Frente a una modesta multitud, el presidente Ronald Reagan sale del hotel en donde participó de una convención. Su mandato recién comienza: lleva apenas 69 días en el cargo. Dicen que en la política, como en el amor, los primeros días son los mejores, y su sonrisa y la candidez con la que saluda a la gente mientras camina hacia la limusina que lo llevará de vuelta a la Casa Blanca parecen confirmarlo. Separados por un cordón policial, los transeúntes le devuelven el saludo con timidez, mientras las cámaras de cinco canales de televisión lo registran todo con su habitual desdén, como si la noticia de hoy fuera la misma de ayer. Entonces, de la nada, el caos. Mezclado entre la gente, un hombre joven saca un arma y le dispara a Reagan. Seis balas que les dan a tres hombres distintos, pero ninguna al objetivo. Solo una, tras rebotar en el blindaje del vehículo, llega a meterse casi sin fuerza entre las costillas del presidente, quien es empujado por un hombre de su custodia dentro del auto, que ahora se encuentra camino al hospital.
El 30 de marzo de 1981, John Hickey Jr. atentó contra la vida del entonces presidente de Estados Unidos. Aunque Reagan sobrevivió para terminar con su mandato (y uno más), la noticia fue conmocionante. Y no solo porque se inscribía en la extensa lista de crímenes políticos del país del norte, sino que el estupor fue en aumento cuando empezaron a conocerse los detalles detrás del atentado. Es que Hickey no era un terrorista de ultraizquierda, ni un agente de la KGB soviética (ni de la CIA, vale aclarar), ni un yihadista musulmán. Se trataba del hijo de un empresario petrolero obsesionado con la película Taxi Driver, sexto largometraje de ficción de Martin Scorsese, cuyo estreno en 1976 terminó de consolidarlo como uno de los cineastas más destacados de su generación y uno de los más importantes del último medio siglo. Película que podrá volver a verse en salas locales a partir de este jueves, en coincidencia con el festejo del 80 cumpleaños del celebrado director.
Taxi Driver cuenta la historia de Travis Bickle, un veterano de Vietnam que consigue trabajo como taxista nocturno para mitigar un insomnio ligado a los traumas de la guerra. El oficio le permitirá ser testigo de las miserias de la sociedad estadounidense, que en los ’70 atravesaba uno de sus momentos más críticos, con altas tasas de crimen y desocupación. En sus recorridas conocerá a dos mujeres. Por un lado a Betsy, una joven que trabaja en la campaña presidencial de un senador, quien inicialmente acepta algunas de sus invitaciones, pero que pronto se arrepentirá cuando la dificultad de Travis para vincularse con los otros se vuelva evidente. Por el otro a Iris, una niña de 12 años que, obligada por un proxeneta a prostituirse, despierta en él una irrefrenable compasión. Al ser rechazado por Betsy, Travis planea asesinar al senador para llamar su atención, pero al fracasar decide liberar a la nena de su calvario.
Hickey vio Taxi Driver quince veces tras su estreno en 1976. Un montón si se tiene en cuenta que por entonces todavía no existían ni el VHS ni el streaming, y que para ver una película había que ir al cine y pagar una entrada. Quince entradas. Hickey se sentía identificado con ese Travis que Robert De Niro interpretó de forma magistral, a puro nervio contenido, y como el personaje, se obsesionó con una de las mujeres del reparto. Pero no con la angelical Cybill Shepherd, encargada de darle vida a la “traicionera” Betsy, sino con la pequeña Jodie Foster, que con solo 13 años también había realizado una labor consagratoria en el rol de Iris. Tanta fue la obsesión de Hickey que comenzó a acosar a Foster, primero enviándole cartas o llamándola por teléfono, luego anotándose en un curso en la universidad de Yale, a la que la joven actriz asistía en 1980. Y finalmente, siguiendo los pasos de Travis, trató de asesinar a un político para terminar de conquistarla. Al igual que el personaje, no lo consiguió.
Cualquier intento de achacarle a Taxi Driver un rol instigador en el intento de asesinato de Reagan es tan absurdo como creer que la novela El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, tuvo algo que ver con la decisión de Mark Chapman de asesinar a John Lennon apenas cuatro meses antes del atentado de Hickey. Sin embargo, ambos casos demuestran el alcance que tuvieron ambas obras. Y que todavía tienen: el reestreno de la película lo confirma. El caso de Taxi Driver muestra la precisión con que Scorsese capturó el carácter decadente de la época. Por un lado retratando el trauma de Vietnam, una herida que en 1976 era una llaga abierta en la identidad estadounidense. Por el otro, mostrando sin anestesia la realidad urgente de una sociedad en estado de abandono. El eslabón que une ambos extremos de la cadena es la violencia, un problema que 45 años después sigue siendo la piedra en el zapato de la idea de país sobre la que se construyen los Estados Unidos.
