No tengo ningún parentesco con Manuel Peña Rodríguez, pero curiosamente mi abuelo se llamaba Manuel Peña y yo comencé a coleccionar películas hacia 1977, a los nueve años de edad, tras descubrir en casa un proyector a manivela que había sido suyo. En poco tiempo la manía se orientó hacia la investigación y la historia gracias a la biblioteca de mi padre y a la televisión de esos años, que exhibía películas clásicas de todo tipo y daba lugar a especialistas como Víctor Iturralde o Salvador Sammaritano. Hacia 1985 comencé a proyectar mis películas en el Cineclub Claridad, que motorizaban entusiastas como Bubi Zeiler, Rolando Román, Ángel Lázaro, Jaco Rest y sus respectivas familias. Un año después, uno de sus espectadores más frecuentes, Marcos Blum, me presentó a Sammaritano y este a su socio en el Cine Club Núcleo, Héctor Vena, un investigador y cinéfilo excepcional que rápidamente se constituyó en la universidad que no tuve. Comencé a trabajar para Núcleo en 1988, primero como coleccionista en sus ciclos de revisión y luego como editor de sus programas de mano, que en ese entonces, gracias al trabajo de Vena, abundaban en información filmográfica especializada.
Ese mismo año ingresé al Centro Experimental de Realización Cinematográfica (CERC), dependiente del Instituto Nacional de Cinematografía, donde cursé una orientación denominada “Crítica e Investigación”, que luego desapareció del plan de estudios. La directora del CERC era entonces Beatriz Villalba Welsh, que asistía con regularidad a las exhibiciones de Núcleo con su marido, Emilio Villalba Welsh, personalidad legendaria que entre muchas otras cosas había sido un prolífico guionista del cine argentino y en aquel momento dirigía el Fondo Nacional de las Artes. Un día impreciso, sobre fin de ese año, Beatriz me llamó y me pidió que fuera a ver a su marido con relación a una colección de películas que el Fondo Nacional de las Artes quería donar a Núcleo. También me dio una lista de títulos entre los que no me llamó la atención Metrópolis sino varios films argentinos del período mudo: Hasta después de muerta, La chica de la calle Florida, La borrachera del tango, Mi alazán tostao... Nuestro profesor de Historia del Cine Argentino era el crítico Jorge Abel Martín y en sus clases era muy enfático con respecto a la pérdida de la mayor parte del cine mudo argentino y la dificultad para tener acceso a los poquísimos films que aún se conservaban.
Al día siguiente, antes de ir a visitar a Emilio Villalba Welsh al Fondo Nacional de las Artes, almorcé con Sammaritano para hablar sobre el tema. En ese encuentro me dijo que la colección del Fondo había sido originalmente de Manuel Peña Rodríguez, me explicó quién había sido y recordó la proyección de la copia de Metrópolis que había hecho en 1959, con su dedo sobre el presor de la ventanilla del proyector durante dos horas y media.
Primero, lo de las “dos horas y media” me pareció exagerado, porque tres años antes se había estrenado en Buenos Aires una versión de Metrópolis, musicalizada por Giorgio Moroder, que duraba poco más de ochenta minutos. Pero enseguida recordé otra cosa: al comienzo de ella un texto advertía que la versión completa de Metrópolis estaba perdida y que parte del material desaparecido había sido reemplazado con intertítulos y fotos fijas.
–Salvador, ¿está seguro? ¿Dos horas y media?
–¡Me acuerdo como si fuera hoy! ¡No sabés cómo me quedó el dedo!
LA OFICINA DE LAS LATAS
Cuando me reuní con Emilio Villalba Welsh en su oficina del Fondo Nacional de las Artes, me contó nuevamente la historia de Peña Rodríguez y la colección, y explicó además que quería donarla porque el Fondo no la utilizaba desde hacía muchos años. Dado que estaba integrada mayormente por material extranjero, él consideraba que sería mejor aprovechada en los ciclos de revisión de una entidad como Núcleo. Le pregunté si podría tener acceso a parte del material para copiarlo en video, porque había varias películas de la lista que podían ser utilizadas para las clases del CERC. Me alentó a que lo hiciera y me derivó a la oficina donde guardaban las latas, a cargo de dos personas que no he logrado olvidar jamás: un técnico de apellido Martorelli y su jefe inmediato, llamado Osvaldo Cimenti. Ambos me hicieron saber que los caminos de la administración pública pueden ser inescrutables. Aunque yo estaba autorizado por el mismísimo director del Fondo Nacional de las Artes, ni Martorelli ni Cimenti mostraron el menor interés en dejarme pasar. Tras insistir bastante y regresar algunos días después, logré que me permitieran sacar un par de películas argentinas de la colección –Hasta después de muerta y La chica de la calle Florida– para transcribirlas a video en el CERC. Al verlas, me di una idea del daño sufrido por el material tras el proceso de reducción a 16 milímetros: por la cantidad de manchas y rayas, era evidente que las copias se habían hecho sin lavar ni revisar los originales, pero la calidad fotográfica era aceptable y siempre resultaba preferible ver algo rayado y manchado que no ver nada. Cuando devolví el material pregunté si podía ver las latas que contenían Metrópolis, pero Martorelli me informó sintéticamente que no. Argumenté que solo necesitaba unos minutos, pero la réplica de Cimenti fue inapelable: “Arriba no saben lo difícil que es para nosotros ocuparnos de esto”.
