Una ansiedad de época: “Hicimos la revolución para convertirnos en Cacho Castaña''. Esa frase, que es pronunciada por un personaje de El fin del amor, la miniserie de Amazon Prime Video, basada en el libro homónimo de la periodista y filósofa Tamara Tenenbaum, quizás sea una muy buena síntesis de la tensión de nuestros días en relación al amor, el sexo y la libertad.
A esa sospecha quiere ponerle pólvora esta ficción en la que Lali Espósito, más magnética que nunca, alterego de Tenenbaum, va pasando como de nivel por un decálogo de etnografía millennial: diez capítulos que funcionan tanto para ver en pijama con amigas como para hacer sociología de sobremesa.
Plan de fuga
Es la historia de una chica en sus veintilargos que se va de un momento a otro de la casa de su novio, llevándose como único patrimonio una Nespresso. Y mientras huye de cierto formato de relaciones afectivas -monogámicas, heterosexuales-, se reencuentra con un territorio del que se había escapado muchos años atrás. Así descripta, parece ser una historia contada ya mil veces. Pero la serie hace pie en el gancho autobiográfico que Tamara Tenenbaum puso en juego en su libro: el proceso por el que logró distanciarse del entorno de su judaísmo ortodoxo moderno de origen. Sin olvidarse de mencionar que tuvo un marco familiar que aún en ese contexto le dio pistas de escape, como el apoyo que tuvo de su mamá, que flexibilizó algunas reglas para que ella pudiera hacer el ingreso a un colegio secundario, de elite, laico al fin.
La serie habla de todo esto con momentos muy originales y otros, en los que debe negociar con los modos de representación de la industria -como las lesbianas tóxicas que siempre se besan en un contexto punk pero nunca en por ejemplo una casa de té. O la lluvia artificial que cae sobre una protagonista en un momento de clímax narrativo, cuando se da cuenta, justo antes de uno de los giros en la historia.
Pero además El fin del amor se ríe desde adentro de ciertos mundos (progresistas, por lo menos en apariencia), con profundo conocimiento de causa. Señala por ejemplo la banalidad con la que el periodismo hace de todo un tagline corporativo: por deformación profesional y por desesperación freelance, Tamara está entrenada para venderle a su editor posibles columnas con títulos como “Las chicas judías sólo quieren divertirse”, para hablar de cómo se hace en Once para mantener viva la llama en los matrimonios ortodoxos.
Es interesante el modo en el que la serie cuenta cómo Tamara vuelve a mirar a su comunidad de origen con otros ojos. Vuelve a Once y entra en cortocircuito con su familia pero con otro grado de empatía. Y conecta inesperadamente con algo de la espiritualidad, ya no entendida como corsé, sino como un caldo en el que, en tanto filósofa eyectada al mundo goy y periodista precarizada, puede encontrar elementos que la nutran y hasta la maravillen.
Borrachas de amor líquido
Y junto a la fricción entre el judaísmo ortodoxo y esos otros universos en los que Tamara se mueve, El fin del amor muestra además tensiones más universales. Sobre todo, una: la sensación de que, justamente, el fin del amor romántico por el que supimos demandar devino en una liquidez en la que vamos nadando a ciegas.
Esa frase que evoca al malevo que si te encuentra con otro te mata (la de haber hecho la revolución para volvernos Cacho) es de Laura, una de las mejores amigas de la protagonista, una lesbiana (¿demodé?) que se quiere casar y qué.
Laura usa el reproche sobre Castaña hacia su generación para hablar de una contradicción: la fluidez vincular como promesa de libertad y su reverso, es decir, esa borrachera triste del amor líquido. Es decir, el mareo que produce, por ejemplo, subirse a la calesita de gente que busca gente que brota de las apps.
En las propias palabras de la serie: el tironeo entre ser exploradoras del amor y ser la versión femenina de James Dean. Y en el medio, por supuesto, la tan mentada responsabilidad afectiva y la lucha contra la pulsión de poseer a lxs demás.
Una ESI a los ponchazos
En ese bullicio, El fin del amor responde a una sed de representación de eso en lo que andamos: un dulce caos relacional, que intersecta obviamente con el caos económico. La educación sentimental argentina en la que, millennials para abajo, hacemos equilibrio es una combinación entre lo que nos legaron y lo que construimos improvisando.
Una ESI a cascotazos, en un país en el que las narrativas sobre el amor y el sexo están menos marcadas por la religión -al menos, en comparación con el resto del continente-, pero también más estranguladas por la precariedad económica que en otras latitudes. Algunas de esas fibras tocaba hace ya diez años Girls, la serie escrita por Lena Dunhan.
Con sus mejores momentos y hasta con sus clichés, El fin del amor aprieta las llagas de las Girls devaluadas del presente. Y arriesga que el postamor no ha cumplido del todo sus promesas.
Las generaciones que aparecen retratadas en la serie, para quienes los vínculos no monógamos ya no son una completa novedad ni la heterosexualidad es tan obligatoria como antes, se enfrentan a la caída de otra creencia: la constatación de que esas otras formas de vincularnos no son necesariamente más sencillas, ni más felices. Eso no quiere decir que haya que recular, sólo que estamos trabajando: haciendo las contorsiones que hagan falta para habitar el mundo que seguimos cambiando.