Había una vez un periodista y escritor italiano llamado Carlo Collodi –en su partida de nacimiento podía leerse Carlo Lorenzo Filippo Giovanni Lorenzini– que, en cierto día del año 1881, comenzó a publicar en la revista Giornale dei bambini una historia excéntrica y fantasiosa que se transformaría en creación imperecedera: Le avventure di Pinocchio: storia di un burattino. Comenzaba así: “Había una vez… ‘Un rey’, exclamarán al instante mis pequeños lectores. No, niños. Están equivocados. Había una vez un trozo de madera”. Unas líneas después, para la sorpresa del lector del siglo XXI, seteado en el Pinocho animado por la factoría Disney en 1940, el escritor describe el primer contacto del maestro carpintero Antonio, a quien todos llamaban Maestro Cereza por su nariz roja y lustrosa, con el mundo de lo fantástico. “Tan pronto como el Maestro Cereza posó su mirada en el tronco su rostro se iluminó con deleite, y frotando sus manos con satisfacción, se dijo suavemente a sí mismo: ‘Esta madera llegó en el momento justo y es perfecta para hacer de ella el pie de una pequeña mesa’". Habiendo dicho eso tomó una afilada hacha con la cual poder remover la corteza y las irregularidades de la superficie. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de dar el primer golpe, su brazo quedó suspendido en el aire ya que pudo escuchar una vocecita que decía, implorando, ‘No me pegues demasiado fuerte’. ¡Sorpresa! En el texto original no es Geppetto quien busca y encuentra la materia prima para la fabricación de la marioneta, sino que la recibe como regalo de un colega, su mentor en el oficio de la carpintería. Y, más importante aún, no es el muñeco quien recibe la bendición de la vida luego de recibir la visita de un hada madrina: el tronco en sí mismo posee la extraña virtud de la conciencia y la capacidad del habla, imposibles de hallar en la vida real en tabla, viga o palo alguno. La moraleja se deduce de inmediato: hay tantos Pinochos como adaptaciones más o menos fieles, más o menos libres, de la novela seminal, publicada en forma de volumen en 1883.

La impronta cultural ejercida por el film de animación de Disney, sin embargo, es tan fuerte y rotunda, que cada nueva versión aparecida con el correr de las décadas suele medirse contra ese falso original. En ese sentido, y más allá de la mediocre remake del film seminal estrenada este año por la plataforma Disney+, la más reciente encarnación del muñeco que habla (y canta, y baila, y sufre, y aprende algo sobre la vida humana) no es ni una relectura fidedigna del original de Collodi ni una vuelta de tuerca de la franquicia del ratón Mickey. No por nada el título completo – más allá de estar co-realizada junto a Mark Gustafson, director de animación de esa maravilla llamada El fantástico Sr. Zorro, de Wes Anderson– es Pinocho de Guillermo del Toro. El realizador mexicano se apropia de la célebre historia y es, al mismo tiempo, fiel y traidor, construyendo la que probablemente sea su mejor película en muchos años. Antes de desembarcar en Netflix el 9 de diciembre, Pinocho tendrá un paso por las salas de cine a partir de este jueves 24 de noviembre. En la pantalla grande o en la chica, una cita imperdible con el hiperactivo director de La forma del agua y Cronos, que este año ya estrenó su propia adaptación de El callejón de las almas perdidas y, apenas un mes atrás, ofició de maestro de ceremonias de la serie de unitarios El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro.

MUCHOS PINOCHOS

En el comienzo, Geppetto (la voz en la versión original es la de David Bradley) tiene un hijo pequeño. Carlo (guiño, desde luego) es inquieto, vivaz, bueno y bastante obediente. El lugar es un pequeño pueblo de Italia, pero el siglo no es el esperado sino otro. Un tiempo muy definido: los años de la Primera Guerra Mundial. En ese prólogo se instala un tema que atraviesa todo el recorrido de la historia hasta los tramos finales: el trauma de la muerte y su aceptación como parte de la vida. No es un tema menor para una película que, a pesar de sus oscuridades, se propone como un plan para compartir en familia, el mayor desafío para una audiencia quizás demasiado acostumbrada a la infantilización mal entendida. El hijo de Gepetto muere durante un bombardeo y el sitio donde eso ocurre deja una marca indeleble en el resto de la fábula. Las particulares circunstancias del trágico hecho son aún más potentes, provocadoras incluso: el viejo carpintero está terminando de darle los últimos retoques a un enorme Cristo crucificado en la única iglesia construida en el lugar cuando comienza a oírse el sonido de motores en el cielo. El dolor de la pérdida acompaña al anciano durante los años venideros, y las peregrinaciones a la tumba y el consumo excesivo de alcohol son actividades cotidianas, hasta que la magia hace su aparición bajo la forma de Pinocho (Gregory Mann). El trasfondo no es otro que el ascenso del fascismo bajo la paternal protección de Mussolini, personaje que no sólo aparece en carteles y anuncios radiales, como figura de poder omnipresente, sino literalmente en una escena tardía jugada al humor más concreto y efectivo.

