El amor empieza como un efecto de la fantasía, como una historia que cada unx comienza a inventarse para situarse como protagonista. En Los secretos hay una narración prolongada, un imaginario que se compone de libros, en el caso de Elisa y de un universo más intrincado en Horacio donde la pornografía está ligada a una curiosidad sobre el sexo (como si este hombre adulto todavía fuera un adolescente) y las dudas e inhibiciones en torno a su elección sexual. 

Los personajes de esta historia no son simples, el texto de Juan Andrés Romanazzi parece hablar de esa desmesura que se encuentra en los seres anónimos que está poblada de suposiciones y también de soledades.

Los protagonistas se ven a través de un dispositivo remoto y entonces el amor comienza antes que la realidad lxs desvele. Esa distancia permite prepararse para la tarea de la conquista, para ese momento de cercanía al que ningunx de lxs dos está habituadx. De este modo, podemos conocer la interioridad de estos personajes y somos capaces de identificarnos con ellxs, de comprenderlxs. La disposición de la puesta juega con un espacio donde se demora toda proximidad y donde la imagen de esa cámara de seguridad convierte a Horacio en un ser extraño, disociado de su verdadera entidad.

Los monólogos que cada unx hilvana en una suerte de confesión que convierte a lxs espectadores en cómplices, nos permiten conocer a los personajes en un procedimiento similar a la lectura de una novela donde las situaciones se cuentan desde el punto de vista, desde la voz de cada criatura que compone la trama. De este modo poseemos como público más información de la que ellxs tienen como sujetos de una ficción. Ese desconocimiento funciona en esta obra escrita y dirigida por Romanazzi como el nivel central del conflicto. El amor es posible gracias a los secretos a los que alude el título. Ese tesoro que ellxs sabrán entregar o guardarse para si al momento de decidirse a tener una vida juntos

La actuación se vuelve la materia de una trama que se ajusta y se desborda gracias a esa interioridad herida que se manifiesta con una mansedumbre invcierta, con una ternura que desconcierta. Paula Fernández Mibarak es una actriz sensible, inteligente que va hacia Elisa como si la tomara de golpe y la desgranara frente al público. Iván Moschner es un prodigio, tal vez el mejor actor de nuestro tiempo, al menos alguien completamente diferente al resto. Ese hombre que perdió a su madre con quien convivía (la única persona con la que mantenía alguna sociabilidad) y que después de pasar por una depresión que él describe de un modo tan concreto como etéreo, sin dramatismo, con la espesura de un actor que entiende a su personaje pero que no necesita hacer ningún alarde emotivo, consigue un trabajo de vigilancia cerca de la casa de Elisa, establece desde esa garita una lucha paciente para no dormirse. 

Sabe que lo espían (detalle político en la trama de Romanazzi) que su trabajo es estar alerta y él o se cuestiona nada, simplemente obedece. Tal vez lo deslumbrante del trabajo de Moschner reside en saber decir sin subrayar nada, como si para él todo fuera excesivamente natural pero, lo sorprendente es que su actuación no se limita a las formas del realismo y la identificación. Él siempre hace algo más. La escena cuando relata sus incursiones en la pornografía tiene un valor poético inimaginable. Ese contraste donde vemos la sordidez del personaje y también la belleza del actor que crea con ese texto algo que va más allá de la escena, es conmovedora.

Romanazzi en Los secretos nos muestra a seres frágiles que permanecen en una soledad de la que les gustaría salir, dispuestos a desoír cualquier señal de tristeza extrema o de resignación. Los secretos es la historia de dos seres que tienen que empezar a ir hacia el otro , a salir al mundo cuando ya son grandes pero se sienten con el animo deseoso y deslumbrado de la adolescencia, con ese nos saber, con esa demora que el tiempo dejó sobre ellxs y que se desarma a partir de la palabra.

Los secretos se presenta los jueves a las 20 en El portón de Sánchez.