Pero antes de ese carácter de fresco social y antes aún de convertirse en un hito de la cultura popular, Taxi Driver es también una extraordinaria pieza cinematográfica. Y el guion de Paul Schrader se lleva gran parte de esos méritos, tejiendo un vívido infierno en la Tierra encarnado en la empobrecida ciudad de Nueva York de mediados de los ’70. Cargado con temas que luego aparecerían en otras películas escritas o dirigidas por Schrader, como la idea de la mitología cristiana de la redención a través del sacrificio (o la salvación a través del martirio y la violencia), el libreto de Taxi Driver es una olla a presión desbordada, una bomba de tiempo fuera de control. Pero también un espejo en el que la realidad se refleja con fidelidad atroz. Eso sí, la frase más famosa de la película, aquel “You talkin’ to me” que De Niro repite como un mantra en la escena con las pistolas frente al espejo no es de Schrader, sino que fue lanzada por el propio actor de forma improvisada durante el rodaje.
La fotografía de Michael Chapman también juega un rol superlativo, construyendo con su paleta de colores arratonados un avatar visual perfecto para esa atmósfera sucia y opresiva que la película propone. Aunque hubiera merecido un Oscar por su trabajo (ni siquiera recibió una nominación), Chapman ganaría su primer premio de la Academia cuatro años más tarde gracias a Toro Salvaje, otro trabajo junto a Scorsese y De Niro. Por su parte, la banda sonora de Bernard Herrmann es el otro elemento que con su mezcla de jazz y tonos oscuros consigue darle a Taxi Driver un ambiente distintivo. En ese caso Herrmann sí recibió una nominación por su trabajo, que fue por partida doble, ya que ese mismo año también lo estuvo por la música de Magnifica obsesión, dirigida por Brian De Palma y también con guion de Schrader. No fue la única postulación doble que recibió Herrmann. En 1942 ya lo había sido por El ciudadano, obra maestra de Orson Welles, aunque terminó ganando por All That Money Can Buy, de William Dieterle.
Por supuesto que en 1976 Scorsese todavía no era el cineasta consagrado que hoy cualquiera conoce, no solo gracias al éxito de Taxi Driver, sino de los trabajos que vinieron después. De Buenos muchachos (1990) a Casino (1995), o de El color del dinero (1986) a El Lobo de Wall Street (2013), pasando por La última tentación de Cristo (1988), La edad de la inocencia (1993), Pandillas de Nueva York (2002), Los infiltrados (2006, por la que ganó su único Oscar entre nueve nominaciones) o El irlandés, su último trabajo de 2019, entre tantas otras. Sin embargo su nombre ya era reconocido como parte de una generación de directores que traspolaron a Hollywood la idea de autoría en el cine, concepto que una década antes habían amasado al otro lado del océano los críticos de la famosa revista francesa Cahiers du Cinema y los directores de la llamada nouvelle vague (que en muchos casos son la misma cosa). Como sus colegas Francis F. Coppola, William Friedkin, Peter Bogdanovich o el propio Brian De Palma, Scorsese era un autor en construcción.
Ya con los estrenos en 1973 y 1974 de Calles peligrosas y Alicia ya no vive aquí, Scorsese había cimentado un prestigio como cineasta que el éxito y la popularidad de Taxi Driver (y los de su protagonista) no hicieron más que amplificar. En la primera ya se percibía la búsqueda por ese registro sucio de la realidad, a partir de una historia que también transcurre en un escenario callejero. La película fue también una vidriera para sus protagonistas, De Niro y Harvey Keitel (que en Taxi Driver interpreta al proxeneta), quienes acabarían convertidos en dos colaboradores recurrentes del director. Por su parte, la segunda mostraba el buen pulso que Scorsese tenía (y tiene) también para el drama. Protagonizada por Ellen Burstyn y Kris Kristofferson (quien es citado en Taxi Driver en su rol de cantante), Alicia ya no vive aquí también marcó la primera colaboración con Foster, quien con solo 10 años tuvo un papel secundario importante.
El reestreno de Taxi Driver es entonces no solo una buena oportunidad para volver a ver una de las películas icónicas de la segunda mitad del siglo XX, sino para recorrer de nuevo la filmografía de un cineasta inagotable y vital. A los 80 años ese hijo de italianos chiquito y de cejas tupidas sigue filmando con maestría, construyendo universos a los que inevitablemente se reconoce como “scorsesianos” y encarando proyectos con la misma energía que cuando filmó Taxi Driver a los 33. O al menos eso parece y todo el mundo le cree. Feliz cumpleaños, Martin.