Valar morghulis. La frase que en alto valyrio significa “Todos los hombres deben morir” apareció en el final de la segunda temporada de Game of Thrones, una serie que ha honrado esa promesa una y otra vez. Desde que la espada del verdugo cayó sobre la cabeza de Ned Stark en la primera temporada, la ficción creada por David Benioff y D. B. Weiss sobre los libros de George R. R. Martin dejó claro que algo cambiaba para siempre en las ficciones televisivas. Corrió la sangre de un protagonista –¿cómo van a matar a un protagonista?–, y solo fueron las primeras gotas de un río que se llevó a suficientes personajes como para dejar claro que no conviene encariñarse demasiado con nadie. Sobre todo porque, lejos de espantar al público, ese nuevo ángulo no fue obstáculo para que GoT sea, en una selva de series siglo XXI, una de las más grandes. La realización cinematográfica, la atrapante galería de personajes, las intrigas políticas, la lucha a muerte entre clanes –inspirada en la Guerra de las Rosas de la Inglaterra del siglo XV–, el toque fantástico, conformaron un producto monolítico, orgullo de la cadena HBO y objeto de veneración de millones de fanáticos.
Lamentablemente, todo eso está por terminar. Este domingo a las 22 (se abrirá el canal al paquete básico) comenzará la séptima y anteúltima temporada del Juego de Tronos, solo siete capítulos de al menos una hora de duración que definirán el destino de los Stark, Lannister, Targaryen, Greyjoy, Tyrell, Martell y otras casas menores. Y si hace un año “The Winds of Winter”, el final de la sexta temporada, obtuvo un record de 8,9 millones de espectadores solo en Estados Unidos, cabe suponer que “Dragonstone” será uno de esos eventos que asesinan al zapping. Ya sin la guía de los libros de Martin, que sigue haciendo desear el sexto volumen de su saga, todo en la versión televisiva es territorio inexplorado. Y los eventos de la sexta temporada, con cumbres como “The Door” y “Battle of the bastards”, llevaron las cosas a un punto de altísimo magnetismo.
Como es habitual, ni los showrunners ni los intérpretes han soltado prenda sobre la trama, aunque sí dieron pistas. En una entrevista con la revista estadounidense Entertainment Weekly, el dúo productor señaló que “durante mucho tiempo hablamos de ‘las guerras que vendrán’, y ahora la guerra ya está aquí. Hay una urgencia de la historia que marca un ritmo más frenético. Y lo más excitante es al fin poner a interactuar a personajes que nunca se habían encontrado. Cuando ponés eso en papel, querés hacerle justicia a la paciente construcción de personajes que estos actores consiguieron a través de los años”. Kit Harington, cuyo Jon Snow ascendió el año pasado de comandante de la Guardia de la Noche a nuevo Rey en el Norte, señaló que la muerte de varios personajes dejó a un puñado de figuras “con una porción más grande del pastel: tenemos más tiempo en pantalla, las cosas se acercan a un final y se aceleran, y lo que antes se movía a un ritmo lento ahora se convierte en un thriller”.
Es que hay mucho para resolver en Westeros. Después de dominar a placer el mapa político, económico y bélico, los Lannister tienen más problemas que nunca. Al estilo Targaryen, Cersei (Lena Headey) acaba de hacer volar por los aires el Septo de Baelor, liquidando a unos cuantos enemigos pero con el daño colateral del suicidio de su propio hijo, otro rey en el largo panteón de GoT. El propio Ser Jaime (ver aparte) empieza a mirar con desconfianza a su hermana y amante, siempre escoltada por ese Montaña zombificado por las oscuras artes del maestre Qyburn. El pueblo de King’s Landing, aun acostumbrado a las, ejem, excentricidades de sus gobernantes, está lejos de mostrarse conforme. Y para colmo de males, ya puede verse la sombra de tres dragones que obedecen a una enemiga histórica. La piba que sigue sumando boletos para quedarse con el Trono de Hierro.
