Beatriz, de pie junto a la silla de ruedas de Justina, se mira las uñas y piensa: "ñoquis, y de postre: helado. Chocolate y frutilla".
Justina agarra el plato. Lo inclina hasta que forma un pequeño charco humeante donde hunde la cuchara y temblando se la mete en la boca. Traga poco. Muy poco. La mayor parte impregna el babero.
"Y mientras lo come le voy a contar como siempre elegía los mismos gustos: frutilla y chocolate".
-Hoy va a venir -dice Justina y sonríe. Es una sonrisa amplia con las encías rojas, brillantes.
"La frutilla arriba, decía en puntas de pie, las manos apoyadas en el vidrio”.
-Me va a traer torta -dice Justina. Tiene los ojos achinados y un fideo largo y fino que cuelga de la comisura de los labios.
-¡Mirá como te pusiste! -dice Beatriz.
Justina la mira. Es la mirada de un chico descubierto en una travesura.
Beatriz le desabrocha el babero y se lo pasa limpiándole la boca. Después, lo dobla y lo deja al costado de la mesa, junto al plato y la cuchara.
-Torta de manzana -dice Justina y la cuchara tiembla en su mano.
Beatriz, agarró los puños negros, a la altura de los hombros de Justina, y empujó la silla de ruedas con dirección al patio. A medida que avanza, el ruido del televisor mal sintonizado, va quedando lejos hasta que solo se puede escuchar el crujir de las ruedas contra el camino desparejo de cemento.
-Te voy a guardar un pedazo -dice Justina.
Beatriz. Mira el reloj en su muñeca. Falta poco para irse, pasar por la heladería y comprar el helado para Matías.
Justina tira la cabeza para atrás.
-¿Te gusta la torta de manzana? -dice Justina. La rueda de la silla se traba entre dos baldosas. Beatriz putea bajito. Hace fuerza, primero para atrás; después, para adelante. La rueda se destraba.
-Hoy va a venir -dice Justina.
Beatriz mira adelante. Una sola vez vio a la hija de Justina. Se había atrasado en el pago y dejó un cheque en secretaría. La vio cuando se iba. Alta, elegante, la recuerda caminando decidida hasta el cordón, la vio hacer señas y subir a un taxi. Llevaba lentes negros.
-¿Te gusta la torta de manzana? -dice Justina.
Beatriz empuja. Por detrás del crujir de las ruedas Justina habla de su hija. Beatriz no escucha. Está pensando en Matías, en la salsa lista en la heladera, en los ñoquis sobre la mesa tapados con un repasador.
-Te voy a guardar un pedazo -dice Justina.
Beatriz la mira. Un lunar en la pera, la boca sin dientes, la nariz pálida. Los ojos finitos, la frente arrugada.
-Hoy va a venir -dice Justina.
Cuando llegan adelante del rosal, Beatriz traba las ruedas.
-¿Sabés que me va a traer? -dice Justina.
Beatriz no contesta. Camina hasta el ascensor. Cuando llega las puertas están abiertas. Beatriz sonríe. Entra, marca el segundo piso y cierra las puertas. En el vestuario abre la estrecha puerta de un casillero de chapa, agarra la cartera y saca el celular. Lo mira.
Tiene un whatsApp.
Matías.
Beatriz, sonríe. Enciende un cigarrillo y lo sostiene entre los labios. Una columna de humo finita se desprende de la brasa y hace que entrecierre los ojos; así, con los ojos entrecerrados y la sonrisa apretando el cigarrillo, Beatriz, lee.
"No puedo hoy, ma", dice el whatssapp.
Abajo dice "este mensaje ha sido eliminado".
Beatriz escribe. Escribe rápido. "No te preocupes, hijo", escribe.
Antes de mandarlo busca entre los emoticones una carita redonda y amarilla. Una con un beso rojo con forma de corazón.
Después agrega: "Te quiero". Lo envía. Se queda mirando la pantalla.
Matías está en línea. No contesta. No lee.
Beatriz pita el cigarrillo. El humo en la garganta se siente espeso, picante. Lo suelta un poco por la boca y otro poco por la nariz. Una nube gris se mezcla en el aire. Pita tres o cuatro veces seguidas antes de tirar el cigarrillo al inodoro. La nube gris es asfixiante. Beatriz cuelga el guardapolvos adentro del casillero y cierra el candado. Después se lava la cara, se acomoda el pelo con una hebilla, agarra la cartera, apaga la luz y sale del vestuario.
Camina por el pasillo hasta el ascensor, saca el celular y mira los WhatsApp.
Matías sigue en línea.
Los checks siguen grises.
Beatriz aprieta el botón negro en la pared. Inmediatamente hay golpes secos, ruidos mecánicos de cadenas y el crujir de engranajes desengrasados arrastrándose por hierros.
Mientras espera se asoma por la ventana.
Puede ver el jardín, el rosal y a Justina que, con el brazo estirado, mueve los dedos en el aire.
Una enfermera se acerca. Se agacha, le habla.
Desde arriba la cabeza blanca de Justina parece un clavel después de cinco días en un florero. La enfermera se para, agarra los puños de la silla y la arrastra con dirección a las habitaciones. En el marco de la puerta una mujer sonríe. Es alta, elegante y lleva lentes negros. Sostiene una bandeja.