Cada vez que entramos en época de mundial, me acuerdo de una de mis crónicas favoritas de Pedro Lemebel: “Cómo no te voy a querer (o la micropolítica de las barras)” de La esquina es mi corazón. En esa crónica, una loca se escabulle entre los fanáticos de un equipo de fútbol y, mientras ocurre el partido, observa cómo los chongos se toquetean, se desnudan y se frotan al compás de la euforia popular.
En Lemebel, la loca aprovecha el sucundún para meter mano y ser apoyada por los fanáticos erectos; ellos dirían que la erección es por el partido, pura pasión futbolera, y no por estar en medio de algo a lo que, por discreción, jamás llamarían “orgía”. Todo marcha bien hasta que se termina el camuflaje de la loca. Los machitos se dan cuenta de que entre ellos hay “un maraco” y, entonces, “enmudece el estadio completo, la pelota se detiene en el aire justo antes de cruzar el travesaño y el alarido de gol queda colgando en la o sin alcanzar el triunfo de la ele. Los jugadores perplejos apuntan a la galería, al centro de la barra brava donde la loca aterrada se ha quedado sin habla. Como un sagrado corazón a la espera del martirio”.
Más allá de la lucidez lemebeliana, está el hecho obvio: no importa que el fútbol sea esencialmente homoerótico, lo importante es que ese homoerotismo no se mencione y mucho menos encarne en nuestra presencia ahí, en las tribunas, en los vestuarios, en la cancha. Tal vez sea esa la razón por la que la FIFA, al programar los campeonatos de una década, decidió que el mundial tuviera lugar dos veces consecutivas en países LGBT-odiantes. Primero Rusia, ahora Qatar.
La relativa tolerancia que el fútbol internacional nos profesó durante un tiempo se empezó a diluir en expresiones cada vez menos cordiales hasta llegar a la afirmación categórica de Khalid Salman, exfutbolista y actual embajador del mundial de Qatar: “La homosexualidad es una enfermedad mental”.
La cárcel o el armario
Khalid Salman no solo volvió a una definición clausurada en 1990, año en que la Organización Mundial de la Salud (OMS) retiró a la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales, sino que recordó la gravedad de mencionarse homosexual en un país donde nuestras identidades LGBT+ están prohibidas por la ley y por la religión.
Unas de las reacciones más notables en contra de estas amenazas ¿veladas? se dejaron oír en Alemania, donde la Asociación de Lesbianas y Homosexuales (LSVD) se proclamó en favor del boicot y les reclamó a las autoridades de su país que desaconsejaran explícitamente viajar a Qatar. Por su parte, el ex jugador alemán Thomas Hitzlsperger, quien en 2013 se mencionó públicamente como homosexual, expresó al semanario Die Zeit un deseo compartido por muches de nosotres desde que se anunció la sede de este mundial: que “algún colega tenga su propio ‘coming out’ (o sea, que salga del armario) en Qatar”. No obstante, consciente de lo que eso podría implicar, Hitzlsperger remarcó: “Pero no invito a nadie a hacerlo”.
Cualquier expresión como la imaginada por Hitzlsperger, en Qatar sería considerada una provocación e incluso un crimen. Allá se nos impone la discreción, la misión de hacer mínima nuestra existencia al punto de que “no se note”. En otras palabras, para evitar la cárcel, allá se nos impone volver al armario.
Distinto sería que un jugador flagrantemente hétero, Messi por ejemplo, se anime a tener cualquier muestra de solidaridad hacia nuestro colectivo. Pero eso también está en el terreno de las fantasías. Públicamente, ningún representante cabal del fútbol argentino dio el más mínimo indicio de reprobar las políticas LGBT-odiantes de Qatar y la FIFA. A ningún vocero parece alarmarle la humillación a la que son sometidos los deportistas sexodisidentes. Quizás asumen que todos ahí son heterosexuales. Quizás no pueden ni imaginar la posibilidad de que entre ellos haya “un maraco”.