Aquí corresponde insertar una pausa, al estilo de las novelas de Ellery Queen. Si en ese momento Martorelli y Cimenti hubiesen tenido otra actitud, la versión completa de Metrópolis habría aparecido hace veinte años y el crédito sería del Fondo Nacional de las Artes. Pero las cosas no sucedieron así. Continuemos. Como se suponía que eventualmente todo el material iría a parar al Cine Club Núcleo, preferí no insistir y dediqué las semanas siguientes a investigar todo lo posible sobre Peña Rodríguez y su colección. Así, volví a escuchar la historia de las reducciones trágicas varias veces, de personas muy distintas: Jorge Miguel Couselo, Víctor Iturralde, Rolando Fustiñana, Claudio España, Enrique Bouchard. Cada uno fue agregando datos complementarios y todos coincidían en que tras la mala reducción de los originales y la masacre perpetrada por las tijeras de Moglia Barth, lo que había quedado de la colección era solo una porquería inservible. El problema era que yo había visto dos copias de allí y no me habían parecido inservibles. Además, se me ocurría que el resto del material no debía de ser tan espantoso, precisamente porque había tenido la calidad suficiente como para pasarse por televisión.
Al mismo tiempo, quise saber todo lo posible sobre Metrópolis. Además de la versión de Giorgio Moroder, yo conocía otras dos: la de una hora en el formato 9.5 milímetros que tenía Fabio Manes, a quien conocí por es años cursando en el CERC, y otra de aproximadamente noventa minutos que me regaló el coleccionista Alfredo Li Gotti en 8 milímetros. Aunque eran versiones incompletas, las dos eran distintas entre sí y distintas también de la versión Moroder, pero había que tratar de entender por qué. En la inmensa biblioteca de Héctor Vena encontré varios textos sobre el film pero ninguna coincidencia sobre la duración de la versión original.
LA TARANTELA DEL BURÓCRATA
Las primeras certezas aparecieron en una entrevista que la revista francesa Positif le había hecho al historiador y restaurador alemán Enno Patalas con motivo del estreno de la versión Moroder. Allí Patalas explicaba que se había pasado los últimos veinte años de su vida tratando de restaurar Metrópolis, que todo el mundo había conocido la versión cortada por la Paraufamet, que la versión completa solo se había visto unos pocos meses en Berlín desde enero de 1927 y que sus mejores fuentes para reconstruirla eran la partitura de Gottfried Huppertz, las fichas de censura, la novela del film escrita por Thea von Harbou y la lista de intertítulos originales, con lo que era posible reemplazar las escenas faltantes (que Patalas denomina lacunae) con detallados textos explicativos. Según lo que podía deducir de ese conjunto de materiales, la versión original de Metrópolis habría durado cerca de dos horas y media...
O sea que, si la memoria dactilar de Sammaritano no fallaba, la copia de Metrópolis que había conservado Peña Rodríguez correspondía a la versión original completa. Pero dado que la misma solo se había exhibido unos pocos meses en Berlín, ¿qué hacía en Buenos Aires? El paso siguiente fue ir a la hemeroteca del Congreso de la Nación y recorrer mes a mes la cartelera de los cines desde enero de 1927. Un par de días más tarde encontré la fecha del estreno porteño de Metrópolis y advertí que la abundante publicidad mencionaba a la distribuidora Terra. Ese era un primer dato importante porque permitía descartar la versión cortada por la Paraufamet. Restaba saber cuál de todas las versiones alemanas había comprado Terra para la Argentina, pero para eso había que buscar en algún medio más específico. La solución la proporcionó nuevamente Vena, que conservaba una colección de revistas del gremio cinematográfico denominada Excelsior. Allí encontré la entrevista en la que Adolfo Z. Wilson, el dueño de la distribuidora Terra, declaraba haber adquirido Metrópolis, entre otros films. El artículo estaba fechado el 18 de febrero de 1927, es decir, apenas un mes después del estreno de la versión original del film y dos meses antes de que la UFA comenzara a cortarlo.
