Romina Paula tiene en cartel una obra que no sabe “qué es ni en qué se puede convertir”. Se trata de Cimarrón, que los viernes, sábados y domingos se ve en la sala más chica y menos convencional del Teatro Nacional Cervantes. En la obra no hay personajes, entendidos en el sentido tradicional y clásico del término, ni tampoco historia. Hay “figuras”, tal como llama a los actores la dramaturga y directora, que ponen en escena “ideas” más o menos sueltas, que van formando un todo. Temas de género, de lenguaje, filosóficos, de familia, de amor: todo puede aparecer en los “fragmentos” que interpretan Denise Groesman, Agostina Luz López y Esteban Bigliardi, lo encargados de llevar a cabo semejante “experimento teatral”.
En la segunda parte de la exitosa y recordada Fauna, anterior obra de Paula, ya había empezado a aparecer algo más conceptual, menos narrativo que lo que venía trabajando en teatro los años anteriores. Pero en aquel trabajo todavía no había explorado tanto la fragmentación, el quiebre con el realismo, el juego con el tiempo en escena y las rupturas con un teatro más “clásico”, en cuanto a la forma de narrar. Ahora, directamente, ella misma reconoce hasta una “estructura de hipervínculos” que van conectando cada partecita, cada momento de la obra, que a priori parecieran no tener mucho que ver entre sí.
“Creo que lo que pasó es que cuando terminamos de hacer Fauna entré en una crisis de no saber qué querer ver en teatro. Y como ese es mi punto de partida, como siempre me siento a escribir pensando en qué me gustaría ver, sentí que tenía que parar un poco y tomarme un tiempo para pensar”, desliza la directora, que con esta obra hizo su desembarco en el circuito oficial. “Ahora me di cuenta de que lo que me gusta ver es parecido a esto que salió. Las series que veo en la tele me colman, porque es raro que dejen un lugar abierto para reflexionar. Con el teatro me pasa igual: necesito ver cosas así fragmentadas, incompletas, en las que pueda aparecer más uno como espectador”, sentencia.
–Entre Fauna y Cimarrón nació su primer hijo. ¿Cree que la maternidad cambió en algo su forma de hacer teatro?
–Me cuesta un poco ver una relación directa, pero me lo preguntan tanto que siempre me pongo a pensar en eso. Lo que noto es que mi neurosis desapareció bastante, porque no hay tiempo ni energía para eso. También cambió mi relación y percepción sobre el tiempo. Ahora lo aprovecho de otra forma y mucho más. Algo de eso puede haber en esta obra. También la cuestión de género. Las otras obras eran mucho más sobre los sentimientos, sobre el amor romántico. Esta nada que ver.
–¿Y ésta qué es?
–No sé qué es ni en qué se puede convertir. Sé que la escribí con muchísima libertad y que me saqué las ganas de hablar de ciertas cosas sin obligación de que haya un cuento claro. Veo una estructura de hipervínculos entre escena y escena. Algo así como apretar una ventana y que eso te abra y te lleva a otra. Quizás hay alguna palabra que vincula cada momento, pero creo que el que la ve piensa “pará, ¿cómo llegaste acá?”; sobre todo el que la ve sólo una vez, que es el espectador más común. Escribí pensando en que iba a ser una obra, pero a la vez escribí sobre varios temas que quería tocar, más allá de que se conectaran a no.
–¿Por eso lo llama “teatro de ideas”?
–Por eso y porque hay más ideas que historias. Historias de hecho no hay. Es decir, hay algunas pero están referidas, no suceden ahí sino que las figuras que están en escena las traen, las reconstruyen. Todo sucede en el plano de la idea. Los hechos son reconstruidos a través de ella.
–Usted ya es una de esas teatristas a cuyas obras van muchos espectadores por el hecho de que son suyas, más que por las obras en sí mismas. ¿Eso es una presión o una tranquilidad, sobre todo a la hora de escribir algo tan distinto a lo que venía haciendo?
–Puedo contestar esto pero como espectadora, porque no sé qué tan consciente soy de estar yo misma en ese lugar, aunque supongo que es así. Hace tiempo que me interesa más ver los recorridos de ciertos directores o dramaturgos que el hecho de que sus obras sean un buen producto o que sean efectivas. Las dos cosas están buenas, pero me interesa más ver un trabajo en relación al recorrido de esa personas, a las otras cosas que hizo, que pensar la obra en sí misma. Tiene que ver con algo más de artista, de pensar en toda una obra, en plural si se quiere, como conjunto de trabajos, más que en una obra, en singular.
–Y si como espectadora siguiera en esta línea, ¿qué análisis desde afuera haría de su propio caso?
–¡Ah, ahí se complica más! (Risas). Creo que colocaría a esta última pieza en un bloque con mi primer trabajo, Si te sigo, muero, y separaría a las últimas tres (Algo de ruido hace, El tiempo todo entero y Fauna), que terminaron siendo una especie de trilogía más realista, con personajes con nombres y apellidos, biografías y perfiles psicológicos. Si tuviera que hacer un recorrido supongo que sería ese: con esta obra quebré, volví a lo conceptual, a permitirme esquivar la tentación de adjudicarle sentido a todo.
* Cimarrón se puede ver viernes, sábados y domingos, a las 18, en la sala Luisa Vehil del Teatro Nacional Cervantes, Libertad 815, hasta el 30 de julio.