No pude comprender cabalmente hasta ese 17 de noviembre de 1972 qué quería decir la palabra lealtad. Ni entender la naturaleza de ese movimiento, que respondía más al rugido de la tierra, o a un rito ancestral o a una necesidad de fundirse en el Otro detrás de una idea. No había podido hasta ese día -aunque mis padres sí lo habían vivido-- entender el texto aluvional de Scalabrini Ortiz sobre “el subsuelo de la patria sublevado…” cuando describía la insurrección popular para rescatar de la cárcel al entonces coronel Juan Perón en 1945. No. No había podido, aún, asomarme a una decisión de la magnitud de la esperanza de nuestro pueblo alimentada de viejos y nuevos sueños. Un amasijo de almas, cuerpos, reprimidos como puede reprimirse inútilmente un río en cascada con diques de violencia, muerte o libertades aniquiladas. Los días previos al regreso de Perón luego de diecisiete años de exilio, recuerdo, los estudiantes universitarios guevaristas, en un periodo de confusión de nuestros dirigentes -unos apoyaban a Héctor Cámpora y otros renegaban de esa alianza-, habíamos sido convocados a marchar unidos con la Juventud Peronista a Ezeiza para recibir a Perón. Aquel viernes lluvioso nos citamos a las ocho en punto en la puerta de unas fábricas en Villa Lugano. La idea era confluir en ese punto con los obreros de muchos talleres de la zona. El paro general era un hecho más que una declaración formal de las centrales obreras. La represión también era un hecho: todo estaba prohibido desde siempre en mi corta historia. Tenía, entonces, veinticuatro años y nunca habíamos votado ni habíamos tenido legalidad para protestar, ni para oponernos siquiera a lo que nos asfixiaba de tantos años de dictadura. Estábamos acostumbrados a ser clandestinos, aunque no fuera una decisión política. Por supuesto, nos esperaba una represión feroz. Llovían granadas de gases lacrimógenos, hombres de negro pertrechados para una guerra no declarada, pero de vieja data. Balas de goma y balas de acero contra los paredones de esa zona aún fabril. Las sirenas de las fábricas sonaban sin parar en un concierto de estruendos desafinados entre detonaciones, gritos, consignas. Retumbaba el “Viva Perón”. Y el silencio que solo anticipaba la nueva carga, una y otra vez. Logramos junto con un grupo grande de estudiantes y trabajadores y vecinos plegados a la movida -en la marea perdí contacto con mis compañeros de la facultad- para huir hacia el Sur. Alguien gritó: “¡A las vías, a las vías…! “¡Hay que llegar a Ezeiza como sea!¡ El general está por aterrizar!” Luego de correr y caminar durante un tiempo que ya no recuerdo, me vi envuelta en una multitud que trepó a un terraplén, y luego a unas vías (un ramal del Roca). Alguien dijo, “a Tapiales…y desde allí a los bosques de Ezeiza…Hay que atravesar el Río Matanzas”. Sabíamos que la represión del general Alejandro Lanusse no cedería: habían desplegado al menos 35 mil soldados para impedir y desalentar esa movilización popular. Estaban emplazados en los bosques de Ezeiza empecinados para evitar a sangre y fuego que el pueblo le diera la bienvenida a su líder. De repente, estaba acompañada por una multitud de desconocidos en esa vía bajo la llovizna persistente de la mañana. Tuve una visión tremenda, que me acompaña aún hoy: una multitud de hombres, mujeres y niños que brotaban al costado del terraplén y se trepaban a las vías con sus ropas de diario, sus remeras sucias, sus mamelucos, sus delantales de cocina, las zapatillitas desatadas de los chiquilines sostenidos por los brazos de sus padres, para a sumarse a una procesión laica, a esa fila de seres luminosos que el barro y la lluvia oscurecían, a veces, como salidos de un cuadro de Caravaggio. Pocos nos conocíamos, pero nadie se sentía solo. Ví, entonces, a mujeres embarazadas, a hombres con sus hijos en brazos o en los hombros, de toda edad y condición cantar la marcha peronista que me era definitivamente familiar. Era su grito de guerra. Su exigencia y certeza de que esa dictadura tenía los días contados. Y su empecinado juramento de lealtad. Nunca pudimos llegar a Ezeiza, aunque lo hubieran logrado otros que atravesaron el río Matanzas a pie o a nado. Nos fuimos desgranando hasta resignarnos cuando supimos que finalmente Perón había llegado. Anochecía cuando entré en mi casa con la sensación de que jamás estaría sola si continuaba siendo fiel a esa multitud a la que me unía la esperanza de la una patria mejor. Han pasado cincuenta años de aquel día y aún conservo en el recuerdo, lo juro, la ternura y la violencia y la insoportable voluntad y decisión de que la libertad debía conquistarse entonces a fuerza de cuerpos transpirados, de pies mojados en el barro, de balas rasantes que esquivar, de gritos de furia y también de una promesa de libertad en ciernes, arrancada a los dictadores en cualquier tiempo y lugar. Y no importa lo que ocurrió después. Porque la sangre es indeleble y la pasión también. Y la memoria arde en el punto abisal de una promesa de libertad porque siempre valdrá la pena recordar ese día, aunque llueva odio.
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