Terminó 1988 y en algún momento de 1989 supe que el Fondo no podría donar la colección a Núcleo por una serie de cuestiones administrativas inextricables. Intenté una última visita al material, pero Cimenti y Martorelli me la impidieron tenazmente. Poco después Emilio Villalba Welsh dejó su cargo en el Fondo Nacional de las Artes, con lo cual no hubo quien me autorizara para volver a intentarlo. Telón lento, mientras Cimenti y Martorelli bailan la tarantela del burócrata triunfante.
Hacia 1998 supe, gracias al periodista Paraná Sendrós, que la colección Peña Rodríguez había sido donada finalmente al Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken. Traté de que me autorizaran a verla pero Sendrós, empleado del museo, me anticipó apesadumbrado que casi todas las colecciones del organismo estaban embaladas porque iban a mudarlo de la sede que ocupaba en la calle Sarmiento a un edificio mejor, situado en Defensa y San Juan. En 2004 volví a intentarlo, pero David Blaustein, entonces director del museo, me dijo apesadumbrado que tenían casi todas las colecciones embaladas porque estaban por mudarse a un edificio en Barracas. Tuve una extraña sensación de déjà vu.
En abril de 2008 me vino a ver Paula Félix-Didier, que había sido designada directora del museo poco antes, para renovar los acuerdos de colaboración que yo tenía con Blaustein. Le dije que contara con ello, siempre y cuando me permitiera revisar la colección Peña Rodríguez porque necesitaba comprobar una hipótesis que ya había cumplido la mayoría legal de edad. La imaginé diciéndome que no iba a ser posible, que ya estaban casi todas las colecciones embaladas para mudar el museo a Villa Cañás, pero no fue así y en menos de una semana me permitió examinar por primera vez el material.
No hizo falta más de media hora: se sucedían imágenes nunca vistas y textos que hasta ahora solo se encontraban en la reconstrucción de Patalas. Esa copia de Metrópolis que tiene el Museo del Cine, que antes tuvo el Fondo Nacional de las Artes, antes Manuel Peña Rodríguez y antes Adolfo Z. Wilson, es la única que aún existe de la versión original de Fritz Lang.
Un detective del celuloide
Por Ken Brownlow
“Film” es la palabra más emocionante de mi vocabulario. Y cazar películas, la actividad más estimulante. La semana pasada encontré en un local de fotografía en Sussex, Inglaterra, los diez actos de una copia en 35mm en material nitrato, de una versión de Pagliacci hecha en 1936 por Karl Grune. La música tenía arreglos de Hanns Eisler, el guión era de Bertolt Brecht y John Drinkwater, el protagonista era Richard Tauber... todos nombres mágicos para quienes tenemos la edad suficiente como para recordarlos. Lleno de optimismo –había incluso secuencias en color– llamé a mi amigo David Meeker, anterior encargado de adquisiciones en el National Film Archive. “¿No la conocías?”, se rió. “Es famosa por una reseña del Monthly Film Bulletin. La consideraron ‘La peor película que se ha proyectado en el Academy Cinema’”.
Y recuerdo la emoción cuando tropecé con la primera producción en Technicolor, The Gulf Between, filmada en 1917. Los precintos de cada acto llevaban el rótulo “Technicolor Corporation, Boston, Mass.”, de los días pioneros cuando el laboratorio (cuyo procedimiento aún utilizaba dos colores básicos) funcionaba en vagones de ferrocarril. Pero cuando pude abrir con dificultad las latas oxidadas, vi que el celuloide se había solidificado y eso significaba que debía ser destruido lo antes posible.
Y cuando, en los sesenta, encontré el film Man, Woman and Sin (1927) de MGM, con John Gilbert y Jeanne Eagels, que entonces estaba perdido, quedé sin aliento por la excitación hasta que descubrí que se trataba solo del título de ese film pegado delante de una comedia tonta.
Esas decepciones son muy habituales. Por eso, cuando un detective del celuloide como Fernando Martín Peña hace un descubrimiento decisivo como el de las escenas perdidas de Metrópolis, su logro se transforma en un acontecimiento de tremenda importancia en nuestro mundo. Y nos proporciona a todos renovadas esperanzas.
Dudo que alguien más estuviese aún buscando ese material. Fue cortado del film hace ochenta años. ¿Qué posibilidades reales había de encontrarlo? Hubo expediciones de expertos en archivos sudamericanos, como el de Montevideo; estos detectives hallaron títulos notables –varios de Alemania– pero nunca hubo señales de Metrópolis. Una profusa restauración fue realizada en Alemania por Martin Koerber. Resultó muy impresionante, con una calidad fotográfica de primer nivel. Las escenas perdidas se reemplazaron con títulos explicativos. Y eso sería, obviamente, todo. El resto de nosotros solo podía soñar con esas escenas perdidas.
