La puesta en escena de Mitski tiene de todo. Cuchillos que cortan venas, corazones arrancados que chorrean sangre, cuerdas, violines y máscaras, paredes que encierran y asfixian, frutos de árboles, frescos y dulces; armas de fuego, sesos que estallan en mil pedazos. Y sin embargo, en el escenario no hay ningún objeto: solo ella con su vestido blanco, su corte carré cercenado al milímetro, su presencia imponente y la banda, compuesta por apenas cuatro músicos. Es en ese espacio imaginario pero a la vez visible donde encastran todos los fragmentos que construyen la música de la artista japonesa. El ácido del tiempo, el sonido de la desesperación, la sustancia de la angustia.
Así, las emociones que evoca Mitski Miyawaki el jueves en Vorterix, durante su primera presentación en Buenos Aires -preámbulo del recital de hoy en el Primavera Sound-, son tan genuinas que poco importan el calor de trópico y la sospecha de sobrepoblación en este teatro que puede contener apenas a 1500 personas. Y aunque la compositora sigue formando parte del circuito indie de la música, es difícil dimensionar la expectativa local alrededor de su show.
No falta ninguno de los aspectos del folklore característico de los recitales masivos: las filas anticipadas desde la mañana del jueves, la búsqueda desesperada de entradas, los fans dispuestos a pagar hasta cuatro veces el costo de venta original, los desmayos, los gritos y las acrobacias por llegar al vallado, los usuarios de la sertralina, los desilusionados con el sueño capitalista, los rotos, los descosidos. No hay espacio entre los cuerpos de los fans de Mitski, que se materializa quince minutos después de las 21. Los detalles de la producción están cuidados desde la apertura del telón, mientras la cantante levita por el escenario al ritmo de Cucurrucucú paloma.
► Escape por el trance
Al igual que en los shows anteriores de su Laurel Hell Tour, gira con la que presenta su último disco, Mitski arranca con Love me more, tema que condensa el tono de Laurel Hell: sonido pop descontracturado, sintetizadores ochentosos, estribillo adictivo. Ese destello optimista muestra enseguida su contrapunto más oscuro con Working for the knife, el single principal del disco, sobre la insatisfacción permanente y la condena de la adultez, que convierte los placeres en trabajo y la vida en muerte.
La compositora de 32 años avanza por el setlist con la ductilidad de una artista de teatro, por momentos con saltos y movimientos de un histrionismo aturdidor, por otros simplemente estática o tendida en el piso, pero nunca abandona ese trance en el que parece inmersa. No queda claro, sin embargo, si es víctima de ese exorcismo performático o si está en control de la situación. Lo que se ve en el escenario es el eco parsimonioso de sucesos incendiarios que no presenciamos pero conocemos bien porque nacen del sufrimiento: un código estético para el trauma, una vía de escape para la angustia.
También hay espacio para las emociones más primitivas, desde la ira hasta la furia, canalizadas en los tramos más rockeros del setlist. En canciones como I will, Drunk walk home o Townie, cuidadosamente esparcidas a lo largo de la hora y media de show, sale a la luz el punk rock más frenético que Mitski puede ofrecer, acompañado por el pogo y los gritos insaciables del público. Las luces monocromáticas, a veces un tanto surrealistas, tiñen todo el escenario.
► Un frenesí confesional
La potencia ajustada de Bruno Esrubilsky, baterista del tour, se sincroniza con la precisión exacta que necesitan los temas y las coreografías de Mitski. Todo suma al delirio rabioso de la artista que, sin descanso y sin pausas, alcanza el punto máximo de ebullición en clásicos como Washing machine heart y Francis forever. Temas en los que el frenesí rock se entrevera con el espíritu confesional, o Nobody, el himno sobre la soledad catapultado a lo alto de los charts gracias a la viralización de TikTok.
El repertorio pasa de la exaltación maníaca a la introspección melancólica sin escalas, pero el contraste sólo redobla el efecto de los pasajes más íntimos del show. I Bet on losing dogs produce uno de esos primeros momentos. “Apuesto por los perros perdedores / Sé que van a perder y pago por mi lugar en el ring / Donde los estaré mirando a los ojos / Estaré ahí a su lado / Estaré perdiendo a su lado”, canta Mitski con el coro de las más de mil personas presentes. El escenario desierto potencia esa imagen desgarradora -un perro tirado, herido, ella tirada con él- que elige la cantante para representar su búsqueda consciente, hasta las últimas consecuencias, de relaciones condenadas al fracaso.
Mitski juega las cartas más fuertes del contraste emocional con el tríptico final del show, primero con Happy, donde un baile tétrico y desposeído acompañado por un juego de luces psicodélico da lugar a Two slow dancers, una balada tan suave y tan triste que logra domar al público e invoca el silencio total. La atmósfera es de una hipnosis húmeda: ya no se ven teléfonos en el aire ni se escuchan sonidos que no provengan de la garganta de Mitski, excepto por algún llanto ahogado en la oscuridad.
Para el final, la silueta de la cantante separando sus manos entrelazadas anuncia la última puñalada: A pearl, la balada de rock alternativo que condensa el vaivén anímico de todo lo que acaba de pasar. Es una de esas canciones que tiene la virtud de sonar mucho mejor en vivo que en su versión de estudio, y una manera intensa de terminar un recital. Una canción que habla sin rodeos sobre el estrés postraumático de una relación tóxica, sobre la imposibilidad de soltar algo tan lindo y tan inútil como una perla, sobre todas las realidades que se cierran por aferrarse a ella. “Me enamoré de una guerra / Y nadie me avisó que se terminó / Dejó una perla en mi cabeza / Y la hago rodar todas las noches / Solo para verla brillar”, canta con apenas un dejo de añoranza en la voz.
Pero el amor más violento de Mitski es la música. Desde sus primeros dos discos -Lush y Retired from sad, new career in business, publicados de manera independiente mientras cursaba los últimos años de la facultad y cuyos temas rara vez toca en vivo-, el objeto de deseo, el otro al que habla en sus canciones muchas veces no es un ser humano sino la música, la industria, su sed de tocar en un escenario, incluso sus instrumentos. Es por eso que pocos artistas vivos pueden decir que disfrutan y sacrificaron tanto por cantar sobre un escenario como Mitski.