En la calle 47 de Manhattan, un precioso teatro de los años 20s del siglo pasado ha hecho un cambio significativo en su fachada: donde antes se leía “Brooks Atkinson Theatre”, ahora luce un nuevo cartel que, rutilante, anuncia “Lena Horne Theatre”. Vuelto a bautizar hace apenas unas semanas, el cambio es un hito en toda la regla: por primera vez en la historia de Broadway, uno de sus 41 teatros lleva el nombre de una mujer afroestadounidense. Más precisamente, el de esta artista negra de belleza legendaria, que logró abrirse camino con su inolvidable voz aterciopelada, su descollante talento interpretativo, su elocuencia, su estilazo… Y eso que los escollos no escasearon: Lena Horne -que murió en 2010, a los 92- sobrevivió la era Jim Crow, el Hollywood de los años cuarenta y cincuenta, la persecución macartista… También el durísimo escrutinio público por casarse en segundas nupcias con Lennie Hayton, compositor y arreglista blanco, en una época en la que los matrimonios interraciales no solo eran desalentados sino socialmente castigados. Amenazas de muerte, incluidas.
Aun cuando se la recuerda como una de las primeras estrellas afro en conseguir un contrato de larga duración con una major (Metro Goldwyn Mayer, para más detalle), los papeles que le deparó Hollywood solían estar al margen de las tramas principales; un truco deliberado para cortar sus escenas cuando los films se proyectaran en zonas de racismo extremo, como los estados sureños. “Yo era una suerte de adorno de escaparate”, diría al respecto quien, desde el vamos, se negó rotundamente a interpretar a las estereotípicas “sirvientas o doncellas de jungla” (sic), de los pocos roles que la Meca del Cine reservaba entonces a la comunidad negra. “Me volvieron una mariposa que cantaba clavada a una columna”, el agridulce recuerdo de quien fue considerada para protagonizar la adaptación a pantalla grande del musical Show Boat de 1951, pero la idea fue rápidamente desechada por “demasiado arriesgada”, decantándose la productora por una de sus mejores amigas: Ava Gardner que -para las canciones- tuvo que ser doblada.
El debut artístico de Horne fue en 1933, a los 16 años. En esos días, y por insistencia de su mamá, empieza a laburar en el Cotton Club de Harlem, un lugar que devino mítico por sus shows: de Duke Ellington, Bessie Smith, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong, Billie Holiday, Ethel Waters… Artistas afro fichados para entretener a una audiencia adinerada, y exclusivamente blanca. Allí la adolescente se desempeña como bailarina y corista, trabajando las 7 noches de la semana, haciendo 3 espectáculos por jornada. A regañadientes porque, como más tarde contaría, podrida de que la gente romantizase un lugar que “de glamoroso no tenía nada”, “realmente no quería estar ahí, pero no me quedaba otra: la situación económica era apremiante y yo era la única que llevaba dinero a casa”.
“En esos años, Billie Holiday, Dinah Washington... todas estábamos desprotegidas”, subrayaría sobre aquella desafiante época, plena de racismo y sexismo, quien, a lo largo de su variada y extensa carrera, compartiría escenario con Tony Bennett, Judy Garland, Bing Crosby, Frank Sinatra y muchas otras leyendas de la música. Y es que, antes de llamar la atención de MGM, Lena ya era un requerido nombre en clubs nocturnos y cabarets, que se atiborraban de gente que enloquecía con sus magistrales interpretaciones de temas de jazz y blues. De hecho, terminado el contrato, siguió brillando la estela de Horne, que batió récords de ventas con discos como Lena Horne at the Waldorf Astoria, del ’57, por citar solo un ejemplo de su profusa discografía.
Lena, que renegaba cuando la llamaban “ícono” o “pionera”, había nacido el 30 de junio de 1917 en Brooklyn, barrio neoyorkino donde transcurrió buena parte de su niñez y adolescencia. Su madre, actriz de vodevil, pasaba largas temporadas lejos de casa, de gira en gira, y su padre -que supo ser dueño de un hotel y de un restaurante- se patinó la guita por su adicción al juego, para luego proceder a hacer olímpica bomba de humo: abandonó a su flia cuando Lena solo tenía 3 años. La chica Horne, empero, quedó bajo el amparo de una mujer con temple de acero, extraordinaria: su abuela Cora Calhoun (1865-1932), trabajadora social, sufragista, militante por la causa afro. Una dama “ferozmente instruida”, acorde a la propia LH, que aprendió de su yaya lecciones que la marcarían a fuego: a andar por la vida con la frente en alto, a no mostrarse vulnerable, que la dignidad es un valor irrenunciable, que no debía tolerar actitudes discriminatorios, que eligiese bien cómo expresarse pero sin censurar sus opiniones…
Con semejante mujer como modelo, no sorprende que -en la década del 60- una Lena adulta se involucrara activamente en el movimiento por los derechos civiles, participando de rallies, contribuyendo con conciertos. Venía estudiada de casa: siendo una peque que no levantaba un palmo del suelo, solía acompañar a su abuela a encuentros de la National Association for the Advancement of Colored People y de la National Association of Colored Women. Por cierto: aunque no tenía pruritos en denunciar las injusticias que pesaban contra su comunidad, solo una vez perdió los papeles. Fue en un coqueto restaurante, en los años 60s, cuando un racista bien rancio empezó a lanzarle epítetos peyorativos a viva voz, y ella respondió a lo Su Giménez: le tiró un cenicero.
Algunos de estos episodios serían por ella narrados
en uno de sus últimos espectáculos, acaso el que más satisfacciones le trajo:
el exitosísimo one-woman-show The Lady
and Her Music, donde además de interpretar temas como Stormy Weather, su canción más emblemática, repasaba momentos clave
de su biografía. El espectáculo tuvo más de 300 funciones, prácticamente de
corrido. De la música, LH diría que terminó volviéndose un refugio, su salvación.
Y cuando críticos de primera le señalaban, con razón, que su lugar estaba en el
panteón de las grandes junto a Billie Holiday, Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan,
ella echaba unas risas, con la siguiente aclaración: “Oh, por favor, no soy
pretenciosa, tan solo una sobreviviente”.