Cuando entrás a acortar los sorbos para que lo que estás tomando dure unos temas más es evidente que estás viendo un show memorable. Si para conseguir agua hay que cruzar media cancha y esperar 20 minutos waterless para pagar cashless, moverse puede dar paja. Pero cuando alcanza dar media vuelta y unos pasos fuera del malón, como en C Complejo Art Media, y aún así no te movés, puede que sea que Hot Chip te tiene del cogote.
Como de encubierto, detrás de esa fachada que mezcla entrada de edificio con kioskito de bebidas a la calle, la banda inglesa volvió a tocar en Buenos Aires. Ya habían venido para tocar en la apertura del Personal Fest 2007 en Crobar, otras dos veces en Costanera Sur para el Hot Festival de 2010 y el Pepsi Music 2013, y la anterior en Vicente López, en el Sónar 2015. Curiosamente, siempre con producción de PopArt Music, que acá sumó al dúo de hermanos cordobeses Valdes como apertura, para presentar su disco Una vez más.
Hasta esta semana, los londinenses no habían tenido fecha solos acá, fuera de un festival, y llevaban 12 años tocando en predios, nunca en algo ni parecido a un boliche desde aquel Crobar cuando eran casi desconocidos (en 2007 apenas tenían Over and Over y Boy from School como activos). Esto fue de cuajo distinto: en vez de la caída del atardecer al aire libre, fueron luces violáceas, nubes blancas de vaporizador, un techo a dos aguas y miles de cuerpos que se habían arrastrado hasta ahí para ver a Hot Chip, sabiendo muy bien por qué.
La electrónica muy hardcore, o el rock muy pesado, son extremos de nicho, subculturas no necesariamente cerradas, pero con cierta monotonía en su forma de expresión corporal al escuchar música (de un lado baile y bouncing, del otro pogo y headbanging). Bandas como Hot Chip invitan a una zona mixta, más pequeña pero quizás también más libre, donde se cruzan los mundos maravillosos del rock y del dance, donde las flores secas van mejor que los comprimidos.
► Transhumanismo y pandemia
El show arrancó igual que Freakout/Release, su octavo disco, que sacaron no hace ni tres meses y que fue central en este set de hora y media. Entraron con Down y su pulso robótico pero ligeramente funky, con cencerros chapoteando sobre riffs, secuencias sacudidas por arreglos a contratempo y una letra que insinúa cierta predisposición a una dominación consensuada, clave también en todo recital de pop personalista y en casi cualquier jodita con DJ, donde quien toca o pasa música es quien propone las consignas.
De hecho, el show siguió casi como el disco: con la irresistible Eleanor, una típica canción pop con onda y dedicatoria, y el transhumanismo de Freakout/Release, un tema maleable que se quiebra a la mitad para ponerse pesado, pero que en las estrofas suena como música para hacer crossfit en la Estación Espacial Internacional. "Casi como en el disco", porque después de Down había venido la juguetona Flutes, sin esa córeo simpática que le habían hecho para la gira que los trajo al Pepsi Music.
Y ya para Night and Day, con media hora de recital, el ritmo, el calor, la humedad y los terpenos se habían vuelto todos ingredientes del mismo subidón. Es notorio cómo en los recitales de Buenos Aires se huele cada vez mejor porro: más rico, casero. Se cuenta que en las canchas pasa lo mismo. Pero no es lo único que emerge de la pospandemia.
Después de todo lo que pasó, hubo música donde se buscaron modos alegóricos o metáforas para hablar del encierro, el aislamiento y el virus. O canciones que cayeron en gestos literales hacia trabajadores de la salud, a quienes hay que festejar eternamente, sin dudas, empezando por dejar de hacerles canciones tan feas y vagas. Ninguna de esas fuentes de canciones postpandémicas trasciende la coyuntura, e irán menguando hasta apagarse.
Las que sí parecen más valiosas son las que beben de la desconfianza, la desesperación, la angurria, la soledad y la depresión, que brotaron cuando las tareas y actividades que tapaban esas sensaciones frenaron con las cuarentenas. Pero que no hablan sobre un marco viral ni sucesos particulares, sino que toman esas sensaciones para combustionar algo nuevo.
"La idea de estar fuera de control siempre está presente como algo positivo en la música dance", declaró la banda también "porteña" (las Docklands de Londres alguna vez fueron el puerto más importante de Occidente), en un comunicado de prensa. Alexis Taylor, Joe Goddard y Owen Clarke, que se acompañan o alternan en voces, guitarras, percusiones y sintetizadores; ocupan los bancos de trabajo de adelante. Son la infantería de una electrónica a puro músculo y ensayo.
