Conocí a lxs Miranda! a mis dieciséis años en mi ciudad natal, Neuquén. Era un momento de revuelo en todo sentido: mis primeras salidas, mi exploración sexo-afectiva, mi crush con las drogas, mi inclinación por la danza, mis días y noches callejeando o subiendo a la barda a mirar desde lo alto. “Barda” es un localismo neuquino para referirnos a la meseta que bordea toda la ciudad. Ese paisaje que formó mi retina, mi horizonte de pequeño. Como hablo de Neuquén, es inevitable evocar el viento, que forjó incluso mi fisicalidad. La sensación de mis pies casi levantándose del piso o el empuje de mi torso para caminar en medio de ese torbellino de aire y tierra, a una velocidad imparable. Atravesaba ese viento con mi discman Sony, ese objeto tan esperado que me regalaron para un cumpleaños, y mis enormes auriculares; y le daba play una y otra vez a “Bailarina”. Ya con el tecladito inicial entraba en una especie de éxtasis. Esa melodía entre el disco y el funky, con un especial acento groovero. Nada más recurrente en mis oídos, tanto que hasta el día de hoy es como si lo escuchara por primera vez.

La entrada para el show de Miranda! salió diez pesos. Fantaseé tantas noches con ese recital. Me la pasaba en mi cuarto bailando y cantando, actuando frente al espejo, siendo la más groupie entre las groupies, como armando un presagio para ese acontecimiento. Me gustaba el momento en que me quedaba solo en casa y el despliegue de mi show tomaba otros espacios. Sonaban otros lugares. Esparcía mi mariconería por otras latitudes. “Bailarina” me susurraba algo: un secreto o una confesión al oído. Yo disfrutaba de esa incomodidad, de esa vergüenza que me provocaba y me sobreestimulaba. “Bailá conmigo y así mezclemos nuestros colores”. La danza era el lenguaje que hacía posible el levante, la ceremonia alrededor de un vínculo donde inventar permisos. Y la discoteca, el espacio sagrado para esa conquista. Esa zona diáfana donde cualquier ritual es posible.

El recital era en La Colina, un mítico lugar de la ciudad donde funcionaba “Space”: la matiné en la que había bailado mis primeros lentos y en la que actúe una y otra vez mi supuesta heterosexualidad. Una discoteca ubicada en lo alto de la ciudad, desde donde podía apreciarse una gran rotonda y un carrito de choripanes lleno de luces de colores alrededor. Recuerdo hasta hoy el olor a birra y el pegote en el piso de ese lugar que albergaba recitales de rock, fiestas electrónicas y hasta eventos infantiles. Por dentro, era circular con la pista de baile en el centro. Girábamos una y otra vez, en un continuo fluir de gestos y miraditas por esos pasillos, bordeando lo que los cuerpos escenificaban con su danza y la respiración agitada. Iba y venia, iba y venia. Idas y vueltas de la pista al “giroteo” siempre alerta, discreto, observador. El paisaje de la noche que habito largos años mis alianzas y también mis miedos más profundos.

Estar ahí para presenciar un show de Miranda! era la revancha perfecta. Los diez pesos mejor invertidos. Bailé insaciable cada una de las canciones y “Bailarina” en especial. Esa noche incorporé la dimensión del baile como el sustrato perfecto para aliviar cualquier dolor, para cualquier liberación, para cualquier escape. Miranda! marcó una escena y una proyección en mi subjetividad.

“Bailarina” es un canto a la efervescencia de un comienzo. El mejor hallazgo que pude encontrar en aquellos años en los que cualquier descubrimiento era el mejor plan que podía tener.

Pienso en cómo ciertas canciones o discos formatean nuestro imaginario. Me resulta misterioso develar qué de la música penetra tanto en nuestra individualidad. Cómo se jacta en potenciar lugares comunes. Nada más inaugural que esa sensación. Nada más inolvidable que ese paisaje que caminé tanto, que evoco con orgullo, que quiero para siempre.

Salí de La Colina, saqué de la mochila mi discman y en esa especie de obsesión que me caracteriza di play una vez más a esa canción. Pensé “te merecés todo, G”. Cosas inoportunas e inconfesables.

Gonzalo Lagos es artista de danza y curador independiente. Su trabajo se desarrolla en la intersección de las Artes Performativas y las Artes Visuales desde enfoques coreográficos y performativos. Su último trabajo, Invocar el acto, se presentó en la Bienal de Performance 2021 y en la galería Ruth Benzacar -en co-creación junto a Guille Mongan, Luciana Lamothe y Jor Mongan-. Es Co-Director Artístico y creador de El Asunto de lo Remoto, un ciclo que busca establecer un puente entre la acción y el pensamiento sobre prácticas performativas. La próxima edición será entre el 19 de noviembre y 4 de diciembre en distintos puntos de la ciudad de Buenos Aires. (www.instagram.com/elasuntodeloremoto_