entonces, de apenas una lucha de egos, de un afán con quién sabe qué propósito no explícito en el relato.
En tanto esto ocurre en los palcos y, sobre todo, en las tribunas mediáticas que son el principal balcón del protagonismo (no por cierto de la democracia real) gran parte del pueblo sencillo –pero no por eso con menos capacidad de discernimiento– se siente cada día más lejano de esa política que no lo tiene en cuenta, que no atiende a sus urgencias y necesidades. Y mientras las disputas entre cúpulas y presuntos candidatos y candidatas siguen subiendo de tono, en la misma proporción aumenta la apatía y el descreimiento de buena parte de ciudadanos y ciudadanas.
Así la desidia avanza en un despoblado de propuestas, carente de definiciones y sobre todo de respuestas que se traduzcan en acciones transformadoras de la realidad. Se ofrece entonces un territorio desértico pero a merced de propuestas mágicas que, por derecha y de la manera más reaccionaria y autoritaria, prometen para el futuro cambios que, en lugar de apuntar hacia un futuro mejor, invitan a restaurar mágicamente experiencias fallidas y metodologías perimidas que se venden como alternativas falaces y que solo encierran futuros más catastróficos que los ya experimentados.
Todo lo anterior se agrava de manera patética en las generaciones más jóvenes, a quienes los adultos no logramos transmitir de manera políticamente pedagógica ni vivencias políticas anteriores que sí fueron exitosas y que mejoraron sustancialmente la calidad de vida del pueblo, ni tampoco imaginarios de futuro que resulten convincentes.
El cuadro de situación se empeora de manera dramática por la acción perversa y exterminadora de las corporaciones mediáticas (y de ciertos sedicentes periodistas que actúan como bastoneros de las mismas) que, atendiendo a sus intereses corporativos, no dudan en continuar con la tarea de demolición moral y social, vía la mentira sistemática, la calumnia, la difamación y la intriga. Qué decir de un Poder Judicial que se autopercibe todopoderoso y que avanza impune ante la inacción del Gobierno y un evidente vacío de poder. Todo vale y no hay límite ni ético ni moral.
A la hora de pensar en responsabilidades nadie puede sentirse a salvo. Y no se trata de culpar a todos y todas para diluir esas responsabilidades. Indudablemente hay grados y cuotas. Pero más allá de ello el único camino posible es el de rescatar a la política en su auténtico propósito: mejorar la calidad de vida del pueblo. Sin ese objetivo todo lo que se diga y se haga pierde sentido. Y si realmente se busca salir del pantano en el que estamos metidos habrá que comenzar por dotar a la política (a quienes hacen política) de capacidad y pedagogía de escucha. Una escucha atenta, activa, permanente y que impulse a la búsqueda diligente de alternativas sustanciales y prácticas para mejorar la calidad de vida del pueblo. Será la única forma de rescatar la política y darle sentido. También la manera de desterrar el pesimismo y recuperar la alegría. Todo eso se necesita. Es urgente. Lo contrario será seguir caminando irremediablemente hacia el abismo.
Gran parte de la dirigencia será responsable de la catástrofe que puede avecinarse, pero inevitablemente las consecuencias recaerán sobre toda la sociedad. También sobre los que hoy azuzan la carrera hacia el precipicio porque creen que –con independencia de la suerte que corran los demás- ellos seguirán siendo favorecidos.