Además vinieron los asociados Leo Taylor en batería (una máquina de ritmos sin enchufes ni pilas) y Rob Smoughton (ex batero del grupo, convertido hace mucho a comodín), con sombrero y pendulando entre la guitarra y las percusiones. La composición y grabación del disco, como siempre, fue trabajo de Taylor, Goddard, Clarke junto a Felix Martin (en batería) y Alexis Doyle (en de todo), miembros estables que acá fueron reemplazados por Taylor y Smoughton. E igual sonó zarpado.
► Ahumando el club
Cuatro, cinco, seis y hasta siete minutos: como en la producción techno, a los temas de Hot Chip les lleva un tiempo empezar a andar, y casi siempre explotan. Pero no solo están empapados de cultura rave, sino también de yeites de Manchester, de avant funk y de synthpop valiente, como en la seguidilla de Boy From School, Hard to be Funky y Broken, la bisagra de una impecable secuencia de temas: el primero es de 2006, lo más viejo del set; y los otros, nuevos. Tres temas bien emparentados, donde pelan revisión de la vieja escuela, sonando como unos Pet Shop Boys para la era del MDMA.
En Hot Chip se cuela también algo de Kraftwerk, de Talking Heads, y hay un feedback con LCD Soundsystem. Hay experticia en la música bailable, habilidades top en el rock y un enfoque alternativo de la psicodelia, un espacio lleno de sintetizadores y bombos en negra, secuencias enfermizas y percusiones tribales, con frases sobre el cobijo emocional y la aceptación de los ciclos (Hungry Child), y hits excepcionales como Ready for the Floor.
Además de marca de época, ese tema sintetiza los valores de la cultura clubera, empezando por la disponibilidad del cuerpo para la celebración, más allá de todo (del dolor, del mambo, de la resaca). El dancefloor no define a la cultura dance por su utilidad (ser justamente el "piso donde se baila") sino por su sentido: es un espacio del que se puede entrar y salir, sin que nadie señale esa inconstancia, a diferencia de la sobreactuada fidelidad exigida a veces por el rock o la cultura hip hop.
Todo lo que viene después de Ready for the Floor es casi un privilegio, en manos de una banda que se reconoce privilegiada en las entrevistas: blanca, europea, de clase media, con acceso a las máquinas, al conocimiento y al aparato industrial de la música. Pero ese punto de partida adelantado lo defendieron con una obra que incluye 8 discos, más de 20 singles (entre oficiales y promocionales), 17 videoclips y docenas de remixes de temas de Gorillaz, M.I.A y Le Tigre, pero también de los Stones, Queens of the Stone Age o Stephen Malkmus.
Colaboraciones también: Straight to the Morning, su single de 2020 con Jarvis Cocker, también suena en el show, pegada a Melody of Love ("All you need to give is moving in the air / All you need is here, it's moving in the air"). La ascensión techno continúa con la nueva Miss the Bliss, sus voces celestiales y esa salida que acumula manija para el falso final con Over and Over.
► El chip caliente
La música bailable y psicodélica necesita para amasar su trance que la interpretación sea impecable. Gran parte de ese palo se resuelve con computadoras y máquinas infalibles, pero en los casos de música tocada en directo, por personas, si hay pifies o corridas de tempo el baile se resiente mucho. Es que al bailar el cuerpo se desconcierta más si hay un bombo corrido que al saltar en un pogo, agitar con la cabeza o mirar de brazos cruzados o con el codo en la barra. Hot Chip toca todo perfecto.
Huarache Lights es el recordatorio de que entre tanta eficacia, y detrás de esa aceitada coreografía de traspaso de instrumentos, esa onda imponente y ese sonido compacto, Hot Chip es un laboratorio mutante que combina a unos pares de maniáticos de los ritmos, las melodías y la producción. La combi completa camino a la catarsis.
"Esta es la noche más larga, nos estamos conociendo codo a codo", propone Alexis Taylor en el estribillo de I Feel Better, el único de One Life Stand. Para cuando lo canta, en el cierre del show indoor de Hot Chip, la consigna ya se había consolidado abajo hacía rato. Gente que se encontró sin tensiones, se abrazó, se compartió lo que había llevado. Gente que cambió el chip que traían por otro más caliente.