Los detalles históricos introducidos en el guion de Guillermo del Toro, escrito con la ayuda de Patrick McHale, lejos de la superficialidad resultan absolutamente pertinentes en el conjunto del relato, aunque revelar aquí más detalles sería inapropiado. Entrevistado por la revista online ScreenRant, el director de La cumbre escarlata, cuyo deseo de llevar a la pantalla una versión personal de la famosa historia es de larga data, casi unos quince años, “sabía que esta película era compañera de El espinazo del diablo y El laberinto del fauno. Y sabía que quería hablar sobre la paternidad. El fascismo, para mí, es una preocupación muy masculina, paternalista, y una de las líneas del film es esa. No es la principal, pero es una de ellas, y si hicimos nuestro trabajo al escribir el guion es algo que surge y cae junto con la historia, pero no la domina. Desde que era adolescente supe que, si alguna vez abordaba Pinocho, sería de esa manera. Lo supe también a los veinte años y a los treinta. Y lo sabía cuando comenzamos a trabajar en este proyecto. La mayoría de los Pinochos giran alrededor de la idea de la obediencia. Hagamos que nuestra versión sea sobre la desobediencia. La mayoría de los Pinochos tienen que ver con el concepto del cambio. Pero Pinocho es una fuerza vital, así que por qué no hacer que sea esa fuerza la que cambie a todos los demás. Creo que esas diferencias de perspectiva logran que el cuento se vea como algo novedoso, fresco. No es una película hecha ‘para niños’ Es una película que puede ver toda la familia, pero es tan personal para mí como cualquier otra. Es una historia sobre la amistad y el mundo en guerra, sobre las cosas hermosas y terribles que ocurren en este mundo”.

LA NOCHE DE LAS NARICES LARGAS

Está la historia y está el estilo. El diseño de cada uno de los personajes, realizados en materiales reales y animados gracias a la centenaria técnica de la animación cuadro por cuadro (stop motion), es tan original como alejado de los trazos de las versiones Disney. Pinocho es alto, desgarbado, de aspecto ligeramente humano, y su rostro es difícilmente reconocible a partir de los rasgos, apenas estilizados. Algo similar puede decirse de los demás personajes, de Pepe Grillo (cortesía del talento vocal de Ewan McGregor) al resto de los animales y humanos que acompañan al héroe en su travesía transformadora. Ni hablar del mono Spazzatura (Cate Blanchett), tan feo que resulta entrañable, o el Duendecillo de Madera (Tilda Swinton), que a lo que más se asemeja es a un ser etéreo caído del espacio exterior, y que reemplaza al hada madrina de las versiones tradicionales como responsable del hálito vital. De la inmortalidad de la marioneta, regalo y maldición que adquiere un lugar de enorme relevancia en la trama. Para del Toro, nunca fue una opción utilizar otra técnica que no fuera la animación cuadro a cuadro: “Estos son días muy estimulantes para el stop motion, con Phil Tippett terminando finalmente su proyecto Mad God. No creo que haya habido un año con tanta competencia dentro de este estilo de animación tan raro y apreciado, y siempre al borde de la extinción. Es hermoso ver este renacimiento. Desde el principio quisimos una puesta naturalista, en la cual la cámara se moviera junto con los personajes, como si estuviéramos dirigiendo una película con seres de carne y hueso. La ‘actuación’ en Pinocho no recurre a la pantomima y las posturas, todo ese lenguaje de la animación que ha sido codificado hasta el punto de la reducción al emoji, esa repetición de poses cool. Queríamos que los personajes actuaran desde su interior, que se los vea pensar. Que escuchen, que cometan errores a 24 cuadros de animación por segundo. Los hicimos tropezar, que se les caigan cosas y las levanten. Que se rasquen. Todo esto viene de una frase que nunca voy a olvidar, algo que dijo Hayao Miyazaki: ‘si filmas lo ordinario, será extraordinario’. Creo que ese fue uno de las grandes nortes de la película”.