Y el resultado final puede parecerse a esos sueños, porque las escenas encontradas fueron mal copiadas a 16mm a comienzos de los setenta y el original en 35mm fue quemado. Algunos ejemplos de las secuencias tal como fueron halladas se nos mostraron en el festival de cine mudo de Pordenone en 2009 y parecían imágenes vislumbradas en ectoplasma durante una sesión espiritista victoriana.
Afortunadamente, el laboratorio Alpha-Omega, que había trabajado en la restauración anterior, limpió el material lo mejor que pudo, a tiempo para la edición 2010 del Festival de Berlín.
La última vez que escribí acerca de Metrópolis, terminé el texto con este párrafo: “Por supuesto, la versión completa de Metrópolis nunca se verá. Los norteamericanos cortaron media hora de la versión alemana y los alemanes hicieron lo mismo. Pero lo que queda, sin embargo, es asombroso”.
Los norteamericanos casi siempre cortaban media hora a las películas mudas alemanas. Los británicos hacíamos lo mismo. Entrevisté a nuestra montajista Julia Wolf para un documental televisivo titulado Cinema Europe (1995) y ella dijo: “Los films alemanes eran demasiado largos, así que todos se cortaban y muchas veces yo hacía ese trabajo. Había que reducir su duración. Eran demasiado pesados para el público inglés. Es una psicología totalmente distinta. Los alemanes son pedantes, así que sus películas son pedantes”.
La versión norteamericana de Metrópolis fue reeditada y retitulada por el dramaturgo Channing Pollock. Cuando entrevistaron a Fritz Lang durante una visita a Londres, dijo que “Amo tanto el cine que nunca iré a Norteamérica. Sus expertos han descuartizado tan cruelmente mi mejor película, Metrópolis, que no me atrevo a ir a verla aquí en Inglaterra”.
Para agregar humillaciones, la productora UFA decidió que la versión alemana debía volver a montarse siguiendo el ejemplo norteamericano. Pese a todo, el film llegó a ser una de las producciones más famosas y más elogiadas de la historia del cine. “No tiene comparación, es lo más grande que jamás se ha hecho”, dijo James Cruze, director de The Covered Wagon, incluso pese a que H. G. Wells, nuestro principal escritor de ciencia ficción, la consideró la película más estúpida que había visto.
Peña, que era coleccionista a los nueve años (!) y que llegó a ser un distinguido crítico y organizador de festivales, quiso saberlo todo sobre Metrópolis. Había visto la versión de 83 minutos producida por Moroder en 1984 y había visto resúmenes en 9.5mm y 8mm. Sabía que Enno Patalas, en Munich, se había pasado veinte años tratando de restaurar la versión original. Pero nunca olvidó que un amigo, Salvador Sammaritano, fundador del cineclub Núcleo, le había asegurado haber visto una copia más larga en Buenos Aires. Sammaritano recordaba que su duración era de dos horas y media porque había tenido que presionar con su dedo la ventanilla del proyector para mantener estable la copia de nitrato que se movía, presumiblemente debido a que, con los años, se había contraído. En 2008 Paula Félix-Didier fue designada Directora del museo donde la copia estaba guardada y gracias a ella Peña pudo finalmente examinar el material. Pero los problemas no terminaron allí porque el nuevo material estaba disperso debido a una manipulación descuidada en los ’70 y, peor aún, había sido muy mal copiado.
A esta altura, el noventa por ciento del cine mudo hecho en Argentina había sido destruido. Historias aterradoras sobre el nitrato hacen que los viejos films sean incinerados, incluso mientras usted lee esto. El nitrato solo es tan peligroso como el combustible que se lleva en el automóvil y es difícil que uno deje caer un fósforo en el tanque. Sin embargo se dan subsidios gubernamentales a archivos rusos y alemanes para que entreguen sus rollos de nitrato a las brigadas de bomberos, que le prenden fuego para entrenarse. Dado que el lanzamiento en DVD y Blu-Ray de films anteriores a 1950 requiere producir matrices de calidad cada vez mayor, ¿no es una locura eliminar el nitrato, cuya calidad fue superior a la de todos los materiales posteriores? Especialmente ahora que sabemos que, en las condiciones de almacenamiento adecuadas, el nitrato dura indefinidamente.
Sin la tenacidad de Peña, Metrópolis hubiese quedado incompleta en la historia. Tenemos una deuda inmensa con él. Como dijo el restaurador Patrick Stanbury, “Este es un ejemplo extremo de la importancia de investigar. No asuman que lo que ya saben es todo lo que hay para saber.
Hagan preguntas. ¡No dejen latas sin abrir!”