Esa mañana a Belisa le cuesta mucho salir de la cama. El reloj ha comenzado a sonar a las 6, como todos los días, y salta dentro de la ollita de aluminio colocada en la puerta del dormitorio. Tendría que recorrer varios metros para silenciarlo pero ella sabe muy bien que el viejo despertador a cuerda no tardará en callarse. Mientras tanto resiste con la cabeza hundida bajo la almohada.

En tanto, el frondoso ficus ubicado a pocos metros, que con sus ramas toca la ventana de su dormitorio y se asoma al balcón, sigue escondido en las sombras y la populosa ciudad de gorriones continúa su reposo, perturbado quizás, apenas, por el sonido molesto de la campanilla.

Sabe que sus ciclos de sueño, como el de los pájaros, están regidos por la luz, pero la hora de ingreso a su trabajo le impone otra realidad. Sostiene una lucha sin tregua, con un hostil sentido de la responsabilidad, que la oprime desde chica. Por eso por un lado cumple con el ritual (despertador, ollita) y se somete al madrugón, pero luego desoye el mandato y sigue durmiendo un rato más, para levantase cada día culposa y presionada por la amenaza de llegar tarde.

Abre con esfuerzo el ojo derecho mientras el izquierdo se niega a responder a su pedido. Siempre supo que en su cuerpo los diferentes sistemas llevan un gobierno autónomo. Al final sale de la cama dando un brinco, se higieniza y desayuna con prisa y a las 6.30 ya está lista en la puerta de su casa. Para cumplir con esos tiempos tiene siempre el reloj despertador adelantado 20 minutos, que son aquellos que la autorizan a seguir durmiendo. A las 6.45 toma el colectivo que la traslada, puntual, a la escuela donde trabaja como secretaria desde hace más de veinte años. Cree que esta contradicción constante que le ha complicado bastante la existencia, es algo así como su etiqueta, se llama Belisa Nosi. Su nombre, Belisa, de origen latino, significa “la más alta” y ella mide apenas 1,54 m. Su apellido es Nosi, y la hace pendular siempre entre el No y el Si en cada acto de su vida.

Y esa mañana no se inicia como cualquier otra, percibe en su entorno un misterioso efecto de irrealidad. Las calles solitarias y el descenso brusco de la temperatura han anticipado el invierno. No se cruza en el camino con la vecina que todos los días, a esa hora, pasea a su mascota, el simpático perrito gris, que lleva un pañuelo rojo anudado al cuello.

Cuando llega a la parada del ómnibus encuentra las luces de la calle apagadas. Se inquieta, la luminosidad de la mañana es muy tenue, se nota cómo los días se van acortando. La mujer gordita que toma el mismo colectivo, a la que saluda desde hace un tiempo y con quien ha intercambiado comentarios sobre el clima y lo cara que está la vida, también ha faltado a la cita. En su lugar un perro castaño y morrudo, se rasca, se acerca y la huele con descaro.

Todos estos signos le generan una sensación extraña. Hay desajustes en la situación cotidiana que le es archiconocida. Como si se tratara de una escena armada, de un telón pintado que representara una realidad de ficción, parecida a la verdadera pero diferente.

Ya en el trabajo los signos del universo fueron cambiando. El director, un hombre hosco y de mal genio, dio parte de enfermo. A partir de ese momento la mañana le resultó muy provechosa. El clima seco y fresco hacía que se sintiera liviana y en buena relación con su cuerpo, además percibía que las horas de ese día tenían algo más que 60 minutos y no eran minutos tediosos sino creativos.

Fue cerca del mediodía que Alma la llamó por teléfono proponiéndole ir a cenar. Son amigas desde la infancia y se ven con regularidad, como mínimo dos veces al mes. Cenan siempre en el mismo restaurante que las vio crecer. En una de esas mesas, siempre la misma, han hablado de sus amores y de sus desilusiones, han programado viajes, han elucubrado negocios que les permitirían dejar sus trabajos con relación de dependencia y no han encarado ninguno.

Ese día a su amiga Alma le costó convencerla, dio varias excusas y finalmente aceptó. Belisa llegó algo retrasada a la cena y muy compenetrada en toda una serie de sucesos que venían llamándole la atención desde la mañana, comenzó a comentárselo a su amiga que la escuchaba con atención, ambas siempre le han dado mucho crédito a la intuición. Le contó también que a la salida de su trabajo, ese mediodía, había pasado por el supermercado y como suele ocurrirle, al llegar a la caja comenzó a temer que no le alcanzara el dinero. No sabía en realidad cuánto llevaba en la billetera, un poco ansiosa miraba su contenido mientras el joven cajero hacía la cuenta.

El costo de su compra fue de $2.135,50. Contó su dinero, rebuscó entre las monedas y descubrió sorprendida que tenía exactamente esa suma, ni un centavo más ni uno menos. Se incrementó su sorpresa cuando al llegar a su casa descubrió que el cheque que había recibido esa mañana como reintegro de la obra social, y había guardado sin mirar en la cartera, ascendía a la misma suma, con exactitud. Todo ello le resultaba significativo y premonitorio de algo que no podía descifrar.

—Podríamos jugar el número -propuso Alma.

—No, contestó Belisa, con una resolución pocas veces vista en ella. Estaba convencida de que su presagio no tenía absolutamente nada que ver con la lotería. Desde la mañana percibía una sensación muy intensa, de que había un mensaje escrito para ella, como en una pizarra invisible, un mensaje que no podía descifrar. Estuvo distraída durante la cena y temprano volvieron cada una a su casa.

Alma acababa de entrar a su departamento cuando comenzó a sonar su teléfono celular. Era Belisa, hablaba apresurada, se le quebraba la voz por el llanto, Alma la escuchaba muy alarmada. Belisa estaba en la puerta del monoblock donde vivía, allí todo era un caos, había mucha gente que iba y venía. Varias dotaciones de bomberos trabajaban en medio de una densa nube de humo y polvo.

A las 21, aproximadamente, horario en el que ellas estaban cenando, a muchas cuadras de allí, gran parte del enorme edificio donde vivía se había derrumbado como consecuencia de la explosión de una estufa en uno de los departamentos. Las pérdidas eran totales, pero el viejo ficus seguía en pie.

En ese momento había comprendido el presagio, la dirección en que vivía era Carriego 2135 y el departamento donde se produjo la explosión el número 50.

Media hora después sonaba el portero en el departamento de Alma. Era Belinda y se abrazaron entre risas y llantos. Charlaron hasta entrada la madrugada sobre la vida y el momento de partir, mientras tomaban un vino añejo, dulce, guardado para ocasiones especiales y se tiraban las cartas de Tarot que les anunciaron fortuna y amor.

 

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