En Argentina, no hay cuestiones legales vigentes que se interpongan entre nosotres y la pelota, pero sí hay una cultura que nos borra del imaginario futbolero. ¿Podemos seguir un espectáculo que nos niega incluso como espectadorxs? ¿Es realmente imposible boicotear un evento inscripto en nuestro ADN popular? ¿O es que, como a la loca de Lemebel, la indignación nos puede menos que el entusiasmo por los shortcitos y el franeleo de las tribunas?
La opinión de un fanático
Ariel Heredia es jugador de fútbol en el equipo de los Yacarés. Con 35 años, formó parte de los Dogos, el primer equipo de fútbol gay en Argentina, donde se desempeñó como jugador y también como presidente. Como aficionado del fútbol, y del campeonato mundial en especial, Ariel está dispuesto a bajarle el volumen al ruido que provocan las controversias. Si bien reconoce que, al optar por Rusia y Qatar, “la FIFA no solo refuerza la discriminación, también vuelve a demostrar que predomina el machismo en un mundo que está cambiando en materia de derechos humanos”, su postura no es la del boicot.
Para Ariel, no solo “hay que seguir el mundial” sino que “el deporte es un derecho al que todas las personas que habitan este planeta deberían acceder. No me refiero solo a hacer deporte, también a presenciarlo, a disfrutarlo y a vivirlo”. “Desde hace 14 años, soy militante por los derechos LGBT+ en el deporte. Mi militancia está en construir y habitar espacios seguros y de cuidado entre pares para la existencia de un deporte diverso. Es decir, vivo en carne propia los resultados de una buena construcción en ese sentido”, afirma.
“Necesitamos un mayor compromiso de todas las autoridades del fútbol a nivel internacional”, sostiene Ariel. “En particular, las autoridades de nuestro país deberían enfocarse en la generación de espacios seguros para el deporte diverso y en la enseñanza de ESI para todes les jugadorxs, a ver si así pueden romperse los paradigmas espantosos que nos impusieron y que también, tristemente, nos separan. Porque, si bien el deporte es una hermosa herramienta de unión, en la medida que exista tanta discriminación hacia una parte de la población del planeta, no va a poder lograr su objetivo”.
Homoerotismo confirmado
Ante la idea de que el fútbol es un deporte esencialmente homoerótico, Ariel no tarda en confirmar: “¡Sin duda! Los jugadores son parte de todo eso y también los fanáticos que los terminan endiosando, todos chongos aparentemente heteroscis midiéndose en base a los estándares y prejuicios que nos impusieron por haber nacido varones”.
Cuando piensa en esos estereotipos, Ariel observa que “son parte de los paradigmas espantosos que mencioné antes. Si jugás al fútbol, todo indica que tenés que ser un machito dominante que persigue la competencia y el exitismo, dos características muy visibles en el estereotipo del jugador de fútbol. Lo peor es que tenemos que romper con eso pero todavía nos seduce muchísimo”.
La cuestión parece ser, como siempre, que nos atrae lo que nos repele. A nosotres y a ellos también. Por eso la confirmación de nuestra presencia en el fútbol les provoca tanto vértigo a los chongos. Para ellos, el homoerotismo es una práctica segura en tanto no haya homosexuales confesos en el sucundún. Nuestra presencia le pone nombre a ese vericueto inconfesable del fanatismo, en el que todos se vuelven un poco trolos. Nuestro deseo expone el suyo, y no nos lo pueden permitir.
Una propuesta para acabar: ya que no podemos escapar del mundial, ya que durante semanas nadie va a hablar de otra cosa, juntémonos a mirarlo pero no lo miremos. Hagamos fiestitas a la hora de los partidos, si total nadie trabaja, si total el mundo se detiene para que gire la pelota. Reunámonos y dejemos los partidos de fondo para gritar nuestros “goles” cuando ellos griten los suyos. Para tener nuestro sucundún mientras los paquis, enajenados, se hacen su paja futbolera. Que ese sea nuestro boicot. Pura pasión futbolera.
Modelos: Ariel Heredia y Pol Lacube.
Vestuario: Doble A Lencería masculina
Sastrería Buenos Aires