Lo monstruoso está siempre presente en el cine del mexicano y recorre las venas de todas la criaturas que llevó a la pantalla, humanas o todo lo contrario. ¿Y qué es Pinocho sino un monstruo querible, un ser de madera a quien le crece la “nariz” cada vez que miente? ¿Acaso la imposibilidad de morir, porque a pesar de moverse y hablar y comer no está vivo en un sentido real, no es algo que escapa por completo a la normalidad? Claro que Pinocho –todos los Pinochos, también el de del Toro– no es consciente de su cualidad de fenómeno antinatural, de freak, al menos durante buena parte de la historia. En cierto momento el protagonista se pregunta por qué todos admiran y reverencian esa imagen de madera colgada en el centro de la iglesia del pueblo, que representa a un hombre crucificado y sufriente, y a él, que está hecho del mismo material esencial, lo tratan con desprecio. O, en el mejor de los casos, lo ven como fuente de entretenimiento en una feria ambulante o bien como el soldado ideal para las filas del ejército fascista. Pinocho canta algunas canciones, no tanto como concesión a ciertas reglas de la animación clásica sino como relectura de ese protocolo, y el humor recorre muchas de las escenas (el famoso grillo, la voz de la conciencia, es aplastado una y otra vez y su dolor es casi existencial). Pero desde el comienzo y hasta el último acto, cada fotograma está empapado por una angustia que a la marioneta no lo impacta de lleno hasta que el monstruo marino los devora a él y a los suyos. Es que el pequeño muñeco articulado, a esa altura del camino, ha recorrido la tierra y el inframundo varias veces, acostumbrado a volver una y otra vez al universo de los seres vivos (vivos de verdad, no como él), y sabe que cualquier travesura que cometa, ligera o grave, no tendrá demasiadas consecuencias en su propia existencia, más allá de algún pie chamuscado o una nariz transformada en gruesa rama con hojas verdes a tono. Reencarnar para él es sencillo, incluso después de ser atropellado en la calle por un pesado camión o ser la víctima de una tremenda explosión. El camino hacia la vida real, hacia la transformación en un “niño de verdad”, no es sencilla, por una razón de enorme peso: ¿acaso no es mejor disfrutar de la eternidad, posibilitada por el hecho de ser, apenas, un títere animado, un fantoche bendecido con la capacidad del habla y la autonomía de movimientos?

EL MODERNO PROMETEO

"Siempre me han intrigado mucho las conexiones entre Pinocho y Frankenstein". Las palabras de Guillermo del Toro a Vanity Fair, revista que suele publicar entrevistas periodísticas a las cuales otros medios no acceden, reflejan una mirada absolutamente divergente a la usual cuando se habla del personaje creado por Collodi en el siglo XIX, en un contexto cultural muy diferente al actual. “Ambas historias tratan sobre un niño al que arrojan a nuestro mundo. Ambos han sido creados por un padre que espera que descubran por sí mismos qué es el bien y el mal, la ética, la moral, el amor, la vida y aquello que es imprescindible. Creo que así fue la infancia para mí. Tenías que descubrirlo todo a partir de tu limitada experiencia”. Para el realizador, su última película “es contraria al libro, porque el texto original busca la domesticación del espíritu del niño de una manera un tanto extraña. Es un cuento con mucha inventiva, pero que también se posiciona a favor de obedecer a los padres, ser un buen chico y ese tipo de cosas. Muchas veces me ha parecido que la moraleja se posiciona a favor de la obediencia y la domesticación del alma, pero la obediencia ciega no es una virtud. La virtud de Pinocho es su desobediencia. En un momento en el que todos los demás se comportan como marionetas, él elige no hacerlo. Esas son las cosas que a mí me interesan. No quería volver a contar la misma historia. Quería contarla a mi manera, tal y como yo entiendo el mundo”. Y por allí va Pinocho, tropezándose una y otra vez con la vida, hasta que en cierto momento se ve enfrentado a una encrucijada, con dos caminos posibles a seguir. Es el comienzo del final, que es feliz y triste, como la vida real, aquí y ahora y desde siempre. Los pañuelos que deben estar preparados para el cierre de este magnífico Pinocho no tienen que ver con golpes bajos, recursos melodramáticos del montón o sorpresas que nadie imagina. Por el contrario, las lágrimas, que resultan casi imposibles de contener, se relacionan con algo tan básico y sencillo como la existencia real del espectador de este lado de la pantalla, como así también la de aquellos que lo acompañan en la vida: padres, hijos, abuelos, amigos. Pinocho nunca deja de ser un conjunto de trozos de madera unidos por clavos, pero la gran enseñanza vital, que eventualmente llega con la velocidad y el poder de un rayo, es el descubrimiento de que aquello que puede hacerlo feliz es la conciencia de su propia finitud.