Hay libros que parecieran escribirse solos: uno se sienta, abre un archivo nuevo, tipea las palabras, edita los párrafos, pero las historias que se cuentan vienen de otro lado, que no nos pertenece. No estoy hablando de los experimentos surrealistas con el inconsciente, ni del dictado de la voz interior que guía a los místicos. Me refiero a la memoria colectiva, ese relato continuo, hecho de apuntes dispersos y grabaciones confesionales, que en ciertas ocasiones quedan plasmadas en alguna clase de objeto narrativo. Películas documentales, registros sonoros, álbumes de fotografías y textos escritos en plural. Una biografía coral, entonces, como la posibilidad de articular el diálogo de un grupo de personas alrededor de un archivo y un recuerdo inquietante, que ha dejado una huella en sus vidas y precisa de la puesta en común para volver a irradiar su luz. El aparecido: una voluntad insaciable que necesita de las palabras para hacerse presente. Un cuerpo, hecho de ideas y acontecimientos, que al circular en nuestra conversación encuentra la alquimia que haga posible lo imposible: volver a cantar para nosotros.
Lucía Maranca nació en Italia y fue heredera directa de una técnica pianística exquisita: el método de Atilio Brugnoli, de quien su madre fue discípula. Durante toda su vida Lucía dio clases de piano, mientras que al compás del peregrinaje familiar comenzó a cantar lo que sonaba a su alrededor: primero arias de ópera, lieders y algunas canzonettas, después el folklore argentino y las enmarañadas obras del lenguaje musical contemporáneo. Llegó al país escapando de la guerra total y se decidió a interpretar la tierra joven en su propio tiempo, junto a Francisco Kröpfl y el grupo de Juan Carlos Paz, de quienes se volvió difusora y activista incansable. Con la mordida certera y el cuerpo distante, se dedicó a liberar su voz en la época que le tocó en suerte. La literatura musical argentina se volvió su misión, así como las premisas de Orlando Tarrío, su maestro en el canto. El nuevo método, que predicó hasta las últimas consecuencias, le permitió transmitir su mensaje definitivo: la precisión rigurosa en la modulación del habla, al momento de cantar, es lo único verdaderamente necesario para que la música sea dicha.
Lucía se volvió maestra de sí misma y de los demás, en las artes de la interpretación, la enseñanza y el buen vivir. Enmascarada detrás de un método musical legó una técnica, específica y sencilla, para corregir la dicción y encarnar la palabra. Por fuera de los usos habituales, que proceden mediante reglas inamovibles y actúan condicionados por elementos estructurales, como la administración del aire o los puntos físicos de resonancia, para conseguir una determinada tesitura y amplitud sonora, el trabajo con Lucía consistía en un programa simple: aprender a hablar. Pero, en esa búsqueda de una elocuencia, configurada con pequeños pasos (bajar la lengua, abrir más la boca, echarse para atrás), también se trabajaba sobre otras cosas, esas virtudes y defectos que podrían llevarnos inmediatamente al éxito o al fracaso. Y en las fallas, así como en la posibilidad del canto como una comunión que nos trascienda, es donde ella encontraba la verdad que se había propuesto revelarnos.
Esa estela, lo inenarrable, es lo que intenté reconstruir con los retazos de nuestros recuerdos dispersos y con todo lo que Lucía, en la vida de las personas que aquí conversan, ha dejado. Fue escrito por ella, en la voz de sus afectos, a lo largo de las décadas y en la bruma de lo que acontece. Agradezco especialmente a sus alumnos, su familia y sus amigos, quienes brindaron los testimonios necesarios para reconstruir sus formas de ver y trabajar. Asimismo, el libro incluye una entrevista a Lucía y su hermano Fausto, grabada por Daniela Aphalo junto a un grupo de sus discípulos, y algunos fragmentos de dos entrevistas realizadas en Radio Clásica: una por Claudio Alyuset, en 1999; y la otra por Sandra de la Fuente y Laura Novoa, en 2014. Sin estos registros espontáneos, con el afán de guardar eso que la memoria olvida, buena parte de este trabajo hubiese sido muchísimo más dificultosa o sencillamente imposible. A ellos, en nombre de todos nosotros, mi más sincero agradecimiento.
Enhebradas a sus ideas van su propia historia y la de sus labores; como un nuevo plus, con la convicción de que en toda biografía se cifran las claves que vuelven a un pensamiento único. Resta imaginar si ella hubiese aprobado o no este trabajo. Al igual que los discípulos de Ferdinand de Saussure, al momento de proponerse configurar sus estudios sobre el signo lingüístico dentro de una teoría estructural, acepto la responsabilidad por entero y con aquellos me pregunto: “¿Sabrá la crítica distinguir entre el maestro y sus intérpretes? Nosotros le agradeceríamos que dirigiera sobre nuestra participación los golpes con que sería injusto agobiar una memoria que nos es amada.”
Lucía me recibió por primera vez en su casa, a las nueve de la mañana de un martes, con un anuncio formidable: “Hoy cumplo 80 años”. Era su segunda clase del día, que seguiría con muchas más para volver a comenzar al siguiente. A partir de entonces asistí a sus clases todas las semanas, hasta su último viaje, del que regresó para iniciar un descanso definitivo. Viví con ella momentos sorprendentes, dolorosos, plenos, aunque siempre trascendentales. No fui un alumno verdaderamente aplicado, al menos durante el tiempo en que pude recibir sus enseñanzas de manera directa. De todas maneras, estas modificaron mi relación con el canto y mi forma de comprender la música, que se profundizó hasta hacer de su compañía mucho más que una herramienta o una destreza. La música, hoy, es mi aliada. Quizá el haber organizado esta historia haya sido una forma de continuar estudiando, de volver a intentarlo, de permitirme una nueva falla para poder aprender un poco más sobre la palabra cantada y sus misterios.
¡Oh nuestra maestra de canto! se presenta el miércoles 23, en la sala Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional, con un concierto realizado por sus alumnos y una charla a cargo de Pedro Baya Casal, Josi Garcia Moreno y Pablo Dacal. A las 18. Gratis.