Estamos las dos con la cabeza baja, mirando el calendario. Los teléfonos no paran de sonar, parece que en la 27 se cayó el sistema, según cuentan los usuarios. No estamos muy seguras de la zona exacta porque las llamadas vienen de ahí, pero cada tanto aparecen algunas de la zona 15 que nos desconciertan. Los de comunicaciones no mandaron ningún correo de incidencias así que, de momento, deducimos lo que está pasando. Pero es medio difícil de entender porque nos hablan a los gritos y entre los insultos y las amenazas a la empresa no se sabe muy bien cuál es el problema que tienen. Seguramente se cayó la línea en algún punto donde se recalientan los cables, sucede cada vez que pasamos los treinta grados, así que todos los veranos estamos más o menos con lo mismo. Lo más común es que los comunicados tarden tres o cuatro horas desde que detectamos la avería. Ahí los pasamos a un call center externo donde les dicen que los técnicos están resolviendo el problema y que no tienen una previsión del tiempo de demora.

Ella gestiona correspondencia, registra expedientes y recibe las visitas. Las llamadas las atendemos las dos, aunque más que atenderlas las pasamos, la mayoría se van perdiendo en el buzón y en el tiempo de espera. Hoy, en lo que corresponde a las visitas, para ella es una tarde tranquila, con la ola de calor se anularon tres de las siete que tenía programadas y, por lo tanto, no tiene expedientes que registrar. Por el ventanal que da a la calle vemos la seguidilla de autobuses que se forma cuando se corta el tránsito en la avenida. Por eso debe estar retrasado el acceso de las motos de los mensajeros a nuestra calle, hace dos horas que no entra ninguno. Yo también estoy tranquila, acabo de entregar unas correcciones y estoy organizando en el calendario para cuándo tendría que tener listas las que me quedan, antes de salir de vacaciones.

-¿Qué día dijiste que volvías? -le pregunto.

-El dieciséis de agosto.

-Uf, otra vez te toca pringar en tu cumpleaños.

-Sí, qué memoria. ¿Cómo te acuerdas? Yo soy un desastre para los cumpleaños, sé sólo el del Ramón y los de mis sobrinos. Ni con los de mis padres acierto, los tengo que llamar antes para preguntarles.

-¿De cuándo son?

-Mi padre es de agosto, como Evelin y yo. Mi madre, de diciembre. El cumpleaños de mi hermana para mí es fácil, claro. ¿Tú de cuándo eras?

-Del dos de mayo.

-Mira, en Madrid es feriado -comenta contenta.

Esta conversación tiene un detalle de bilingüismo que acá no puedo trasladar porque por escrito no se entendería, pero en persona no presenta un problema real. De hecho, así es como funcionan la mayoría de las conversaciones en Barcelona. Las partes en las que me habla ella son en castellano, tiene un acento manchego hermoso. Me acuerdo que cuando le pregunté de dónde era su familia dudó. Sus padres son catalanes, como ella y Evelin, su hermana gemela. En ese momento estaba segura de que su abuela paterna era de Cádiz, pero con la materna no lo tenía muy claro. Eran de un lugar del que no se acordaba el nombre: ¡El sitio ese en donde se hace el queso!, dijo iluminada con una sonrisa repentina, y tuvimos un ataque de risa, porque nos acordamos antes del queso que del Quijote o de Almodovar.

Si no es con mis amistades latinoamericanas, algunos vecinos o mi familia, que hablo en argentino, en la calle uso el catalán. Yo no sé pronunciar español, esas diferencias entre las ce, eses y zetas para mí son imposibles. Los amigos argentinos que vienen de visita o con los que hablamos por teléfono se ríen porque mi argentino, después de veinte años, se conserva arcaico, de una manera que allá ya no se habla. Por eso tengo este engendro atravesado de algunos modismos catalanes y charnegos. Acá me pasa que cuando hablo en argentino me entienden cualquier cosa, o se quedan colgados del acento y no prestan atención a lo que estoy diciendo, sino en cómo lo digo y, en los mejores casos, la conversación corre el peligro de perder el objetivo en un limbo de comparaciones filológicas de usos y costumbres del castellano en el mundo. En los peores, están los que se quieren hacer los graciosos diciendo: “Che, boluda, la reconcha de tu madre, re lindo”, en una imitación pedorra y mal entonada que me da vergüenza ajena. Hablando catalán estoy más cómoda con las ges, las equis y las jotas que se pronuncian yeyeadas, por eso las puedo decir en rioplatense, sin que a nadie le importe demasiado.

Lo de cambiar de lengua en el medio de una oración, como hace la gente catalana nativa, no me sale. Por ejemplo, ella: conmigo y con las otras compañeras de confianza, con los mensajeros, con su círculo y en la calle habla en castellano. Pero con los jefes, al teléfono y con los usuarios que vienen al trabajo usa el catalán. Cambia de uno al otro como si se le apretara un botón en la nuca.

-Para la época de mi cumpleaños, en Madrid, es fiesta toda la semana.- Recuerdo mis veintisiete años en la Puerta del Sol para las fiestas de San Isidro, pero no se lo digo, seguramente ya se lo conté alguna vez.

-Qué suerte. Nosotros nunca tenemos una semana de feriado.

-Y no, nena, la pela es la pela, allá viven de joda. De tu cumpleaños me acuerdo porque, en Argentina, el diecisiete de agosto es feriado.

-Por qué?- me hace en un gesto sin palabras, ocupada en pasar una nueva llamada.

-Es el día de San Martín.

-Y ese?- me sigue preguntando con mímicas y susurros. En este lenguaje también somos expertas.

Acá son más de celebrar el día del santo que los cumpleaños y, en lugar de recibir regalos, el del santo trae al trabajo alguna cosa para compartir: un pastel o unos bombones, un cava si es número redondo. Y se saluda con dos besos, que se reservan para estas ocasiones, al entrar y al salir no hace falta. Yo no me prendo porque no sé ni cuándo es el mío y la verdad es que no me da. Ella tampoco, porque ni su nombre y ni el de su hermana tienen santo. Al cumpleaños no le presta mucha atención, por lo general está trabajando, y dice que le da igual, porque Ramón tampoco tiene fiesta ese día, que para pasarla sola prefiere trabajar. La cita obligada la tiene con Evelin. El sábado siguiente festejan juntas, hace treinta y cuatro años que no se la pierden. Yo, en cambio, a mi cumpleaños me lo pido religiosamente de fiesta, aunque no haga nada especial, si llego a pasar un cumpleaños trabajando me deprimo.

-San Martín fue el libertador de América.

-Alaaa- dice levantando el puño, con el codo doblado. -¿Y cómo lo hizo?

-Bueno, se puso de acuerdo con los otros pueblos de Latinoamérica para rajar a los españoles.

-Ahh, qué malos que somos los españoles.

-Bueno, allá se pasaron mil pueblos.

Y me sonríe dulce, torciendo la boca con una tristeza preciosa a la que ninguna de las dos podemos ponerle remedio.

-Aquí también.

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