Toda compulsa informal arroja resultados parecidos: una franca mayoría de los tronistas de ley quiere que Daenerys Targaryen termine ganando el juego. El personaje encarnado por Emilia Clarke comenzó como la tierna princesita vendida por su hermano como carne fresca a Khal Drogo, y desde entonces no paró de crecer. Salió indemne –¡dos veces!– del fuego, conquistó los pueblos esclavistas, crió tres dragones, pasó de tener cero soldados a comandar a los Inmaculados, los Segundos Hijos y los Dothraki y le basta con subirse a lomos de Drogon y pronunciar la palabra “Dracarys” para que todo arda. Y tiene de su lado a Gusano Gris, a Missandei, a Varys La Araña, a Jorah Mormont, a Daario Naharis, a la temible Yara Greyjoy y a la otra gran estrella de la serie, Tyrion Lannister (Peter Dinklage), el enano que todos quieren de compañero de juerga y aliado en el rosqueo político. Después de verla subida a su dragón y arengar a una monada enardecida, ¿cómo no querer que Khaleesi le caiga con todo a esa usina de corruptelas que es la Fortaleza Roja? La frase dice que “todos los hombres” deben morir, y la Madre de Dragones es una mujer hecha y derecha.
Claro que, por aquello de no encariñarse demasiado, ese mismo fanatismo del público por la Hija de la Tormenta podría jugarle en contra. Pero las demás fichas del tablero dispuesto para esta temporada no parecerían tener lo que se necesita. En el Norte está Jon Snow, que tiene aliados de peso como Tormund y Ser Davos pero no ha demostrado ser precisamente un genio de la estrategia: su sonado enfrentamiento con Ramsay Bolton estaba al borde del fracaso hasta que aparecieron las tropas de Petyr Baelish, uno de los personajes menos confiables de la saga. El mismo Harington anticipó que su relación con Sansa Stark (Sophie Turner) se irá tensionando cada vez más. Y la pelirroja hija de Ned y Catelyn habrá ganado algo de nervio en los últimos episodios, pero su historial tampoco es un dechado de brillanteces. Seguir confiando en Meñique, el tipo que la entregó sin dudar al psicópata Ramsay, parece otra demostración de su falta de tino.
De todos modos, la verdadera amenaza se está cociendo –o más bien enfriando– más allá del Muro. Una vez que ese asunto del trono hecho de espadas quede resuelto, todavía habrá que lidiar con el Rey de la Noche y su ejército de muertos, que cuenta con la ventaja de ir sumando a todos los que caen y que solo puede ser combatido con materiales escasos como el vidriagón o el acero valyrio. También en ese caso, un enorme bicho alado que escupe fuego parecería ser de gran ayuda. Ese, al cabo, es el enfrentamiento latente en GoT, lo que va más allá de la guerra de clanes y debería marcar el gran final de la historia. En el medio, el público fanático podrá darse el gusto de paladear encuentros largamente demorados; ver qué sucede con Arya Stark y qué rol juegan Olenna Tyrell (la enorme Diana Rigg) o las Serpientes de Arena –otras figuras femeninas de una serie que fue acusada de machista, pero abunda en mujeres fuertes y de influencia decisiva–; adónde llevan las visiones de Brandon; seguir a un tipo tan encantador como Bronn con la esperanza de que no termine mordiendo el polvo; arengarse cada vez que Lady Brienne de Tarth enarbola su letal Oathkeeper; tomar como un relax las escenas de Samwell Tarly estudiando para Gran Maestre; descubrir qué jugadas les quedan a los rebeldes de las Islas de Hierro y la cofradía sin bandera de Beric Dondarrion, que acaba de sumar nada menos que al Perro Clegane...
El invierno llegó, pero el Juego de Tronos está al rojo vivo. Valar morghulis, sí. Pero alguien quedará en pie para contar la historia.